En la usina de pensamiento lujoso que son los comentarios anónimos a pie de página, Graciela de Aldo Bonzi le dice a José Pablo Feinmann: “qué hizo ud. por los argentinos, nunca nada, solo es un boludo”. Es un poco exagerado. Nuestro amigo Patricio Erb fue más sutil criticando en éste blog y en el suyo a Timote, la última novela del filósofo, donde se confunde el asesinato de Aramburu: reduccionismo, fatalismo, frivolización. La lucha armada en los ’60 y ’70 es un tema fuertemente hegemonizado por discursos cristalizados y sentidos comunes. Un tema revisado y cerrado por los cuadros más importantes de la nueva derecha alfonsinista, en buena medida protagonistas de esos procesos. En ese contexto, cualquier versión más o menos extravagante aparece a priori legitimada como nueva y jugada. Pero Timote es un mal libro, regresivo y flácido, que deshistoriza, mezcla y confunde. Detrás de él se intuye una decadencia.
En la revista Contraeditorial del mes de Marzo Eduardo Sartelli polemiza con José Pablo Feinmann. Con tino, vuelve a introducir la variable política y de coyuntura a un debate que a la distancia aparece museificado. Sartelli le reclama una visión inocente de los ’70: el juicio a Aramburu no fue el emergente de una fatalidad telúrica, sino una decisión política de la dirección política de una fuerza revolucionaria; los jóvenes muertos no fueron pobres jóvenes arrastrados al vértigo del destino trágico, sino militantes revolucionarios; la Argentina de esos años no fue un producto dramático del Tánatos colectivo freudiano, sino la consecuencia del avance de las fuerzas de la reacción. En todo esto tiene razón nuestro célebre anticipador de la crisis del capitalismo mundial. Pifia, en cambio, cuando dice que el proyecto de Montoneros no era la revolución (con todos sus límites y contradicciones). Y mucho más al desconocer irrisoriamente el valor de tantos intelectuales nucleados en los contornos del peronismo y emergentes indiscutibles del proceso de nacionalización de las masas y ampliación de la base del sistema político que habilita el mismo peronismo. Llamar al socialismo nacional “ese engendro” parido por Montoneros, negando una genealogía vasta –e indudablemente más rica que la del trotskismo argentino, triste, melancólico y universitario–, que se inicia en el PSRN de Abelardo Ramos, en la radicalización del pensamiento de John William Cooke, en la propia actividad de Santucho en la época pre-PRT, etcétera, sólo puede ser entendido desde la inoperancia política y las limitaciones intelectuales que caracterizan al trotskismo.
Sartelli arranca dudosamente, también. Chiquitaje: ¿el EGP de Masetti es “del Pueblo” o “de los Pobres”? (por cierto, es lo segundo). Anota en un momento: “El peronismo nunca tuvo grandes intelectuales de su lado, por lo menos mientras fue gobierno”. La frivolidad de esta frase es pasmosa. No solo es un error, sino que incluso en su intención de encarnar un trotskismo sofisticado y “culturalista”, es incapaz de procesar con un poco de fineza los procesos complejos de la cultura. La forma en que el campo cultural procesó complejamente los cambios vertiginosos de la serie social y política requiere de mayor flexibilidad que la dudosa categoría de “intelectual peronista”. Aún así, el peronismo organizó en gran medida la circulación de discursos intelectuales al interior de la sociedad, tanto hacia la izquierda como a la derecha. Imagino que los “intelectuales críticos” ubicados en este último margen del espectro político son los que Sartelli reivindica, siendo el liberalismo golpista la única fuerza capaz de habilitar la emergencia de intelectuales antiperonistas de primer orden. O quizás hable de los gramscianos alfonsinistas, que inventaron la teoría de los dos demonios.
Por supuesto, esta no es la parte más terrible del artículo de Sartelli. Tampoco es del todo exasperante el momento en que hace uso de la estrategia trotskista de vergüenza ajena por excelencia para atacar al actual gobierno: la enumeración histérica de hechos confusos (“Al [gobierno de Kirchner] que continuó esa verdadera confiscación permanente al salario obrero que es la devaluación, mientras subsidia a los capitales más grandes del país” ¿¿??) y la mención al hecho de que Cristina gasta mucho en ropa. Chiquitaje revolucionario que une a Sartelli con el programa que Lanata tiene ahora en Canal 26.
Sí es terrible que tras el ejercicio esotérico y venial de Timote Sartelli identifique la “decadencia del intelectual peronista”. Pero está equivocado. Es claro que hay una decadencia. Nuestro historiador trotskista la tantea, la intuye en algún lado. Diagnostica mal, sin embargo, porque la degradación y ocaso no es del peronismo, sino de la generación de intelectuales a la que pertenece Feinmann, que progresivamente ha ido envejeciendo, y se ha vuelto incapaz de procesar los nuevos fenómenos socio-culturales a instancias de simplificarlos a veces –como en Timote– inexplicablemente. Ciertamente, la avejentada y taciturna emotividad setentista está en una crisis que se profundiza con su recursividad constante. La laboriosa incapacidad del colectivo Carta Abierta para interpelar a los sectores medios urbanos frente al conflicto del campo, por ejemplo, expresa los límites muy tangibles del proyecto cultural que la intelligentzia kirchnerista propone, y que se alojan en la incapacidad de intuir la nueva sensibilidad de época, que sí comprende –por ejemplo– la derecha macrista. Las reediciones inútiles, la perpetua revisión del peronismo del siglo XX, la misma insistencia con la inútil categoría de “intelectual”, la sujeción de la agenda cultural a la perpetua reelaboración de una tradición cultural y literaria y la tara de la “memoria”, son otras manifestaciones de una generación temerosa y derrotada. O, para decirlo distinto: el kirchnerismo está a la izquierda de sus intelectuales; y en gran medida ellos tienen la culpa de sus zonas tibias.
El peronismo, en cambio, sigue siendo ese gran horizonte simbólico que organiza el relato político argentino de las nuevas generaciones que se reproducen en circunstancias informales en espacios plebeyos.