Barcelona-Madrid (2)



Por Juan Terranova

13.
Carteles pidiendo silencio en los balcones. Maxi los señala. “Barcelona se puso de moda entre los jóvenes estudiantes de Europa”. Se lo ve fanatizado con la ciudad, la corteja y nos lleva de público. “Acá es seguro, se puede caminar de noche” nos aclara, como si nos estuviera presentando a su novia.

14.
El barrio judío, el barrio gótico. Otra vez el orgullo de lo manual, del diseño, del buen gusto. Lejos de la histeria de lo sublime y del arrebato romántico del artista desbordado, Barcelona es la Gran Pragmática. Para ella, la belleza no está reñida con el flujo de capitales ni con la rutina del trabajo.

15.
Si Barcelona fuera una mujer, la primera noche, mientras tomás un copa, te repetiría unas seis veces que fue al Nacional Buenos Aires, y que estudia y trabaja y acaba de aplicar para un beca de doctorado.

16.
Cada tanto también se permite la excentricidad. Queda bien.

17.
La placidez. El silencio gótico.

18.
Paramos a comer pollo tantori. Maxi dice que hay mucha droga. “Volvió la cocaína con todo.” Es una ciudad de paso, de sexo casual, de gente que no se queda, por eso se dificulta formar pareja, pero él tiene un buen grupo de amigos. (Los voy a conocer en el que es, tengo que decirlo, el mejor bar del mundo, pero para eso falta.)

19.
Se hace de noche. Dealers, prostituas, trusitas y estudiantes. Marroquíes y corenaos vendiendo cerveza en las esquinas, aunque no se puede tomar ni vender alcohol en las calles. Está prohibido. Por supuesto esto me da sed. Y eso que es invierno.

20.
Hoy es lunes. Estamos con Pron, un escritor rosarino muy bueno que antes trabajaba de argentino en Alemania, y ahora directamente trabaja de madrileño full time. (Un bastardo educado, agradable, inteligente y tan irónico como una damajuana llena de napalm.) Tengo un mapa gratuito del centro de la ciudad. La ciudad es chica, de una medida cómoda, humana. Nuestro hotel desgraciadamente está lejos, en San Just del Cul del Mond. Todos nos quejamos. Cambiaríamos las cuatro estrellas de la periferia por una en el centro. En el tranvía digo que si algún día puedo encapsular mi narcisimo gano el Pulitzer. Maxi lo anota en su libreta.

21.
Invierno catalán. Todas las mujeres usan botas altas, de cuero negro. A las tres de la tarde, balbuceo. Si pudiera diría: “Disculpe, soy argentino, ¿me pegaría con un látigo?”.

22.
Me robo afiches de la calle.

23.
En la mesa de luz, arriba de mi pasaporte, tres monedas de un euro. Atrás de las monedas de un euro, el hombre vitruviano de Leonardo. ¿O me equivoco?

24.
Amanece nublado. Resaca. Desayuno y Montjuic. Escaleras eléctricas al aire libre. Hay también un breve bosque donde trabajan, a los gritos, unos jóvenes jardineros del ayuntamiento. Más adelante, creo descubrir a un serial killer. Es un hombre de mirada torva. Acaba de liquidar a alguien. Está en plena maquinación metafísica o vacío como una vaina rota. Arriba, el Museo Nacional de Catalunya y una gran cantidad de japoneses, hilachas de un congreso sobre teléfonos celulares. Es una buena vista de la ciudad. (Me corrigen: Museu Nacional d´Art de Catalunya.)

25.
La visión de las montañas, no del mar, me sugiere la idea de que traje demasiado equipaje. Y enseguida, me arrepiento y pienso que es poco. Diego trajo una valija bestial. Hay sol y no hace tanto frío. Comento los consejos de Elmore Leonard. Son geniales: “Si suena como literatura, lo reescribo”. Pero el hijo de puta no te deja hablar de clima. “Nunca empieces hablando del clima”.

26.
Museo Miró. No entramos. Está cerrado. Pero se percibe esa tensión entre arte y diseño. Es interesante.

27.
Escaleras abajo, rumanas pidiendo. Pron nos alerta. Son carteristas.

28.
La gastronomía barcelonesa de batalla está en manos de hindúes, árabes y chinos. Los catalanes resisten con su pan con tomate pero la inmigración de levante es fuerte y cuenta con trabajadores aguerridos.

29.
Comemos en un hindú oscuro donde hay un plasma enorme que pasa videos de los astros del pop de bollywood. A Diego se le da por disparar una discusión sobre el peronismo. “Justo acá” pienso yo. En otras mesas mujeres tapadas nos miran comer. La comida es excelente.

30.
Sobremesa, Diego cuenta, entusiasmado, chistes de gallegos. Sami lo mira y lo escucha. Creo que se pondría un turbante y un velo de buena gana.

