El remisero absoluto

Por Volquer

Foto: Illya Kuryaki & The Valderramas; Chaco

Hace alrededor de una semana, viajaba en un remis Fiat Siena modelo 2004, con fallas en los amortiguadores y un capot color chapa natural que despedía un humito dudoso por las rendijas laterales. El viaje era el inicio de otro viaje, pero el destino inmediato era el aeropuerto de Ezeiza. Dentro de lo posible, todo funcionaba más o menos bien para un miércoles a las tres de la tarde. El tránsito un poco pesado, la autopista brillante y opaca al mismo tiempo. Las casas que dan a la autopista como las partes destapadas de un cuerpo vigilado mientras duerme. El olor a pasto en el instante justo en que sus raíces empiezan a secarse, la respiración de neumáticos en contacto con el asfalto caliente. Y el sol. Tamizado por la suciedad del parabrisas. 

La cuestión es que, de repente, el tránsito empezó a ponerse espeso. Cada vez más lento, hasta que el Siena se detuvo por completo. Hacia delante, un dominó de techos metalizados. Imposible seguir. En menos de cinco minutos, el locutor de Radio 10 nos contó que a unos dos kilómetros había sucedido un triple choque. Un charter que iba para Ituzaingó contra un camión y dos o tres autos. No había muertos, pero las ambulancias recién estaban en camino.

En este punto, tengo que presentar al remisero absoluto. Se llama Juan Carlos, y trabaja para la agencia de remises más barata de La Paternal. Yo no lo conocía. En el camino hacia lo de mi padre, habíamos hablado del modelo económico brasileño y sus diferencias con el argentino. Juan Carlos era un gran admirador de los brasileños, y me contó que cada vez con más frecuencia tenía que ir a al aeropuerto a buscar técnicos e ingenieros de una empresa de autopartes de ese país que estaba a punto de abrir una fábrica acá en Buenos Aires. Me dijo que él mismo les reservaba hotel, que lo hacía gratis, y que los brasileños ya lo conocían y le dejaban buenas propinas aunque en general eran bastante amarretes. También me contó que todavía estaban con dudas sobre si poner o no la planta acá porque la casa matriz de las autopartes era francesa y consideraba muy riesgoso invertir en un país como el nuestro porque piensan que la presidenta está loca y que en cualquier momento esto puede transformarse en Venezuela.

De vez en cuando, el celular le sonaba con un ringtone muy extraño. Era la voz de un bebé, un poco siniestra. El bebé decía “atendé, abuelo”, y Juan Carlos atendía. Pero la que llamaba casi siempre era su hija, que tenía un problema con una máquina de coser que no le funcionaba y no le querían cambiar.

Apenas la fila de autos en la que estábamos dejó de avanzar, JC miró el reloj y nos preguntó a qué hora salía el vuelo. No nos había preguntado dónde íbamos. Le dijimos el horario y contesto: “entonces va a haber que hacer algo”. Se secó la frente con un pañuelo. Se acomodó los anteojos. Y empezó a volantear.

Primero metió trompa y se cruzó casi en noventa grados los dos carriles de autos exhaustos que lo putearon en miles de idiomas. Juan Carlos siempre levantaba la mano y decía perdón, perdón, como para él mismo. Salimos a colectora. Ahí, el embotellamiento era todavía peor. Todos habían querido hacer lo mismo, y el clima era insostenible. Apenas vi a los primeros que bajaban de sus autos, tuve un flash cortito, de esos que le dan otro peso al aire que mantenés en los pulmones. Pensé en el cuento ese de Cortázar, en el momento en que lo había leído, en Villa Gesell, un invierno helado, las calles tapizadas en arena húmeda. Es así: Cortázar configuró la matriz emotiva desde la que vivo mis viajes en bondi y mis embotellamientos, por lo menos hasta hace unos ocho o nueve años, o sea casi un tercio de mi vida. Triste o no, es cierto.

Mientras yo pensaba y sentía estas boludeces, Juan Carlos no perdió el tiempo. Se metió por Mataderos, rodeó partes muy pauperizadas que me hicieron pensar en la zona de La Lechería, acá en Paternal, mientras mi viejo, y supongo que yo también, miraba el paisaje con miedo de no llegar, de estarnos alejando cada vez más de la limpieza y el olor a Cif del aeropuerto. Juan Carlos aceleraba, no respetaba los semáforos, bordeó la cancha de Chicago, se perdió, se metió en una villa y salió corriendo, Tapiales, Avenida Piedrabuena, De los Corrales, Celina, giros en U, mucho zigzag. Media hora de pánico y locura en medio de la bonanza automovilística de la que pocos reniegan. Juan Carlos, sin lugar a dudas, entraba en esa línea, en la tradición de los rastreadores. Era un abductor nato.

