por Diego Vecino
La noche del 23, en el Abasto, una gorda se abría paso gritando: “¡Quiero comprar!”.
A las dos y media me encuentro a una ex compañera del colegio, que surca el mar de gente con pasos largos y elegantes.
–Me falta comprarle a mi sobrina y a él
Atrás viene el novio, con bolsas en las dos manos. Ella sólo lleva su cartera. Lo saludo y me mira sin reconocerme. Tiene los ojos en blanco. Enfrente nuestro está la batucada. Son dos pibes, un bombo y un redoblante, flanqueados por cuatro chicas que sostienen globos con consignas contradictorias: “10% off” “30% de descuento” “50% con Visa”. Nadie sabe exactamente que descuento están haciendo en ningún lado. Una mujer me dice que es el tercer año consecutivo que viene a
La murguita señala los locales de happy hour, dos por uno. Se quedan cinco minutos en cada local y luego se mueven sin rumbo fijo por los pisos. Conté cuatro, pero es posible que haya más o que haya contado dos veces. Llevan gorros de arlequín y capas de colores. Uno me dice: “Me quiero ir a dormir”. Cada vez que se paran frente a un local, si la marca es codiciada, hay una avalancha de señoras que se amontonan sin orden.
–¡¿Este es el talle?!
Las protagonistas son las mujeres. Los maridos esperan sentados en los bancos de madera del pasillo. Muchos tienen la camiseta de Boca. Pero también hay jóvenes masculinos modernos, que toleran estoicos los empujones. Pasan caminando con tranquilidad, sosteniendo a sus novias por el cuello.
Entre la gente pasan guardias de seguridad apurados. Cuando me meto en el local de la agencia Claro escucho que un pibe está denunciando el robo de un celular. Se lo acababan de arrebatar del cinturón. Me cruzo la mochila adelante y sigo. Cuando entro al baño el cuadro se sosiega. No hay mucha gente, y salvo sonidos habituales, se guarda silencio. Antes volver al pasillo, un pelado suspira frente al espejo. Me tomo mi tiempo en secarme las manos. El murmullo es constante y uniforme, sobre la música funcional se impone el sonido de las murguitas que suenan lejanas y cercanas, superpuestas. Las luces incomodan los ojos después de un tiempo y marean. Entré al shopping un poco borracho, después de dos cervezas. Al principio me divertía, bailaba un poco, pero cerca de las dos me bajo un poco la resaca. Cuando volví a salir al shopping, compré un agua mineral caliente y me senté en el piso un rato. Nadie parecía infeliz. Las parejas se sonreían con ternura y se daban besos cada tanto, entre la vorágine. Estaban, es cierto, todos un poco incómodos, pero no se puede decir que malhumorados. Los niños lloran a los gritos y las madres tratan de calmarlos, pero sin darles mucha bola para no perder ofertas. En una casa de ropa veo que un chico de unos cinco años se le prende a la pierna al padre, chillando. El padre se lo sacude, lo levanta del piso y despliega un jean delante suyo, con torpeza.
En la caja, veo que a una chica le dan una bolsa cualquiera. Tiene dibujitos infantiles, no se entiende bien de qué es. La vendedora le dice:
–Perdoná, pero me quedó sólo esta
Dice “todo bien” y se va. Hizo una cola de cuarenta o cincuenta minutos para pagar. El piso está negro y pegajoso, como si hubiese ocurrido un gran derramamiento de gaseosa.
–¿Cuánto te pagan?
–Son 19 pesos la hora. Porque estas horas me las pagan doble.
–¿Vale la pena?
–No. Pero no puedo no venir.
–¿Te tenés que quedar a limpiar?
–Hasta las cinco y media, más o menos. Con suerte.
A la salida de la escalera mecánica todo se embotella un poco y cuesta hacer el saltito sin golpear a alguien. Con todo, no hay accidentes. De alguna manera esa marea constante de gente que respira desordenadamente se ordena.
Una chica me dice, en la caja de un local de perfumes:
–La gente pierde toda racionalidad. Por la actitud que tiene, como de selva
Después la veo de lejos rugiéndole a otra piba, petisa y bien vestida, que pasa rápido por atrás.
–Permiso, ¿no?
A las cuatro de la mañana, cuando los pasillos comiencen a vaciarse y vuelva la calma, muchos locales estarán virtualmente vacíos de ropa, perfumes y accesorios.