Estaba leyendo Resistencias y mediaciones. Estudios sobre cultura popular, compilación de artículos a cargo de Pablo Alabarces y María Graciela Rodríguez , y me encontré el siguiente párrafo, de Garriga Zucal y Salerno: “‘Pararse’ y ‘poner el pecho’ son términos que remiten a la acción de lucha, al enfrentamiento. ‘Aguantársela’ refiere a las riñas, a las contiendas físicas. Coco, luego de contar con lujo de detalles una pelea contra simpatizantes de San Lorenzo, afirmaba que habían ‘corrido’ (vencido) a los rivales en tres oportunidades en el mismo ‘combate’ (enfrentamiento) porque los otros no se habían ‘plantado’ y que los que huyeron demostraban su cobardía y carencia de ‘aguante’”.
La última vez que algo me dio esta misma sensación fue hace algunas semanas. Tenía algún tiempo que hacer y puse en el televisor de 14 pulgadas que hay en la cocina canales de música. Hace bastantes años, eran mi consumo cultural obligatorio, diario y casi exclusivo. Progresivamente los fui dejando de lado, junto a la reconstrucción de su ideario estético y político. Con la aparición de los realitys de todo tipo, el auge del hip-hop y de su variante melódica que llaman soul (y que de todas formas siempre tiene un negro rapeando). Incluso con los últimos estertores del Nü Metal, que nunca supe si tuvo un desarrollo efectivo o si nació en sus últimos estertores. En fin, los dejé de poner en la tele. Hace una semanas, sin embargo, probé y los volví sintonizar, a ver qué onda.
Me sentí extranjero, frente a algo que ya no me pertenecía. Los sutiles énfasis con que los conductores presentaban los videos eran nuevos –aunque aún entendibles. Contemplé extrañado videos de bandas que iba a ver en vivo en mi más tierna juventud, con todas las marcas de la consagración (en vivo, o con una prolija fotografía, o bien filmados). Incluso verifiqué que esas mismas bandas, que en general me parecían pésimas -pese a que iba a sus recitales-, al final no estaban tan mal. Pero el momento culmine de mi experiencia raída fue cuando pasaron el video de Britney Spears, I’m not a girl, not yet a woman. Un oldie, un retro. Uno de mi época. Tampoco experimenté empatía. Algo estaba mal, era inadecuado y me hacía sentir incómodo. Por ahí hasta un poco viejo, pero no del todo. Es difícil de explicar.
Horacio González utiliza en su biografía de Perón el concepto “escasez”, que se adecúa vagamente a esta intuición. La historia “es escasa”, dice. Lo toma del sartreano rareté o “rareza”. Dice Sartre que la rareza es “la necesidad para la sociedad de elegir a sus muertos y a sus subalimentados”. González avanza: “La escasez es el dictamen de la naturaleza real de los hechos para imponerse sobre la base de su restricción esencial (…) La escasez se produce ante la contradicción de las fuerzas productivas con las relaciones de producción”. Es también un concepto complejo, que designa un vacío, una intuición indecible. Algo verificable y que, sin embargo, se falla en enunciarlo. La idea es parecida a la que expresa desde el título un libro de Ernesto Laclau: Misticismo, retórica y política. La rareza es un equívoco o una inadecuación, una intuición irreductible al lenguaje, que lo desborda. “Por la vía de la rareza –sigue González- podemos aceptar que hay un mundo real que existe fuera de cualquier aroma retórico”. Este mundo real no es el mundo material del marxismo, aunque podría serlo en parte.
Recordé un párrafo de una novela de Houellebecq: “Al día siguiente me levanté temprano, llegué a tiempo para el primer tren; compré un billete, esperé, y no me fui; y no consigo entender por qué. Todo esto es en extremo desagradable”. El caso bizarro de la semana; un japonés vive hace tres meses en la terminal de aviones de México: “No tengo motivos para estar residiendo en el aeropuerto. No comprendo por qué estoy aquí”, dijo. Tiene todos los papeles en regla, tiene el boleto de vuelta, está sucio y mal alimentado.
