por Diego Vecino
El que avisa no traiciona: me gustó mucho más Guebel cuando hablaba de sí mismo o cuando hacía esa lectura mortuoria de los ’70 que ahora, en Los padres de Scherezade (Eterna Cadencia, 2008). Ese es su último libro y su segundo de cuentos. De ahí emerge un Guebel tipo flaneur post-indutrial: cínico, erudito, elegante, irónico, con sumarias aptitudes sociales, con un brandy en la mano o practicando bungee-jumping en un paraje exótico. Los cinco relatos que el libro reúne entregan los trazos gruesos de la inapelable bonne littérature. Un finísimo estilo, un poco atildado, que elude todas las marcas personales, humor refinado, sofisticados argumentos, hechos y datos remotos y todos los lugares comunes de ese género oligárquico que es la literatura fantástica: inmortalidad, magia, alquimia, anatomía, referencias a personajes y circunstancias reales que galvanizan con verosímil los afiebrados bandeos de una mente ociosa y lúdica.
El primer relato es el más corto y el más trivial: “La fórmula de los jesuitas” imagina una peregrinación secreta de Lenin a Francia en donde se conecta, a fuerza de diálogos imposibles, a la revolución rusa con el cristianismo primitivo. Ni mal ni nuevo. “La nariz de Stendhal”, en cambio, no disimula tras el floreo verbal una cantidad de buenas ideas acerca de las relaciones posibles entre saber, poder y literatura, foucaultianamente, en la pre-marxista Europa del 1800. El relato que le da nombre al libro recrea sin sobresaltos un clásico de la literatura argentina, Las Mil y una noches, y agrega un mito más al mito, aún cuando esto parecía imposible o innecesario. Los dos que quedan, “Un sueño de amor” y “El secreto de la inmortalidad”, deparan momentos de buena lectura, ni muy relajada ni muy estricta. Digamos, convencional, pero en el buen sentido del término.
Dentro del buen catálogo de Eterna Cadencia, uno de los emprendimientos editoriales más interesantes de este año, el libro de Guebel es una promesa de solidez y delata la estrategia de anclar las apuestas más arriesgadas a fórmulas más ortodoxas y probadas. Ni mal ni nuevo, en fin. La rigurosa y clásica línea que sigue Los padres de Scherezade, sin derrubes, sin lluvia, sin desbordes ni exabruptos, entrega esto: buena literatura y nada más. O, como dice el protagonista de la última novela del autor, que se malinterpretan como la misma persona: “una obra maestra de segunda categoría”.
Puntaje: 6
Publicado en la sección Culturas del diario Crítica del 13 de diciembre de 2008