Barcelona-Madrid (5)




Por Juan Terranova



105.
Terminadas las actividades, bien anudado el paquete de los “jóvenes escritores argentinos”, lo que nos queda es dejar el hotel y pasar un fin de semana de descanso en Madrid. Así que nos vamos a una pensión a media cuadra de Puerta del Sol. Se llama Hostal Villarubia y si las paredes fueran links, al apretarlas con las manos volvería a la casa de mi abuela materna en Flores. Previo paso por una ética americana de la limpieza y unos doscientos litros de detergente, hay que decir.

106.
Todos queremos ver la cara de Maxi cuando entre al hostal.

107.
Cuando vamos a pagar, nos hacen pasar a la cocina y en un raro acto de pudor, la mujer tapa las mondaduras de las papa que hay sobre la mesa con un diario.

108.
“Yo soy Jesús, ella es lucía, somos del país vasco.”

109.
Lo peor es el olor.

110.
Pron está escribiendo para Etiqueta Negra una crónica sobre los “jóvenes escritores argentinos en España” y también toma notas. (Sami no toma notas pero cada tanto la veo corrigiendo, obsesivamente, sus cuentos, cuentos incluso que ya están publicados, Dios mío, cuentos que ya tienen dos publicaciones. Y Diego no toma notas porque se dedica a fumar, a comprar comics –todos de excelente calidad– y preguntar dónde se puede comer tortilla de papa.)

111.
En un momento nos escapamos con Pron a una librería de viejo. Disfruto la excursión por la calle Fontcarral. Llegamos y la librería está cerrada pero da sobre una plaza. Falta media hora para que abra, así que tomamos un te en la cantina de al lado. Pron aprovecha para preguntarme cosas para la crónica. Hablamos bastante y yo digo: “Esto no lo pongas” y “esto ponelo”. También digo que voy a escribir dos novelas, una que empiece con la frase “Tengo dinero” y otra con la frase “No tengo dinero”. Cuando la librería abre, me compró una edición de bolsillo de los diarios de Rommel. El hombre joven que nos cobra nos hace un descuento de dos euros a cada uno. Pron dice que fue porque “hicimos el show de los jóvenes escritores, discutiendo mientras revisábamos los anaqueles”.

112.
Volvemos al hotel. Maxi, que no había formado parte de la avanzada, se queja del lugar y se ríe.
— Cuando hagamos la revolución todos los hoteles van a ser como este —digo yo, muy serio.
— A mí fusílenme de entrada entonces, sin mala onda, pero mejor me fusilan de entrada y listo— responde Pron.
Alguien dice: “Hablando de síndrome de down este es el hotel de la incapacidad madrileña” pero no recuerdo quién. No lo anoté en la libreta.

113.
Después sufrimos un raid de lugares turísticos, más lugares turísticos, monumentos, obras de arte, más obras de arte, geniales museos, obras maestras, edificios históricos, más obras maestras, y finalmente volvemos al hotel donde el olor sigue siendo a fritura, sudor, pedos y encierro.

114.
Lo único que realmente me gusta del Reina Sofía es descubrir, en una pared, solo como flor de orilla, el folleto que hizo Miró en plena lucha contra el fascismo español y que ilustra la tapa de mi Historia de España de Pierre Vilar.






115.
La primera noche en el hostal, el hijo de puta de Maxi me pega un almohadazo con muchísima fuerza en la cara para que deje de roncar. Y encima después con Diego se ríen porque me despierto gritando y tirando golpes al aire. Insensibles. Se nota que nunca estuvieron casados.

