Por Juan Terranova
Releeo lo que escribí antes y pienso en mis años de formación en la universidad. ¿Por qué tanto encontronazos? Hace mucho que me hago esa pregunta pero hace relativamente poco encontré una respuesta que me convencen. Yo no formé mi manera de leer en la facultad, si no que ya traía una forma de leer desde antes. Una forma de leer que me gustaba y que se fue complejizando pero que mantuve.
Para seguir avanzando en ese tema, debería preguntarme: ¿y de dónde había salido esa forma de leer? La ventaja es que puedo examinarla ahora, porque todavía la conservo, fragmentada, pero reconocible. Pienso en la familia y en la biblioteca familiar, Editorial Columba, el parque Rivadavia, las revistas de Rock, el Clarín, la ciencia-ficción. En estos casos, todas las fuentes citadas son mitos de lectura que el escritor construye, está bien, pero mi familia fue determinante. No porque fuera especialmente lectora, sino porque leía de una manera muy concreta. O incluso, con una determinada vitalidad, sobre la cual la carrera de Letras no tenía nada para decir o no podía decir nada. Por ejemplo, lo que podríamos llamar “la afectación del escritor que no escribe”. Eso me resultaba muy molesto.
El escritor prolífico calla. No dice nada. No se jacta de los libros que escribió. Usa su energía para escribir más. En cambio, el que no escribe debe decir que no está escribiendo. Vive en su enunciado negativo. De hecho, su realización está en que le pregunten si está escribiendo y decir que no. Claro que nunca se sincera del todo porque a ese “no” debería agregar “y no me hace falta”. Y ahí venía uno de los problemas más importantes. La universidad enseñaba textos marginales, breves, pobres o deliberadamente empobrecidos, luego, procesaba la vanguardia y decretaba su muerte. Yo quería leer a Flaubert y a Balzac –el arte de la novela–, no los ridículos poetas chicanos impuestos en los programas de estudio por las neuro-lesbianas de los cuales se reía Harold Bloom.
Releeo lo que escribí antes y pienso en mis años de formación en la universidad. ¿Por qué tanto encontronazos? Hace mucho que me hago esa pregunta pero hace relativamente poco encontré una respuesta que me convencen. Yo no formé mi manera de leer en la facultad, si no que ya traía una forma de leer desde antes. Una forma de leer que me gustaba y que se fue complejizando pero que mantuve.
Para seguir avanzando en ese tema, debería preguntarme: ¿y de dónde había salido esa forma de leer? La ventaja es que puedo examinarla ahora, porque todavía la conservo, fragmentada, pero reconocible. Pienso en la familia y en la biblioteca familiar, Editorial Columba, el parque Rivadavia, las revistas de Rock, el Clarín, la ciencia-ficción. En estos casos, todas las fuentes citadas son mitos de lectura que el escritor construye, está bien, pero mi familia fue determinante. No porque fuera especialmente lectora, sino porque leía de una manera muy concreta. O incluso, con una determinada vitalidad, sobre la cual la carrera de Letras no tenía nada para decir o no podía decir nada. Por ejemplo, lo que podríamos llamar “la afectación del escritor que no escribe”. Eso me resultaba muy molesto.
El escritor prolífico calla. No dice nada. No se jacta de los libros que escribió. Usa su energía para escribir más. En cambio, el que no escribe debe decir que no está escribiendo. Vive en su enunciado negativo. De hecho, su realización está en que le pregunten si está escribiendo y decir que no. Claro que nunca se sincera del todo porque a ese “no” debería agregar “y no me hace falta”. Y ahí venía uno de los problemas más importantes. La universidad enseñaba textos marginales, breves, pobres o deliberadamente empobrecidos, luego, procesaba la vanguardia y decretaba su muerte. Yo quería leer a Flaubert y a Balzac –el arte de la novela–, no los ridículos poetas chicanos impuestos en los programas de estudio por las neuro-lesbianas de los cuales se reía Harold Bloom.
Aunque en realidad tendría que hacer un análisis más fino. Si en los claustros se leía a los marginales al lado de los escritores canónicos, ¿qué me quedaba para hacer en la calle? Por otra parte, mientras nos decían que las vanguardias habían muerto –lo cual implicaba adherir al planteo del fin de la historia, o al menos de la modernidad–, seguíamos leyendo la teoría que reivindicaba esas vanguardias. Ni actualización doctrinaria ni actualización teórica. Todo muy esquizo. El que cursó la carrera de Letras lo sabe.