Fue emocionante. Quizás fue más emocionante que todo lo que iba a venir después. O quizás fue una metáfora invertida de lo que iba a venir después. Pero eso ahora no importa.

Mientras manejaba, Juan Carlos nos contó la historia de su vida. Había heredado una imprenta de su padre, pero la hiperinflación de fines del gobierno de Alfonsín lo había reventado financieramente. Pudo mantenerse en base a préstamos y alguna hipoteca hasta fines de los noventa, cuando quebró definitivamente. Había llegado a tener veinte empleados, y clientes en todo el país. Fue guardia en un supermercado, manejó un taxi. Hasta que después de 2001 invirtió los dólares que tenía guardados en su casa para comprarse el remís.

Cuando volvimos a salir a la autopista, la encontramos totalmente vacía. Una pista de aterrizaje para ovins. Se había nublado. En Radio 10, el locutor decía que el embotellamiento se había extendido hasta la General Paz.

A la vuelta, después de pasar por la aduana, me acerqué a un teléfono público para llamarlo y que nos viniera a buscar. Hablé con la agencia, y pedí específicamente por él. Pero vino otro auto, un Peugeot 405, limpio y con olor a limón químico. El chofer nos ayudó con las valijas, y cuando le preguntamos por Juan Carlos, nos dijo que no lo conocía. Que, hasta donde él sabía, en la agencia no había ningún Fiat Siena, por lo menos desde hacía dos años.

Sobre la cumbia-rock




Por Diego Vecino

El Cultura del Perfil del 16 de Marzo me deparó un instante de íntima satisfacción. Hasta diría que de felicidad. Un berretín de felicidad que casi no tiene que ver con el Cultura del Perfil. Damián Tabarovsky armó su columna escribiendo sobre Los Saicos, una gran banda de punk rock peruana con un solo disco, editado a mediados de la década del ‘60.

Se lo consigue en los programas clásicos de descarga bajo el dudoso título de Wild Teen Punk Rock from Perú, 1965. Ese nombre probablemente sea el de una reedición más hitera y no el original. Para el momento en que nacían Los Saicos el término “punk rock” no existía. Tampoco existía -quizás sólo tímidamente- su antecedente directo, el garage. Algunos datos del conocimiento general: Kick out the jams es de 1969, mismo año que el primero de The Stooges. You really got me es del ’64 -este tema casi que directamente provocaría el garage- y 96 Tears, de otra banda con sus excentricidades -Question Mark & The Mysterians: al cantante jamás se lo vió en público sin anteojos oscuros, tampoco se sabe nada de su biografía, ni si sigue vivo o qué-, es de 1966.

Los Saicos, entonces, son una banda punk a diez años del punk en Lima, Perú.

Hace muchísimo investigaba el género en sus detalles. Iba a recitales y tenía una novia punk. En fin, una mezcla de circunstancias. El prototipo libidinal de nuestra época es la estrella de rock -dice Volquer- y yo tenía interés en parecerme un poco a una. Como no podía, leía sobre el género o miraba documentales. Acechaba bandas ignotas y llevaba un blog. A Los Saicos les armé un post que no tuvo mucho éxito.

Lo de Tabarovsky fue algo así como una revancha. Los Saicos fueron una gran banda, aunque más en teoría que musicalmente, y merecían ser reivindicadas. Su influencia duda entre ser vasta, subterránea o directamente improcedente. Por ahí hasta las tres juntas. En su artículo del 23 de Marzo, Tabarovsky decía que siempre que hace esas anotaciones sobre temas no-literarios (cultura pop, rock, programas de televisión, vanguardias) recibe muchos mails y el artículo promueve discusiones. Cuando escribe sobre literatura, en cambio, no pasa nada. Hay siempre algo feliz en que un crítico literario reflexione sobre rock. No se si es que la aplicación de esquemas provenientes de otros campos del conocimiento rompe un poco con las fórmulas standarizadas que la crítica de rock ha sabido acuñar no necesariamente como un defecto, o si definitivamente el análisis de Tabarovsky es bueno en sí mismo y listo. Lo que sí intuyo quizás es que esos modelos tan ritualizados si se aplicasen a una novela, se vuelven heterodoxos cuando se los utiliza como prisma para leer una banda de rock peruana de los ’60. O, en todo caso, que esos mecanismos interpelan ciertas visiones del sentido común que indican que es extremadamente “jugado” leer productos culturales en apariencia “bajos” desde posiciones “refinadas” o legitimadas, como la que se supondría ocupa Damián Tabarovsky.

