por Diego Vecino Tenemos las mejores minas del mundo, y están todas en la Feria del Libro. Adentro: murmullo perpetuo, un piso de placas de metal destartalado y cubierto por hermosas alfombras de colores, stands prolijos y de cartulina, precios exclusivos, Andahazi firmando libros, Pola Oloixarac en continuado en pantallas de plasma de cincuenta y seis pulgadas y lindas mujeres de todas las edades. Especialmente, las veteranas muy bien conservadas que consumen teoría poscolonial en el stand de Paidós. No hay fernet esta vez, y eso es una ligera decepción, porque quería entrevistar a alguna de esas promotoras. Preguntarle la cantidad de horas que trabaja, lo muy poco que le pagan, qué tal trabajar ahí, qué le parece la Feria del Libro, qué lee. Literatura política, en suma. Pero no están. Y de todos modos me las arreglo para, al final, irme del predio de la Rural con, más que una sensación difusa de cultura, levemente caliente. Mientras, a través de un auricular, voy escuchando como Rosario Central, un equipo en promoción, le hace el primero a Boca. Amargura, calentura y culpa. La culpa es porque terminé reventando la tarjeta de crédito en libros de Siglo XXI. Te odio Siglo XXI, tus hermosos libros de teoría, tu excitante tono académico, tus ediciones cuidadas, tus grandes nombres. Las otras veteranas con gafas oscuras grandes sobre el pelo apenas hechos los claritos y las tetas que también recorren con sus dedos finos los lomos de tus libros y hacen un comentario inteligente al gordito pelado que tienen al lado. Encontré “Dependencia y desarrollo en América Latina”, de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, clásico de los clásicos donde se formuló por primera vez la teoría de la dependencia. Esas minas espectaculares compraban ese libro, que yo también compré. Odio a los brasileros, porque son nuestros rivales en un clásico devaluado. Ellos son la octava economía del mundo y nosotros la vigésimo tercera. Como Colón y Unión de Santa Fe. Las luces de la feria del libro me encandilan y me marean. Hay mucha gente, pero no tanta como esperaba. Está todo igual al año pasado, y al año anterior a ese, aunque hay un aire de glamour perdido; muchos más de esos megalómanos stands con libros para niños, volúmenes de enciclopedias viejas, colecciones de arte en entregas, autoayuda y manuales de supervivencia y ascenso social. No hay tanto diseño ni puestitos tan cool. Mucho comic y pocas cosas gratis. Me pregunto si la Feria Internacional del Libro de San Pablo será mejor que esta. Me pregunto si el suplemento “Viajes” de Clarín me pagaría por recorrer ferias del libro en todo el mundo y hacer crónicas con tonito juvenil. Como sea, el año pasado llegué a la Feria con más poder adquisitivo. Este año estoy en la ruina, trabajo medio tiempo y el que me queda libre lo utilizo en actividades no remuneradas. Pero saco imprudentemente la tarjeta para comprar en Siglo XXI todos unos libros. En el túnel de entrada a la Feria, rodeado por gente que camina en la misma dirección, en esa via que sólo tiene un sentido y que lleva a un único lugar, me siento un zombie en la Copa del Mundo. Este año, como el anterior, fui a la Rural por obligaciones laborales. Aprovechamos la ocasión para rastrear libros de editoriales y universidades del interior que durante el año es absurdamente imposible conseguir. Todos esos libros los mandamos a bibliotecas institucionales de Europa y los Estados Unidos, como el Iberoamerikanisches Institut que hace un tiempo le pagó unos viajes a Berlín a Casas y Cucurto. Entonces yo voy con una libretita y voy relevando todos esos espacios pequeños y ridículos a los que nadie atiende, con libros de La Rioja, Catamarca, Jujuy, Formosa. Cuando llegué al predio estaban los clásicos puestos de choripán y toda esa araca de evento masivo que, particularmente, disfruto mucho. Había un olor insoportable, a tolueno, gas, chori, residuos químicos y gripe porcina. No es parte de la neurosis, entonces, que la gente ande con barbijos. Cambié un papel efímero por una entrada gratis y me inicié en el Pabellón Martínez de Hoz, en donde están los puestitos de Eñe y Adn. Una vieja ridículamente frágil y enferma caminaba lastimosamente con un andador y un barbijo. No me explico bien qué estaba haciendo ahí –claramente no la estaba pasando bien– pero la voy a volver a ver una vez más, en la salida, cuando me vaya. Alguien me da un volante promocionando un libro de Dunken sobre las verdades del universo. A la vuelta de la esquina me encuentro con un cartel gigante de Mamá Lucchetti. Un plasma pasa sus comerciales una y otra vez y los niños rien. Revuelvo saldos y compro “Otro siglo, otra Argentina” de Juan Llach a nueve con noventa. Librazo donde se defiende la modernización neoliberal del Estado argentino y el modelo económico que, se dice, fracasó en 2001 porque no se lo profundizó lo suficiente. Es una teoría respetable. Consigo también “El Adolfo” y unas crónicas sobre la negociación de Duhalde con el FMI a cinco pesos cada uno. Están bien. Por ahí los hubiese conseguido en cualquier otro lado, pero tiene su encanto participar del humillante ritual del consumo masivo. La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires me encanta. Me cobija con un ambiguo sentimiento de orfandad y extranjería. La paso bien, me entretengo, la defiendo frente a los detractores del comercio, pero no termino de pertenecer. Algo me expulsa; acaso el falso glamour, el falso acto performativo de la cultura, la circulación impaciente y sobreactuada de la generación arruinó este país, los pelos encanecidos y el andar exasperantemente lento, a la que su prepotencia y chochera hace imaginar que pueden entrar con sus caniches de mierda al predio y por eso discuten con el pobre tipo de seguridad en la puerta. Esta sensación, pero inversa, es la misma cuando entro a las infectas locaciones por donde itinera la Feria del Libro Independiente, incluida la Facultad de Sociales. En cualquier caso, ese respeto trascendental y cósmico por algo que no existe ni está ahí –la “cultura”, la literatura– tiene que ver con los dos extremos del arco degradado de las reificaciones argentinas y con una vaga vergüenza ajena que, invariablemente, me provocan los que quieren cambiar al mundo con un poema tanto como los que quieren dejarlo como está.