Escuché bastantes comentarios suspicaces, fatalmente ingeniosos, sobre el proyecto “2010-Una nueva postal para la Argentina”. El favorito, muy argentino: que es todo un curro. De Macri, de Cristina, del mercado financiero, de los burócratas sindicales del espacio. De alguien. En cambio, yo prefiero pensar que es un gesto lindo y nada más. Porque mis amigos tienen razón: ver malignos intereses de clase en todos lados a veces es exagerado o cansador.
Entonces, el fin de semana pasado fui al Abasto: vi “Un novio para mi mujer”, voté para el nuevo edificio-monumento del Bicentenario y compré dos volúmenes de la “La Voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en Argentina”.
Si alguno tuvo la oportunidad de mirar los proyectos finalistas se habrá dado cuenta de dos cosas. Primero, que algunos son delirantes: un edificio lineal cuadrado que hace las veces de ventana megalómana por donde se enmarca un pedazo del Río de la Plata o de la ciudad, según de donde se mire; un gran “edificio longitudinal, inspirado en las planicies pampeanas” con una estética industrial-futurista que más que en Buenos Aires hace pensar en la reproducción que de Buenos Aires se haría en alguna versión del GTA; o una serie de 144 “agujas” elevadas sobre el río que se mecen con el viento como juncos desproporcionados. Segundo, que otros son sosos: un Museo Guggenheim con diseño tipo Palermo; un puente parquizado muy aburrido, como el que hay en la Facultad de Derecho pero más grande, o “dos placas transparentes compuestas por láminas de cristal con circulación vertical y servicios” (sic).
La mayoría mantienen una estética sobria, ajustada a los cánones de diseño más refinado de nuestro tiempo, muy en sintonía con el “peronismo de gestión” que propone el kirchnerismo: curvas delicadas, espacios en blanco, minimalismo. ¿Qué otra cosa podría pedirse? Por lo menos no nos van a construir la torre más alta de América, destinada a conmemorar el bicentenario de México, sensiblemente horrible. Ni tampoco nuestro edificio del Congreso otorga esa sensación de estar tomando una sopa y leyendo a Aira, como el de Brasil.
Hay uno, sin embargo, que llama la atención: el “Edificio Digital”. Es “un complejo de módulos que reproducen imágenes digitalizadas”. O sea, televisores gigantes. Once televisores gigantes, que pasan imágenes variopintas de la historia argentina: 1810, 1853, 1890, el yrigoyenismo, la década infame, el General risueño, la Fusiladora, la última dictadura, la vuelta a la democracia. Los últimos dos corresponden a los años recientes y son, en el prototipo, Cristina asumiendo el mando y Curuchet ganando la medalla dorada. En el medio hay una mano abierta, alzada al cielo, sangrando.
Es el monumento menemista. La mente menemista trabajando, al servicio de las festividades patrias: once pantallas enfermantemente grandes en la parte más cara de Buenos Aires apelan a una difusa sensibilidad argentina a través de un revestimiento de reflexión intelectual-histórica que desjerarquiza los períodos históricos y periodiza la historia horizontalmente, cuya culminación es un módico hito deportivo que es a la vez significativo: el triunfo, inesperado, genuino e intrascendente y el exitismo argentino, fundidos.
Creo que es el que hay que votar, pero no pude. Mi matriz progre pequeño-burguesa me lo impidió y terminé eligiendo un mirador de 200 metros que termina en dos puntas y se ilumina bellamente por la noche, desde donde se puede mirar la ciudad y el Río de la Plata; un edificio obvio y lindo, una cosa elegante y no muy estrafalaria. Seguro que si estaba con Vanoli me obligaba a votar por el Edificio Digital, pero no estaba y ahora me arrepiento. Lo pienso, de hecho, y me doy cuenta de que me siento un poco miserable por no animarme a arruinar la ciudad con un símbolo verdaderamente representativo de este curro inmenso y esquivo que es Buenos Aires, con sus ínfulas, su herencia unitaria, sus sueños, su teatro de revistas, su macrismo, su prepotencia y su ceguera.