Sin embargo, el hecho de que el rock (o el cine barato o las series de televisión) sean objetos culturales deprestigiados porque son “de masas” es una visión ya en crisis, y sumamente discutible, aún a pesar de que en los diarios todavía aparezcan en suplementos distintos al cultural: el “joven” o Espectáculos.

La kumbia

Con todo esto voy a las Kumbia Queers. Una banda más o menos nueva de chicas lesbianas, reventadas, provenientes del punk (Satan Dealers, la mayoría), que decidieron incorporar la cumbia al horizonte de lo posible en el rock. El resultado es una confluencia sugestiva entre identidades, aunque para nada inesperada. Al fin y al cabo, era cuestión de tiempo que el rock absorbiera a la cumbia, o viceversa, o que, mejor dicho, se relacionasen mutuamente bajo la lógica y el lenguaje de la polución, ambos como expresiones fronterizas de una cultura popular de difícil definición –ejemplos abundan: Pablo Lescano, el Potro Rodrigo, la Mona Giménez, el cover cumbiero de Ji Ji Ji, etc.–.

Con pautas estéticas estrictamente del rock (“kumbia”, con k; la gráfica del disco o incluso los covers: Madonna, The Cure, Bronco, Black Sabbath, Nancy Sinatra), las Kumbia Queers son el paso más adelantado en esa yuxtaposición de estilos entre el punk y la cumbia. Problemático, a la vez, porque pone en crisis la relación entre dos géneros que en principio nacieron con la sensación de oposición. Así como en los primeros años de esta década se contribuyó a destruir los límites entre el punk y el “rock nacional” con el arribo de los festivales multitudinarios de bandas más o menos disímiles que tendieron a construir un clima de fraternidad entre géneros (“Está buenísimo que podamos juntarnos todos y que no haya bardo entre las tribus”, decía el cantante de una banda punk con motivo de un Quilmes Rock); este experimento parece avanzar en pos de la construcción de una identidad que fusione esas expresiones con la cumbia y con la cultura popular. En esa tensión hay política, indudablemente. También la idea un poco rara de que para recuperar la potencialidad política perdida el punk deba hacer el postergado recorrido hacia la cumbia. O quizás, al revés: que para que la cumbia pueda ser absorbida por la maquinaria de producción y distribución capitalista deba pasar por el prisma del rock, aunque este no es el caso, para felicidad nuestra.

La cumbia

En 1995, en un recital en Hurlingham, Flema interpreta Honky Tonk Woman. La banda produce ruidos, chillidos, alaridos, pánico. Sólo vagamente se identifica la canción original. Ricky no sabe o no canta la letra. Es una pura afirmación del rock, análoga a lo que hacen los Sex Pistols con Jhonny B. Goode. Antes de los primeros acordes, Ricky dice: “Mientras tanto vamos a hacer un tema de los Rolling Stones, y al que no le guste que se vaya a la concha de su madre”.

En 2005, diez años después de esa interpretación, la banda de punk Explenden toca en un tributo a Ricky en SpeedKing un tema que se llama “La herencia de Menem”. Su reiterada consigna es “Muerte a la cumbia” y la aprobación del público es total.

¿Cómo puede interpretarse el derrotero que va de 1995 a ese 2005 y que finalmente se expresa como un equívoco, difícil de ignorar? Una respuesta posible es que Ricky Espinosa fue un héroe y que, en cambio, ese punk que llama a asesinar a la cumbia está más alimentado por las persistentes tradiciones culturales del menemismo (pauperización ideológica, ansias de formular identidades “hacia arriba”) que por la prédica desjerarquizadora de un género que nació para violentar los contornos de las definiciones dadas. Como en Los Saicos o en las Kumbia Queers.

