por Diego Vecino
Pasé el fin de semana largo entre los pliegues del clásico rosarino. Las calles parquizadas, el verde, el Paraná, el progresismo. Las chicas son más lindas, inteligentes y sencillas que en Capital, y –relativamente– hay más espacios de cultura y arte allá que acá. El tachero que me llevó a la terminal me dijo: “Hablando mal y pronto, en Buenos Aires te cogen y a la semana tenés el pibe”. En Rosario hay una noción muy acabada sobre lo que es Buenos Aires: una ciudad violenta y sumergida en el caos, que fagocita todo lo que tiene cerca.
La santafecina es una ciudad tensionada entre el modelo del conglomerado urbano latinoamericano y el estilo de vida lento y chato del interior del país. El imaginario rosarino forma diferencias tanto de los porteños como de los santafecinos. Los primeros por garcas, los segundos por pajeros. De nosotros, porque tenemos motochorros y paco, de ellos porque duermen la siesta de 13 a 16 los días de semana. Para nosotros, Rosario sigue siendo un modelo de proyección nacional, opuesto al de Buenos Aires, al que miramos con recelo porque amenaza sinceramente nuestra hegemonía, sustentada en históricas razones que siempre nos distinguieron del Interior como la metropoli canchera y concheta; el puerto, el vinculo espiritual y snob con Europa y la relación de fascinación y miedo de nuestras clases medias con los sectores populares: La Cabeza de Goliath. Rosario, en cambio, es la ciudad socialista en una provincia históricamente peronista, con casi todos los indicadores de calidad de vida altos. No hay mucho ruido, ni mucho tráfico, ni mucha mala onda. Las cosas que se consumen en Europa y Estados Unidos, que se consumen acá con delay, llegan allá casi al mismo tiempo. Rosario es la proyección inversa de Buenos Aires, en casi todo. Hay televisión, wi-fi, espacios verdes, cerveza barata, mini-markets que venden droga, todo limpio, elegante y controlado. Es una ciudad respetuosa donde la gente te recibe sin desconfianza, donde los bondis no pasan tanto, donde el edificio más alto tiene 30 pisos y es famoso. En Rosario no pueden creer que Buenos Aires haya dado nacimiento a los floggers. En Rosario los superclásicos y el ascenso no importan.
La compleja relación entre Rosario y Buenos Aires está alimentada en la historia. Entre 1862 y 1873 la ciudad santafecina fue promovida y designada como Capital Federal, en cuatro oportunidades. Había sido el puerto más importante de toda Sudamérica y todavía era un punto fundamental de comunicación con el norte del Cono Sur. Indudablemente, parte del proceso de construcción de hegemonía del unitarismo tuvo que ver con bajar a Rosario de sus aspiraciones.
Sin embargo, Buenos Aires es una parte constitutiva del imaginario rosarino, y de alguna manera la forma en que Rosario ha interpretado el fútbol es una proyección de esas complejidades que tensan el sistema de símbolos de la ciudad. Y el fútbol en Rosario organiza y jerarquiza en gran medida y para amplios sectores el esquema de valores y sentimientos. El fanatismo por el fútbol del rosarino no tiene precedentes y llega al punto de la enfermedad mental. Las peñas, los cantos y los colores de ambos equipos aparecen en los lugares menos pensados, decorando grandes zonas de la ciudad o apenas detalles en los portones, casas y calles, delatando una afinidad silenciosa. El fútbol es omnipresente y el odio entre las dos hinchadas es irremediable. Newells, el rojo y negro, es un club de tradición elegante, de buen juego y de orgullo aristocratizante. Rosario Central, azul y amarillo, documenta cierta épica nacional y popular de sectores medios y medio-bajos. De alguna manera, es el club más porteño. Newells, en cambio, es inobjetablemente rosarino. Rosario respira al ritmo de los hitos que han ido signando ese partido a lo largo de la historia, que son épicos. Es el clásico con más previa del fútbol argentino. Naturalmente, cifra un enfrentamiento cósmico entre dos modelos sensibles, su grado cero, que otros clásicos del fútbol argentino –como Boca-River o Racing-Independiente– insinúan de manera más solapada o infiel. Esa expresión difusa de una sensibilidad que tiene que ver con formas de percibir y anhelar el mundo, trasciende en mucho la mera adscripción a un cuadro de fútbol y se funda en ritos estabilizados y reiterados que constituyen individuos. Es en ese sentido que tanto Rosario Central como Newell’s proyectan modelos de país.
Hermes Binner –hincha de Newells–, el hombre que ha exportado el modelo de elegancia, desarrollo y socialismo modernizante a Santa Fe, fue quien acabó con más de veinticinco años de hegemonía justicialista en la gobernación de la provincia, y quien de alguna manera expresa con mayor grado de depuración y refinamiento la lógica política autónoma que ha producido una ciudad cuyos intendentes, desde la vuelta de la democracia, fueron siempre socialistas, salvo por el período ’83-’89, en donde el cargo lo ocupó un radical. Como intendente de Rosario, Binner se encargó de dar a la ciudad su costanera y sus parques: una apariencia entera que contrastara y conjurara al neoclásico y filo-fascista Monumento a la Bandera, construido en los ’40. Imponente, el monumento recuerda a la Rosario socialista la amenaza perpetua de su inversión: Buenos Aires. Recuerda la existencia de otras lógicas de construcción de “lo político” vinculadas a la movilización de las masas, los intercambios políticos informales y extra-institucionales, la epopeya nacional como mito-poética de lo popular, etc. Amenaza, por cierto, que alguna vez fue realidad en Rosario, cuando fue uno de los bastiones de resistencia popular a la fusiladora y la proscripción de dieciocho años.
De la misma manera, Rosario actualiza frente a Buenos Aires el interior del país, su espejo y perpetua contraparte en el drama nacional, y lo presenta como un modelo exitoso de desarrollo económico y sentimental. Rosario es una ciudad de clases medias profesionales con vocación cultural, orgullo local, sensibilidad barrial y pasión futbolera. Buenos Aires tiene eso, pero organizado por el vértigo, el tráfico y el crimen, la silenciosa y acechante plebe, y una estúpida sensación de desprestigio que implica el reconocerse parte de la pequeña-burguesía. Rosario realiza lo que La Plata, como ciudad joven y de clases medias, jamás logró por estar demasiado absorbida por la lógica de subsistencia bonaerense, y lo que Córdoba, como conglomerado urbano e industrial de importancia y segunda ciudad más poblada del país, tampoco habilitó por estar muy sustraída del sistema de representaciones políticas y culturales argentinas: representar al Interior del país a través de un modelo alternativo de construcción nacional con características modernizantes.
Es evidente, sin embargo, que entre la Capital y Rosario hay vínculos y continuidades. Los rosarinos quieren venir a Buenos Aires a divertirse, ver teatro, recitales y emborracharse; los porteños añoramos la vida sosegada y activa que ofrece Rosario. Esa permeabilidad habilita interesantes desplazamientos y anomalías. Hermes Binner encarna una línea autónoma del socialismo, no del todo en sintonía con el PS de Capital y, sobretodo, receloso del pacto con el radicalismo, que es la versión degradada, gorila y de trazo grueso de ese posible movimiento de colonización nacional que pretende el modelo rosarino. El peronismo, por otra parte, alberga zonas muy importantes de sintonía con esa mirada institucionalista y modernizadora, que combinadas con la larga tradición política y cultural del pejota, dieron al kirchnerismo como formación ideológica progresista y hegemónica.