Por Juan Terranova
Empiezo a leer Nabokov y su Lolita de Nina Berberova. Ayer terminé de corregir un ensayo bastante largo, unas veinte páginas, sobre 76 de Félix Bruzzone. Hoy paro, me salgo de la computadora y enseguida entiendo que aprendizaje y lectura son actividades opuestas. Primero, leemos como nos enseñan, los libros que nos enseñan, y esa enseñanza tiene mucho que ver con una tradición. Ese primer momento, donde el gusto propio se forja a partir del gusto de los demás, es un momento curioso porque decimos que leemos pero, en realidad, reproducimos lecturas ajenas. Hasta acá todo más o menos previsible. El tema es que muchos docentes y artistas nunca empiezan a leer por sí mismos.
Hoy finalmente tuve que aceptar ante mí mismo que la idea que tengo del arte de la narración es evolutiva. Una evolución no lineal, por supuesto. Ni espiralada. Más bien con forma de helicoide. Escribimos y si lo hacemos bien, ponemos un escalón más en el resorte de la historia. Siempre pasando por el mismo punto pero sin salirse del tiempo, que tiene una sola dirección. Uno podría decir, un poco a lo Pierre Menard, que el tiempo es irrefrenable entonces no es posible detener el resorte. Pero la conocida cita de Hegel marca que uno puede elegir ser contemporáneo de sí mismo, o vivir en una caja oscura y húmeda. Por otra parte, la idea de evolución parece negativa en el arte, un malentendido nocivo, un préstamo imposible, darwinismo social. Está siempre el burócrata del subsidio que señala la obra maestra del pasado y dice: “¡Miren! ¡Miren! ¡Ah, qué maravilla!”. El hombre moderno es esencialmente nostálgico y demagógico.
Pero no estoy solo. Lo encuentro en Nabokov: “Todo lo demás es hojarasca temática solidificada en inmensos bloques de yeso cuidadosamente transmitidos de época en época, hasta que al fin aparece alguien con un martillo y hace una buena rajadura a Balzac, a Gorki, a Mann”. Discútanlo con él, si prefieren.