Otro párrafo, del mismo artículo citado arriba: “Comúnmente, en la Argentina se designa como puto al homosexual, pero las concepciones de los hinchas son más complejas. Señalar como puto al que no tiene aguante no remite a su sexualidad sino a su comportamiento social según los parámetros grupales. (…) Entonces, le preguntamos [a Coco] si el aguante era una cuestión de hombres heterosexuales; entre risas dijo que no, que se acordaba de un conocido hincha que era puto y se la reaguantaba: el culo podés ponerlo donde vos quieras pero tenés que aguantar, hay que ser guapo”
El efecto en la yuxtaposición entre la retórica académica y las formas objetivas de la cultura popular otorga esa misma sensación de inadecuación. El discurso académico es la representación más afinada de la retórica, que es el antagonista por excelencia de la escasez de la historia, según González. Teóricamente, el análisis es correcto, pero en algún sentido se establece un tipo de colisión, ¿cómo narrarla? Hay algo que falta. En la explicación algo escapa. El discurso medio académico tiene éxito: explica una conducta, ciertas representaciones sociales, incluso señala la complejidad, es consciente de ella; pero no evita la disrupción o la mueca. ¿Qué decimos cuando decimos “puto”?
Un amigo, preocupado por estos asuntos, urdió un plan para retirarse a los 45 años. Su idea es dedicar el resto de su vida a fundar el Archivo del Pueblo; que reúna y clasifique las expresiones de base de la “vida política del pueblo”: panfletos, prensas, folletos, carnavales. Según su definición concentrada, es imposible asir la escasez de la historia, pero sí acercarse o intuirla. El libro de Alabarces y Rodríguez es esclarecedor, pero conservador. Con un poco de ceguera académica, reduce lo popular o lo acota a sus emergentes parciales y mediáticos; la imagen que de lo popular construyó la sociedad de masas desde sus mecanismos de expresión principales -los medios de comunicación: fútbol, cumbia villera y “rock chabón”. Sobre este último el artículo de Alabarces y otros, “Música popular y resistencia”, dice: “(…) producto y objeto de la primera generación de jóvenes que experimentaron las transformaciones atroces de la cultura, la economía y la sociabilidad post-dictadura y menemista, este rock interpela con eficacia a sectores juveniles populares urbanos con una retórica que podríamos llamar, parafraseándolos, neocontestataria y neonacionalista”. El objeto se adecúa significativamente a su explicación, pero hay elementos para pensar que el proceso inverso no es posible. Algo en todo esto me hace acordar al artículo de Beatriz Sarlo sobre Villa Celina, y que se expresa parcialmente en los artículos del libro dedicados a la cumbia villera: la mayoría de los entrevistados reconoce no escucharla ni exclusivamente ni la mayoría del tiempo. Otros subgéneros ganan la vida cultural de las empañadas clases subalternas y, aunque ellos mismos los dicen, el artículo en ningún momento cambia de objeto. Queda atrapado en la cumbia villera. Al discurso científico lo subdetermina la escasez de la historia.
De una insoportable novela de Gamerro se extraen estas líneas: “Considere a los pobres. Cuando comen, por ejemplo. Qué soltura. Qué liviandad. Entre nosotros, el acto de comer es pesado. Ellos, en cambio… Se sirven todo en el mismo plato, hasta el postre; agarran con la mano, cuentan chistes sucios para dar asco a los que comen, que se ríen con la boca llena y abierta; hablan de excrementos, de sexo, enfermedades y muerte, se meten los palillos entre las muelas cariadas, pedan, eructan, vomitan sobre la mesa, que se levanta cuando el dueño de casa y el cuñado, ebrios de vino suelto adulterado, se atacan uno con el tenedor y el otro con la botella vacía (…) ¿Cómo puede ser que nosotros, que somos ricos, comamos todos duros como si nos hubieran metido un palo en el culo y ellos, los pobres se despatarran a sus anchas y se divierten en grande?”. De un libro Scalabrini Ortíz, la siguiente frase, eminentemente escasa: “Nuestro espíritu, el espíritu de la muchedumbre argentina, es el único manantial de nuestra probabilidad”