Diario de lecturas (uno)

Por Juan Terranova


Hoy estaba escribiendo y me acordé de cuando estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras. Entré en la carrera en el 93. En una materia se leía en voz alta la pregunta de Respiración Artificial, ¿quién de nosotros escribirá el Facundo? Una pregunta que no era retórica y que exhibía hasta que nivel había llegado la arrogancia de una generación que quería ser, contra todos, la última. Una vez, un grupito de alumnos empobrecidos respondió, con timidez, si el Nunca Más podía ser considerado como candidato. Me acuerdo que la docente se ofuscó. Y dijo que el “libro de la restauración democrática” era "una reparación, un compendio que miraba el pasado y no al futuro". Resultaba obvio que entre Sábato y Sarmiento había más que un siglo.

En ese momento, entendí la tambaleante respuesta de los alumnos como una prueba de la eficiencia del discurso adoctrinador y mediático del alfonsinismo. Sin embargo, ahora tengo mis dudas. El Nunca Más también puede ser leído como un programa de dominación, de negación de la identidad política: un programa que llama a la pacificación después de la derrota, pero que también deja bien posicionados y con un fuerte poder simbólico a los perdedores de cara a las nuevas generaciones.

Mi respuesta a la pregunta ya clásica de Piglia era irreverente. Proponía a Mi Lucha de Adolf Hitler como la mejor reescritura del Facundo en el siglo XX.
- Para empezar es un libro alemán... -dijo una vez un pibito que se hizo el indignado.
Y yo:
- Bueno, lo escribió un austriaco para el palco del mundo.
Mi serie era clara: El Reich, París, Argelia, Buenos Aires, Washington, la doctrina Rostow, la CIA. Pero no. Era una chicana que funcionaba a medias, demasiado artificial, demasiado pop. La lectura no mordía porque los alumnos pensaban con categorías de “buenos” y “malos” que habían aprendido del cine ATP de los 80. Por mi parte, yo pensaba que la los docentes universitarios eran unos idiotas. Después me convertí en uno. Y lo confirmé.

Los mitos y la birra




Por Volquer

El otro día, después de leer un post del Kameyo en La Contrarreforma, pensé que el mejor relato de lo nacional, desde que tengo memoria, nació de las publicidades de la cerveza Quilmes. El mito argentino, según Quilmes, se desdoblaba en dos: por un lado, un pasado lleno de bríos que se truncó de alguna manera en la que no valía la pena ahondar porque lo importante era la posibilidad de recuperación. Maradona cayéndose en el glorioso gol a los belgas en México 86, el granero del mundo.Por otra parte, un presente donde la modernidad a las patadas era recuperada en tono festivo por la épica clasemediera sustentada en el mito de la singularidad. La gran mayoría de los países latinoamericanos creen que su “cerveza nacional” es la mejor del mundo; Quilmes nunca dijo ser la mejor cerveza. Estaría bueno preguntarse por qué, si hace diez años tenía las credenciales para hacerlo.


Lo interesante, sin embargo, es que su operación era más bien una extrapolación de imágenes del paraíso clasemediero (los amigos, las pizzerías, el calor humano, la amistad, los berretines, el sabor del encuentro) como emblema de lo nacional, y, desde esta plataforma, una proyección hacia el resto del mundo con el fútbol como caballito de batalla. Hacia adentro, la comunidad porteña como universal irrenunciable, hacia fuera, la épica de ser los más habilidosos (Maradona), los más dotados, pero también los que ponen más huevos, porque en el fondo todos sabemos muy bien, y sino pregúntenle al Loco Bielsa (siamés no reconocido de José Luis Machinea), que los mejores son otros y usan una camiseta amarilla de cuellito verde.Sin mito, no hay marketing que aguante.Quilmes nunca habló como un sponsor oficial de la pasión. Siempre habló como la pasión misma.Por eso las narraciones de Quilmes eran tan performativas y sus publicidades más de una vez me hicieron humedecer los ojos frente a la tele. ¿Querés Trainspotting? ¿Te comiste la del pop inglés en un sótano de Congreso? Acá hay clientelismo político papi, y las drogas nos llegan quince años más tarde y bien administradas. El peronismo, otra vez, como el hecho maldito del marketing argentino. Mi hermano, que ahora galopa el baby boom boom kid kirchnerista, tenía un casete grabado con cosas de Blur, Supergrass, Pulp y todo eso, y al final el tema de la propaganda de Quilmes.

