En Villazón, la empresa de ómnibus Potosí anuncia en un cartel fosforescente y despintado sus destinos intermedios entre la frontera y la Capital Federal: Moreno, Pontevedra, Laferrere, Puente 12, La Noria, Villa 20, Liniers, Flores, Pompeya, Ezpeleta. Bolivia es un país kitsch. Un kitsch involuntario, sin embargo, facilitado por los niveles cuasi-africanos de pobreza. Un kitsch que, como el dispositivo estético del chetaje organizado, es festivo, pero, a diferencia de él, no es reduccionista y es genuinamente popular. Ese kitsch es una de las cualidades turísticas fundamentales de Bolivia tanto para el lumpen porteño sensible y de avant-garde como para el europeo acaudalado y exotista.
Entre las muchas cosas que me traje de mis últimas vacaciones están los dvds. Como en Buenos Aires, en las ciudades más importantes del altiplano boliviano la red informal de venta de películas truchas es vasta, y revisarla con detenimiento lleva horas y depara satisfacciones –prepotentemente turísticas: los clásicos del terror peruano; Roberto Zambrano, la voz del evangelio o el disco de Williams Enríquez, alias Osito Pardo. O este hallazgo, que se lo debo a un publicista cordobés, único entre los de su provincia que hablaba a un tono de voz normal acaso alentado por su aceptable poder adquisitivo; la contratapa del dvd Rápido y furioso 2, que dice: “Es una ráfaga. Comienza con estilo y guarda el ir… tomando uno un paseo del práctico de costa del nudillo (sic). Película corta con acción-impacto. La música es buenas… ayudas en tomar la película a continuación. El corregir es quebradizo. La fotografía es autorizaciones. La película ejerce la actividad bancaria pesadamente en estilo y entrega. Las secuencias de la acción son el alto-punto y no decepciona”.
Una de las películas que me traje fue ¿Quién mató a la llamita blanca? (2006) del cineasta boliviano Rodrigo Bellot (Santa Cruz de la Sierra, 1978). Me la traje para boludear, porque pensé que iba a ser una cosa bizarra para ver en lo del Paragua con las seis Palermo de la promoción del delivery. Al contrario, resultó ser una película interesante, respecto la cual un googleo mínimo me permitió saber que es una de las expresiones más contemporáneas de cierto boom que “la industria” está viviendo en Bolivia, que Bellot es el fundador de la primer Escuela de Cine en la ciudad de La Paz y el hacedor de un polo creativo cinematográfico allí, y que ¿Quién mató a la llamita blanca? generó mucha polémica, con interesantes exabruptos en los medios gráficos.
La película tiene un argumento bien claro: dos criminales coyas que roban disfrazados con un atuendo que es una adaptación estilizada entre los trajes típicos del altiplano y el wrestling mexicano, son convocados por El Negro, un importante narcotraficante norteamericano, para pasar cinco kilos de cocaína por la frontera hasta Brasil. Dos policías los perseguirán a lo largo de las rutas bolivianas. Uno de ellos es un viejo y derrotado detective, también coya, pero reformado por la institución policial. Su compañero es un joven camba blanco, animal, xenófobo, pervertido y merquero. A lo largo de la película se irá descubriendo una trama conspiratoria en donde El Negro hace negociados con un político santacruceño a expensas de acostar a los delincuentes delirantes.
La película trabaja con los géneros de manera cancherísima, y en sintonía con los discursos que revalorizan los formatos narrativos pop-ulares a lo largo y ancho de Palermo. Es una road-movie vertiginosa con algunas cosas del western. Un tratamiento prolijo, grotesco y divertido de la actual problemática múltiple boliviana: racial, política y geográfica. La fotografía es cuidadísima, con lo cual se nota que Bellot privilegió cierta estética presentación de sus inseguridades políticas. La peli es inteligente e intenta algunas reflexiones comprometidas sin descuidar cierto filo de incorrección política –aunque controlada– que en sus momentos más argentinos hacen pensar en el grupo de Facebook “Por una izquierda cool”: la modernización de los contenidos duros de la militancia de base a través de una retórica palermitana que compensa las limitaciones políticas con palanqueo sexualizante y esa ética del “conocer gente copada”, que es un componente importante del universo simbólico del diseño, la electrónica y el arte en galerías.
Las limitaciones, lamentablemente, terminan siendo muchas y a veces absurdas –aunque no siempre–, y lo cierto es que si Bellot generó polémica probablemente haya sido menos porque la película era buena que porque hoy, en Bolivia, todo preso es político, y hasta los temas más inocentes cifran una batalla a muerte por el sentido y la manija. O sea, en sus mejores momentos, ¿Quién mató a la llamita blanca? me hizo acordar al Musicovery, un reproductor de canciones web que arma una playlist diámica en base a un cruce entre dos variables de tu estado de ánimo que van del “dark” al “positive” y del “energic” al “calm”. Cuando yo elijo “jazz” y “positive/calm” me pone un disco de Norah Jones. Y cuando pongo “very positive/very energic” y “rock” me dice que la selección es muy restringida como para dar resultados. Cuando le pedís lo clásico cumple más o menos, y cuando lo forzás falla.
Me fui a la mierda con la comparación. Pero la idea es esta: la película a la que estamos refiriendo, queridos bloggers de difusa ideología, tiene una sentido final que es: “todos somos culpables, la sociedad es culpable, y especialmente los políticos corruptos”. Un mensaje simple, blumberguiano, que desproblematiza lo que en principio la película prometía problematizar. Ese entre otros mitos, que Bellot deja inconmovibles y, peor, el mensaje estúpido y lacrimógeno de que si todos trabajamos juntos la sociedad puede mejorar. Al final, nadie se la pone de parado a nadie, y ahí la llamita deja de funcionar. Nadie gana, a lo sumo zafan, los que antes eran archi-enemigos se juntan contra un enemigo común: el político. Todo termina en una graciosa épica progresista. En Bolivia. El país más beligerante e incendiado de Latinoamérica y el más pobre.