31.
Presentación del libro La joven Guardia en la hermosa librería La Central. Ignacio Echevarría nos hace mierda, con elegancia. Nosotros le decimos “no somos los peores”. Nos cree a medias. Yo digo: “Bueno, pasaron cuatro años”. Hay un mate dando vueltas. Pron va a decir después que era un mate “peligrosamente telúrico”. Nos regalan a cada uno un ejemplar de Martín Fierro traducido al catalá. Hubiera besado al traductor en la boca. No me pregunten por qué. Son cosas que pasan en el extranjero.

32.
Después, caminando hacia una fonda, somos un grupo nutrido de expatriados de la misma edad. En un baño público, la puerta se descorre y cae un tipo de unos cuarenta años blanco como una lápida. “Crítica literaria honesta y sobredosis en una sola noche es mucho” pienso. Se junta un gentío alrededor del tipo. Tiene el sueter manchado de vomito. La faltan cinco minutos para convertirse en un zombi. Una mujer desde una ventana grita: “Ya está listo, ya está listo”. Su voz suena sintética, como si hablara por atrás de un ventilador untado con aceite de auto. Llega una ambulancia.

33.
En la fonda, autocrítica: “No dijimos muchas veces “boludo”, pero dijimos muchas boludeces”. Pron pide una butifarra con judías al ajo. “Este pibe esta loco” pienso.

34.
Nos vamos de bares. En uno pierdo el gorro de lana, en otro la bufanda. Una bufanda hermosa, gris, simple. Adiós. Y encima repito en mi cabeza las palabras de Rodrigo Fresán que al final de la presentación me cruza con un cincel y me dice: “Me sorprende que digas que en los 90 te sentías presionado por los Derechos Humanos a la hora de escribir. Eso fue en los 80.” Bajé la cabeza. (¿Tendría que haberle dicho que en la década del 90 no escribí ni publiqué una sola línea?)

35.
También escribo en mi libreta: “Qué bien se viste Echevarría, es un dandy, un caza-bombardero libidinal. Así da gusto que te cepillen en público”.

36.
Nos quedamos hablando de política hasta las seis de la mañana con Maxi. Y después, enfrento solo el viaje hasta el otro lado de la ciudad. Aprovecho y me saco una foto en una de esas cabinas del Metro. Tres francos. Sale oscura. Me acuerdo de Arnülf Rainer. Él sí sabe sacarse fotos en las máquinas automáticas del metro.

37.
Empieza a clarear y retomo, en la soledad del tranvía, las palabras de un argentino que vive acá hace años: “Destruyeron la noche, le metieron palo a la ciudad hasta que enderezó.” (Sobre este podría escribir un buen cuento, sus amigos los conocen como el hombre-negativo y encima se llama Schmidt o Schmit. Obviamente podríamos ser grandes amigos.)

38.
Retomo la anécdota de otra argentina. Es profesora de educación física o algo así. Enseña pilates. Me cuenta que les da clases a muchos adictos recuperados. “Algunos vienen con la cara enmohecida, llena de hongos, porque se pasaron toda la década del 90 tirados de un solo lado de la cama”.

39.
Al otro día, preparando una foto grupal: “Che, Hemingway, pará de anotar”.

40.
La Sagrada Familia. Experimento telúrico confuso y exitoso. La vitalidad catalana. Somos grasas con plata y nos hacemos cargo. De eso sale lo sublime.

39.
Camino al Parque Güell con Diego vemos un edificio estilo monoblock atacado con bombas de pintura por vándalos.

40.
Jóvenes catalanas jangoneando en el Parque Güell.

41.
El parque, uso húmedo de los azulejos. El modernismo de Gaudí es de una belleza biológica y amenazante.

42.
En la puerta de La Central hago tiempo esperando que aparezca Vila-Matas y me diga: “Ah, usted es el narrador Terranova, mucho gusto”. Durante unos treinta segundos me transformo en un personaje suyo. Es evidente que alguna vez estuvo en esa librería. Después, me sacudo un poco, como un perro. Hijo de un inmigrante, nací en la Pampa. Mi neurosis es europea, pero mi pesado cuerpo material y mi sistema nervioso son americanos. Luego entro y pregunto por el libro de Calmet. No lo tienen. “¿De donde sale esa idiota debilidad por los vampiro?” pienso.

43.
En una cantina sobre la calle Elizabeth donde nos lleva Pron, Diego finalmente se come su tortilla de papa. Y además, pedimos patatas bravas, pulpitos y cerveza. “Parecen fetos, tienen cara, se podrían usar en un documental católico contra el aborto” me dice Pron de los pulpitos. Es verdad. Entonces, los como sin mirarlos.

44.
Y ahora salimos del metro y estamos esperando el tranvía. Y Pron, usando como escenario el andén, nos da una clase magistral sobre Robotech, analiza por qué es un hito generacional, la confluencia perfecta de una saga espacial tripartita y el soap opera. Diego y yo hacemos algún comentario aprobatorio, pero básicamente lo escuchamos sentados, mientras él, parado, usando las manos y toda su elocuencia de erudito germanista construye las bases teóricas para la perfecta comprensión de esa obra maestra. Cuando termina, cae exhausto a mi lado y le ofrezco de mi jugo de naranja sintético comprado en una máquina robot del metro. Pero él lo rechaza diciendo que es una bebida inmunda.