116.
Entonces, es un día despejado, el cielo está azul, no hay nubes y aparecemos en un puente muy bello. De un lado se ve la ciudad, unos de los barrios viejos, y del otro, a lo lejos, sierras, el final de la meseta castellana entre brumas. Los costados del puente, sin embargo, están protegidos por una larga y firme mampara de vidrio verde, ya bastante castigada por la inteperie.
— Acá se suicidaban los poetas de los años veinte —dice Morato, señalando la mampara—. Claro que esto lo pusieron ahora, porque la gente se seguía tirando.
Examino las planchas de vidrio y veo que están sujetas con grampas acero. Son gruesas y apenas vibran si unos las sacude. Entre el suelo y el principio de la mampara hay una luz de unos quince centímetros, quizás más. El vidrio tiene media pulgada de grosor, quizás más.
— Yo paso por ahí abajo —digo.
Que no, que sí. Que no, que sí.
— Bueno, te apuesto cinco euros a que paso —le digo Diego.
Pero a Diego le gustan demasiado sus euros.
Saco cinco pesos perdidos de mi billetera.
— Cinco pesos —digo.
Los cinco pesos parecen poca cosa encerrados en la mampara europea.
Diego saca otros cinco pesos.
Morato hace de juez.
Empiezo bien, paso las piernas con facilidad, la panza también, pero entonces siento el filo del vidrio en el pecho, chocando contra los huesos del esternón. Pruebo boca abajo, pero el asfalto está demasiado sucio y la posición no es buena. Giro. Intento otra vez. Es muy poco lo que me falta. Empiezan a sacar fotos. Me río y me desconcentro. Un hombre pasa y me señala. No entiendo lo que dice, pero me gustaría que dijera: “Oiga, poeta, hay formas más fáciles de matarse”. Con un poco de presión logro pasar las costilla, pero el hueso del centro del pecho se traba.
Desisto.
Me levanto.
Diego quiere el dinero, pero automáticamente Pron se tira al suelo y rueda por abajo de la mampara. Desde el otro lado, aplaudido, baila haciendo la coreografía de Staying alive de Bee Gees. Alguien dice: “Ahora te tenés que tirar”. Pron vuelve de este lado de la mampara y se lleva el dinero. Después nos vamos a otra bar a almorzar unas tapas y Diego pide pan con cesina.

117.
La FNAC no está buena. Te cargás de electricidad estática por las alfombras. Con tanto papel y plástico y otros inflamables de primera, un poco de combustible podría hacer un desastre. No haría falta la punta ígnea. Con solo regar y esperar que alguien demasiado cargado largue una chispa alcanza. Mientras reviso libros, veo que los niños de la FNAC lloran porque Diego se lleva todos los comics que encuentra. “Es la libertad de mercado” dice cuando le pido que devuelva algo. Los tilda de blandos. Tengo miedo de que nos persigan los padres. “Les hacemos frente” dice Diego, convencido.

118.
En el mercado del Rastro, Diego consigue una valija china por diez euros y yo me compro una máscara antigás.

119.
Saliendo de un bar, en un momento alguien vuelve a hablar de suicidios, dice “suicidios heroicos” y yo escucho “suicidios eróticos”. Cuando se aclara el malentendido, pierdo un poco el interés. (Y logro acotar que la lista de suicidas célebres que hizo Akutagawa antes de morir por mano propia, y en la que incluía a Cristo, debe ser falsa porque no se la encuentra por ningún lado.)

120.
Internet por un euro los quince minutos. Encuentro la carta de Akutagawa. Me gusta, está bien: “El mundo en el que vivo es el de los nervios enfermos, lúcido como el hielo”. Pero toda esa fascinación de los literatos por el suicidio, los clubes de suicidas, las paradojas, las contradicciones y la ética de la autosupresión me resulta bastante banal. Contemos mejor la vida de los que deciden no suicidarse.

121.
Plaza Mayor, arco de la Calle de la Sal. Giselle, la novia de Pron, una venezolana muy linda y perspicaz que me confiesa que ella pasea por Madrid cuando vienen visitas a la ciudad.

122.
Vamos a cenar y Pron dice: “El Museo del jamón es el Tortoni del jamón”. Entramos y él pide melón con jamón y después habla de la teletransportación y de los problemas de su explotación comercial.

123.
Al otro día es lunes y a la noche tenemos que tomar el avión para volver. Quedamos para desayunar en el Café Comercial, Metro Bilbao. Llego después de haberme pedido un poco. Las mesas y las butacas del café son excelentes, cómodas, antiguas. Las paredes con espejos y los mármoles oscuros completan un ambiente ideal para leer. Los mozos son como locutores. Ahí, y no en otro lado, se podría escribir un “Manual de lectura de poesía contemporánea”. Llega Pron y charlamos bastante de libros. Y después me comenta sus ideas sobre la pornografía y sus consecuencias en las juventud. “El café es un veneno para mi cuerpo, pero a mí me encanta” dice.

124.
Nos vamos. Chau, Madrid. Gracias. De corazón.

125.
Ya en el avión, y antes del despegue las azafatas se tientan y ríen a escondidas mientras dan las indicaciones de seguridad. Cuando despegamos pienso que debería escribir una historia de la novela argentina con el estilo de la Historia de España de Vilar. Otra vez encaramos las trece horas de vuelo y el avión se transforma demasiado rápido en una bola de electricidad en el aire. Entonces, anoto en mi libreta: “Una vez salí con una azafata. Una mujer hermosa. Pero loca como una cabra. Y era una locura seria, causaba por la combinación de las demandas de los pasajeros y la presurización de la cabina…”.