Por Volquer
El verano en Buenos Aires tiene un raro encanto de calles vacías, menos colas en el banco o los supermercados, burócratas con buena onda porque acaban de volver o les falta poco para irse a la costa y la tranquilidad de andar en bicicleta por Avenida San Martín sin quedar enganchado en las ruedas de un 109. En un punto, enero en Buenos Aires materializa la fantasía del porteño sobre la vida en una capital de provincia: birra fría en la terraza, siesta al son del turbo y sentirse el personaje secundario de una película uruguaya donde en algún momento hay un perro que duerme en la calle y un hincha de Danubio que fuma porro en el baño de una pizzería decadente.
Es imposible ganarle la batalla al verano.
Una de esas tardes de calor, un domingo, tuve la idea de ir al MALBA a ver Gaby la montonera. A los diez minutos de película entendí que estaba pasando algo similar, aunque de signo absolutamente inverso, a lo que sucedió una tarde de sábado allá por 1993 en el cine Rivera Indarte de Flores. Mi padre nos había llevado a mi hermano, que tendría once años, y a mí, que tendría trece, a ver Tango Feroz. En ese momento, lo único que entendí fue que en la parte donde Tanguito se cogía a Ceci Dopazo en la terraza después de haber defeccionado en una manifestación, todo el cine, que tenía un sector pullman y todavía no estaba dividido en salas, explotó como la barra de Argentinos frente a un gol de media cancha de Ortigoza. Fue un momento enorme. Varios años más tarde, en la facultad, hablé de Tango Feroz como la película que prepara ideológicamente el repliegue de la franja politizada de las clases medias urbanas durante el menemismo, construyendo la figura de un rebelde marginal y vagabundo que termina de modo trágico porque “no se vendió” y canta que el amor es más fuerte. Un tipo sensible, un flaneur. Esta imagen de la rebeldía está absolutamente concatenada con el repliegue en los consumos que cimentó la cultura libidinal del neoliberalismo triunfante: Tango Feroz habilita que a Menem no se le reclame la revolución productiva, entre otras cosas. En mi medio social, la película tuvo más fuerza que cualquier libro de Fukuyama.
Pero volvamos al MALBA. Rew. Tras viajar los setenta minutos que me separan de esa versión sexualmente confundida y llena de aluminio del Jockey Club, estaba sentado en segunda fila y entendí, de una forma oscura, que Gaby la montonera venía a cerrar el ciclo de la reivindicación lastimosa de los derechos humanos por parte de una generación derrotada y sin propuestas de actualización doctrinaria. La diferencia, notable, era que Tango Feroz fue un fenómeno masivo, y Gaby la montonera reunía sólo a una extraña paleta de vecinos de Palermo y Barrio Parque, estudiantes de humanidades educados en colegios de elite y morbosos de diverso signo. Mientras pensaba en eso, masticaba caramelos comprados a precio quiosco, empezando a morirme de frío en esas butacas cómodamente refrigeradas por el aire acondicionado más potente de la Capital Federal. Ráfagas heladas que me hacían pensar en el viento de Villa Gesell enredando la crenchas rubias claro claro ceniza de mi vieja, que toma sol con un cocker atado a la reposera.
Ahora, retrocedamos un poquito más. Mientras hacíamos la fila para entrar, le dije a Popi dos cosas: primero, esta película va a parecerme ideológicamente pobre, y segundo, voy a enamorarme perdidamente de Julieta Díaz. Las profecías no siempre se autocumplen: solamente acerté con la primera.
El problema de Gaby la montonera no es sólo que se trata de una película aburrida que gira en el vacío del discurso lacrimógeno y paralizante sobre los setentas, una mala reescritura del Nunca Más digamos, ni que muestre a una Arrostito inexpresiva y bastante descerebrada. Tampoco que genere una fantasía de que ser montonero era romántico y copado, porque no llega ni a eso.
Nada de nada: la película no cuestiona el mito de los militantes idiotas útiles cínicamente manipulados por sus líderes perversos (bastante igual al mito de los pobres cínicamente manipulados por los punteros peronistas en la idea del clientelismo sostenida por las ONGs de la eficiencia y la progresía liberal), sino que más bien lo refuerza. No se entiende cómo llegó Normita a ser una de las primeras de la orga. En realidad, los montoneros no son mostrados como una orga. Eso a pesar de que no está mal ser organizado, ¿no? Los terratenientes que cortan rutas se organizan, y los montoneros también se organizaban. Aunque los del campo son más inteligentes y democráticos, obvio. Son “laburantes”.
Gaby la montonera mecha “reconstrucciones de época” con testimonios de gente que estuvo presa en la ESMA. Como si la “libertad” de ficcionalizar tuviera que ser refrendada por la “verdad” del dolor filmado para las vitrinas del museo y el “saber” de dos o tres especialistas en setentismo para principiantes. Es difícil pensar en algo más lamentablemente progresista que eso. Aunque las reconstrucciones son aceptables técnicamente, se mueven dentro del medio pelo del género y carecen de función adentro de la película. De pronto, pintó ficcionalizar el secuestro a Aramburu y lo hacen, aunque Fernando Abal Medina se parece a más un adolescente que no sabe qué hacer con su pito y por eso fusila a “un general de la nación” que a un militante convencido (humanizándolo de forma superficial, se le quita dimensión a la tragedia). Por suerte la Gaby lo consuela, maternal aunque nunca quiso tener hijos.
Los testimonios son emotivos. Demasiado emotivos. Me trago el sapo otra vez, el discurso me parece lastimoso pero esta gente por lo menos creía en algo más que en el arte y los happy hours con amigos, o por lo menos dice eso. La casi única virtud de la película, no deseada, es que uno se da cuenta de que hay tipos que estaban metidos en las celdas comunes y tenían que bancarse la atención preferencial que tenía la Gaby ahí adentro en la ESMA, y que a pesar de todo la siguen revindicando y hablando de ella como si hubiera sido una santa, mientras que, bien leída, la onda que se sugiere es que ahí adentro ella transa un poco con los milicos.
Por todo esto, Gaby la montonera no es sólo una película. También es un catálogo de las limitaciones de una generación y de una formación intelectual para renovar el imaginario político y emotivo del nacionalismo popular. Sinceramente, hubiera preferido una Gaby resentida, un poco titubeante pero fálica y tirana, trepadora y quilombera. Si el género “da para cualquier cosa porque ya no es relevante en la serie política”, como dice la derecha literaria, hagamos la prueba, faltémosle un poquito el respeto a los bienpensantes culturalmente derrotados. Con amor, como hace Bruzzone en Los Topos. Había recursos y un gran personaje, buenas intenciones, tal vez faltó encontrar la historia. O no hubo presupuesto, no importa. El problema, entonces, no es que en esta película Gaby no pueda enamorar a nadie, ni las flojeras múltiples. El problema es la oportunidad desperdiciada.
Al final de la película, Julieta Díaz (haciendo de Julieta Díaz, no de Gaby) aparece en los jardines de la entrada a la ESMA, abrazada con una señora que estuvo secuestrada ahí y con las hijas de esa señora.
Sentí vergüenza ajena y nos fuimos antes de que encendieran las luces.
Afuera hacía mucho calor.