Gol, gol, gol, en tu cabeza hay un gol. This is hardcore. Porteñidad, decíamos. Lo que en el ocaso del neoliberalismo como sistema económico y moral aparecía en la forma de un pibe que se iba a levantar checas a Europa pero añoraba a su chevecha, se reconvirtió rápidamente en la celebración costumbrista de un ethos. Ahí tenemos una elaboración del trauma (el exilio forzoso de los chicos de clase media pauperizada del gobierno de De la Rúa) por medio de la erotización y la nostalgia. De ahí a la glamurización de las privaciones hay un paso. Es lo que pasó en el comercial ese de la playa, filmado por la agencia del hijo de Armando Bo, y en el que seguro que participó otro Fogwill, Andy, el hijo, que trabaja de director publicitario. Si ya no podemos irnos a Cancún o a Miami, no importa, porque el verano en realidad es folklore, es la comunidad por fuera de trabajo, es la seducción, los amigos. La comunidad imaginada por el liberalismo. El verano es Quilmes. La nación, el mito, es el verano. ¿O es Quilmes?El reclamo del resurgimiento de una burguesía nacional anidaba también en esa historia de amor donde el escenario privilegiado era de nuevo la playa. A Europa se va a coger rubias liberadas, a Miami se va a comprar minicomponentes Aiwa de dos toneladas, a Cancún se va a ver peces de colores. A Mar del Plata se va a enamorarse. El encuentro entre el capital y el trabajo ahora sí es posible, porque en las playas argentinas es donde puede producirse el verdadero acontecimiento, ese que según dicen retramita la gramática de lo real y la geografía de los cuerpos.

Y entonces, cuando parecía que el ente podía llegar a reconciliarse con el ser, cuando la burguesía cervecera podía apostar por un modelo de país, vino la hecatombe. A Quilmes la compraron los de cuellito verde. En realidad la compró AmBev, la filial brasilera de ImBev. AmBev es Brahma, Imbev es Stella Artois, entre muchísimas otras. En 2006, un grupo belga-brasileño paga 1200 millones de dólares y se queda con el 91% del paquete accionario, del cual ya había comprado el 35% en 2002, mientras fusilaban a un par de piqueteros y con ellos a los sueños infantiles del autonomismo. Ahí, en 2002, empezó la debacle de la marca. Un poco después. Cuando empezaron a negociar la compra total, supongo. Los belga-brasileros sabían que a partir de que se hiciera pública la compra de la otra parte de la tarasca se les iba a hacer muy difícil comunicar nacionalidad. Bastante difícil. Isenbeck ya los había chicaneado en 2002.

Tal vez no sea importante, pero los tipos de marketing son así. La estrategia que tomaron entonces fue mediocre. Por un lado, hicieron mierda a Quilmes. Cada vez menos aparición en los medios, baja en la calidad del producto. A esto lo hicieron porque Quilmes, en un caso bastante común entre las “cervezas nacionales” de los países latinoamericanos, hegemonizaba un espectro de representaciones que iba desde el discurso popular, en nuestro país encarnado por el aguante, y el deseo mundializador y modernizante, posmoderno en el sentido trivial de la palabra, de las clases más favorecidas. Esa duplicidad salía en cualquier focus y llevaba a Quilmes a un dominio bastante importante del mercado. Como no iban a poder comunicar más nacionalidad, la quebraron. Stella para los chetos, peleándole a Heineken, y Quilmes ahí, residual, compitiendo con la Schneider y con la Brahma, reducida a su consumo popular y más clásico.

Chau mito. Polarización. Quilmes se quedó un buen tiempo en las sombras. La burguesía nacional, en este caso, no estuvo a la altura de las circunstancias. Los hijos de Otto Bemberg metieron la guita a plazo fijo o hicieron edificios en Palermo. Hoy, en un golpe de timón, comunican historia. El valor de que “siempre estuvo ahí”, más allá de que sea o no sea argentina.Fogwill, que les había “inventado” el slogan según cuenta otro mito, trabaja de asesor cultural de Macri. Su hijo, por lo menos, seguirá trabajando para Quilmes, yendo a raves en Rio de Janeiro en un jet privado, a las dos de la mañana.Lo peor de todo es que el otro día, en un bar, la moza nos ofreció Stella o Quilmes. Un pibe contestó rápido y dijo Quilmes, traeme Quilmes. La Stella es la cerveza de los intelectuales. Y tenía razón.