La marcha de la inseguridad


Por Juan Terranova

Son las seis de la tarde del miércoles 18 de marzo. La temperatura en Plaza de Mayo es agradable y el cielo está despejado. La marcha contra la inseguridad, convocada para las seis de la tarde, es estática. Nadie camina hacia ninguna parte. La concentración crece, inmóvil, y la gente espera. Una de las dos grandes hipótesis del discurso televisivo, la inseguridad –la otra es la corrupción–, acaba de encontrar una rara resonancia en esta clásica práctica política. Seis y diez empiezan los aplausos y un locutor canoso pide calma: “En quince minutos dará comienzo este acto de la seguridad. Estaremos con el rabino Bergman y el padre Marcó como únicos oradores. Nadie, de ninguna rama política, hará uso de la palabra. Ningún político. ¿Queda claro? Porque con el dolor no se debe jugar”. La voz impostada, cargando el sonido de la palabra “dolor”, es aplaudida. Como si la selección hubiera ganado el mundial, la gente agita banderas argentinas. Exhibiendo la mercadería colgada de una soga que va de árbol a árbol, el vendedor ambulante pregona: “¡Justicia y seguridad! ¡Justicia y seguridad! ¡Diez pesos!”. Las banderas llevan escritas esas palabras sobre la franja blanca.

Las estimaciones más generosas van a hablar de 10.000 personas. Las más objetivas, de apenas unas 4.000. Las dos cifras, en todo caso están, lejos de las 50.000 almas prometidas por los organizadores. Y aunque hay gente joven, la plaza la ocupan en su mayor parte mujeres de más de cincuenta años y hombres con pantalón de vestir y camisa de mangas cortas. Son muy pocos los oficinistas del microcentro que se dejan tentar por la propuesta cívica y ninguno de los integrantes de las largas colas de colectivos que se forman sobre Avenida de Mayo parece interesado. Lo que se ve, entonces, es el ala ociosa y paranoica de la clase media, orgullosa de mostrar su despolitización. De hecho, como quería la organización, hay pocas banderas y ninguna es partidaria. En los carteles hechos a mano alzada, sin embargo, se ven posturas menos asépticas. “¿Dónde están nuestros Derechos Humanos?”, “Cristina, bajate del helicóptero” y una pancarta, apoyada en el piso: “Sra. Presidenta, torturan y matan. No sea cómplice. Celeridad en las leyes y penas más severas”. Más adelante están las fotos de los muertos.

Un hombre de unos sesenta años habla con un grupo de mujeres. Las mujeres fuman y lo escuchan: “Yo me pregunto, ¿por qué nosotros, los argentinos, hacemos las cosas tan mal?”. Hay espacios libres y entonces es fácil llegar hasta el escenario. Casi no hay presencia policial. Pasadas las seis y media se dan algunos forcejeos. Un grupo quiere subir a leer sus reclamos y la seguridad privada, contratada por los organizadores, no los deja. Se canta el Himno y, cuando termina, se larga el “¡Argentina! ¡Argentina!”. Alguien, que suena desesperado, repite cuatro o cincos veces un gélido“¡Viva la patria!”.

Avanzando entre la gente con dificultad, un hombre al que le falta la pierna izquierda pide monedas en muletas. Está sucio y del cuello le cuelga un cartel que dice “basta de inseguridad”. Antes de que empiece el acto, se sienta en el borde de una fuente y se queda dormido.

Cerca de las siete de la tarde, los oradores, vitoreados, entran a la plaza por la izquierda. Se lee una lista de adhesiones y el primero en hablar es el representante de la comunidad islámica argentina. No solamente se pierden sus palabras: los medios ni siquiera logran retener su nombre. Con el rabino Bergman es diferente. Haciendo caso omiso del veto político impuesto por los organizadores del evento, compara al ex presidente Kirchner con el emperador que incendió Roma. El sacerdote Guillermo Marcó, ex vocero del cardenal Jorge Bergoglio, lo secunda, con algo de piedad cristiana, repitiendo la cronología impuesta por las sagradas escrituras. Primero el Antiguo Testamento de los profetas que amenazan con el dedo, y después la redención de Cristo. Sin embargo, los oradores anti-políticos no pueden evitar uno de los grandes problemas de la política actual: sus discursos suenan ornamentales, vacíos, tendenciosos y evidentemente oportunistas. Por su parte, los que habían llegado atraídos por frases como “el que mata debe morir” o la consigna “más penas, más policía” se van decepcionados. Tanto Bergman como Marcó desestiman la pena de muerte, un fantasma criminal que sobrevoló la Plaza en varias direcciones.

Los enunciados televisivos pueden ser repetidos hasta el hartazgo y entrar en la cabeza abollada de los televidentes más esponjosos, pero su evanescencia es algo comprobado. Esta marcha inarticulada resulta así la última flor reaccionaria de un verano violento, pero difícilmente sea la pista de despegue de un nuevo movimiento político. Y si la consigna rezaba “política no”, para la mayor parte de los asistentes el lugar vacante lo ocupó un torpe nacionalismo, menos piadoso que confiado de las instituciones eclesiásticas, menos histórico que toscamente coyuntural.

Publicado en Miradas al Sur. (Domingo 22 de marzo del 2009)