Por Juan Terranova
Osvaldo Lamborghini no me interesa. Lo leí por primera vez en la facultad. Lo daba un tipo que enseñaba teoría y que tenía las orejas deformes. Hablaba de Lamborghini como si fuera Shakespeare. Leímos El Fiord, que me resultó gracioso, y La causa justa que me aburrió. Uno puede entender porque El Fiord o El niño proletario son atractivos para los docentes universitarios; el culto a Lamborghini, sin embargo, solamente se comprende como una herencia. La relectura en clave libidinal del peronismo que hace es ocurrente y, al mismo tiempo, tosca y poco productiva. Leído hoy es como un chiste que perdió la gracia hace tiempo. Entonces, hay dos lectores de Lamborghini, los que lo conocieron, y compartieron sus miserias y su talento, y a los que les fue dado como bibliografía obligatoria.
Ahora tengo a mano el suplemento cultural de La Nación que lo saca en la tapa por la biografía que escribió Ricardo Strafacce. La mirada socarrona y la boca perversa en las fotos de juventud no me distrae. Strafacce es, en esto, el verdadero gran corruptor, el verdadero enviado del dolor. Lamborgini quería escandalizar, transgredir. Lo logró a medias. (¿A quienes? ¿A cuántos? La trasgresión de hoy es hambre para mañana.) Implacable, Strafacce lo agarra de la solapa y juega del otro lado. Es prolijo, eficiente, exhaustivo. Su gesto es claro. A los reacios, a los esquivos, a los revolucionarios, los pone a trabajar, a escribir, a producir. Como San Pablo, que caminó hasta Oriente para que Cristo fuera el Mesías, Strafacce se propuso y cumplió la Verdadera Gran Operación.
No la leí toda, pero alcanzan unos fragmentos para darse cuenta de que Osvaldo Lamborghini, una biografía le devuelve a la crítica literaria la épica que practicaban Rojas, Martínez Estrada y David Viñas, pero esta vez el objeto de estudio no es el ser nacional y ni las esquivas relaciones entre literatura y política. En el centro de la mirada, hay un escritor secundario, revulsivo, talentoso, mito de bar histérico, un cuco que sirve para asustar estudiantes de humanidades y viejitas, pero cuya vida da para más de mil páginas. De ahí que si tengo que elegir entre Lamborghini y Strafacce, prefiero a Strafacce. Me quedo con el meticuloso biógrafo que asume su rol segundo y, a base de trabajo, minuciosidad, constancia y esfuerzo, construye una obra que transforma su objeto, al mismo tiempo que lo narra y lo complejiza. Siempre es una buena historia la del discípulo inteligente que roba, trafica, crece y cambia los cuadros de lugar cuando el maestro duerme la siesta.
Osvaldo Lamborghini no me interesa. Lo leí por primera vez en la facultad. Lo daba un tipo que enseñaba teoría y que tenía las orejas deformes. Hablaba de Lamborghini como si fuera Shakespeare. Leímos El Fiord, que me resultó gracioso, y La causa justa que me aburrió. Uno puede entender porque El Fiord o El niño proletario son atractivos para los docentes universitarios; el culto a Lamborghini, sin embargo, solamente se comprende como una herencia. La relectura en clave libidinal del peronismo que hace es ocurrente y, al mismo tiempo, tosca y poco productiva. Leído hoy es como un chiste que perdió la gracia hace tiempo. Entonces, hay dos lectores de Lamborghini, los que lo conocieron, y compartieron sus miserias y su talento, y a los que les fue dado como bibliografía obligatoria.
Ahora tengo a mano el suplemento cultural de La Nación que lo saca en la tapa por la biografía que escribió Ricardo Strafacce. La mirada socarrona y la boca perversa en las fotos de juventud no me distrae. Strafacce es, en esto, el verdadero gran corruptor, el verdadero enviado del dolor. Lamborgini quería escandalizar, transgredir. Lo logró a medias. (¿A quienes? ¿A cuántos? La trasgresión de hoy es hambre para mañana.) Implacable, Strafacce lo agarra de la solapa y juega del otro lado. Es prolijo, eficiente, exhaustivo. Su gesto es claro. A los reacios, a los esquivos, a los revolucionarios, los pone a trabajar, a escribir, a producir. Como San Pablo, que caminó hasta Oriente para que Cristo fuera el Mesías, Strafacce se propuso y cumplió la Verdadera Gran Operación.
No la leí toda, pero alcanzan unos fragmentos para darse cuenta de que Osvaldo Lamborghini, una biografía le devuelve a la crítica literaria la épica que practicaban Rojas, Martínez Estrada y David Viñas, pero esta vez el objeto de estudio no es el ser nacional y ni las esquivas relaciones entre literatura y política. En el centro de la mirada, hay un escritor secundario, revulsivo, talentoso, mito de bar histérico, un cuco que sirve para asustar estudiantes de humanidades y viejitas, pero cuya vida da para más de mil páginas. De ahí que si tengo que elegir entre Lamborghini y Strafacce, prefiero a Strafacce. Me quedo con el meticuloso biógrafo que asume su rol segundo y, a base de trabajo, minuciosidad, constancia y esfuerzo, construye una obra que transforma su objeto, al mismo tiempo que lo narra y lo complejiza. Siempre es una buena historia la del discípulo inteligente que roba, trafica, crece y cambia los cuadros de lugar cuando el maestro duerme la siesta.