Desde Copacabana. Otra vez, Cambio y Fuera.

Por Diego Vecino


Quiero hacer, esta vez, algunas palabras un poco más cortas. Mi ciber cuesta 8bs la hora, en lugar de 3. Estoy en Copacabana. Un pueblito a orillas del lago Titi-kaka, que los bolivianos dicen fue el original del barrio de Río de Janeiro, que los brasileros exportaron. Mi viaje tiene dos certezas, hasta ahora. La primera es que Bolivia es un país muy raro que se puso de moda entre los argentinos jóvenes del sector ABC1 muy a pesar de él mismo; de su sistema de transportes, su estado institucional, de la hostilidad de los bolivianos y -fundamentalmente- de su dieta no apta para estómagos delicados. La segunda es que cada día me banco más a los chilenos. Y lo mismo los bolivianos, que sólo los privilegian a ellos por sobre los argentinos en su escala de odio ancestral y cósmico.

Copacabana es algo así como Luján, pero más colorido, con más papel picado y con muchísimo más alcohol. Se celebran todo el día los más diversos ritos y el cerro que corona el pueblo se llama, sentimentalmente, Calvario. La fiesta religiosa más popular y cotidiana en Copacabana es la "bendición de movilidades". O sea, la bendición de autos. Desde todas partes de Bolivia llegan personas con sus camionetas, micros, mini-vans y autos particulares; para ser bendecidos en la Iglesia principal de Copacabana: un complejo muy grande con varios cuerpos. Las "movilidades" se adornan con guirnalda, papel picado, pétalos de flores, ramos de flores, cintas metalizadas y un letrero grande, colorido, que se cuelga del espejo frontal, del lado de adentro, y que dice: "Bendecido en Copacabana". Algunos también tienen calcomanías. Hoy leí una que me gustó, y decía: "Todavía te sigo amando".

Todos los autos en Bolivia son Toyotas. La explicación es que en tiempos de Fujimori, en los '90, Perú logró un convenio con Japón para importar autos usados que la clase media oriental ofrecía en parte de pago a las consecionarias por otros 0km. Como Japón producía un excedente de automóviles, el acuerdo beneficiaba a ambas partes. Y una vez que se implementó en Perú, se hizo extensivo a la Bolivia del gonismo neoliberal. Por eso, no tienen otra cosa que no sea Toyota. Y, sobretodo, unas mini-vans de muchos asientos (lo que en Argentina se conoce como "pan lactal") que hacen las veces de colectivos de corta y mediana distancia, por valores que varían entre 1 y 15 bolivianos. Incomodísimos.

Otro dato completa el círculo de la "Bendición de movilidades" y su bizarra popularidad: en Bolivia manejar es muy peligroso, con lo cual se entiende que hacerse protejer por el Señor no sea un recaudo espúreo. En primer lugar, no hay rutas, con lo cual los colectivos suelen navegar el altiplano, en el mejor de los casos, a través de un poco amistoso ripio barroso. Un argentino me contó hoy, en la lancha que nos llevaba a la Isla del Sol, que el año pasado habían tenido un accidente: el micro en el que viajaban había querido pasar un río demasiado crecido y se les volcó. A los viajantes los salvaron, unos 20 minutos después, otros argentinos en una Ranger, cuando el agua casi los tapaba y el micro amenazaba seguir la corriente. Con una soga. Yo hasta ahora tuve suerte: lo máximo que me pasó fue quedarme varado 3 horas en la huella barrosa que une Uyuni con La Paz mientras unos bolivianos petisos, ágiles y silenciosos reparaban a los golpes alguna oscura parte del motor y los ejes.

En segundo lugar, cuando hay asfalto, los bolivianos parecen tan felices, agradecidos y confiados que manejan a las chapas. Se pasan en curvas y subidas. No usan guiños ni hacen luces. Y apenas tocan bocina para avisarle a algún burro o perro o niño desprevenido que están en el medio de la ruta. El camino de La Paz a Coroico, la ruta de las Yungas, se conocía en 1996 como The World's Most Dangerous Road, según el Banco Interamericano de Desarrollo. Hoy hay una ruta alternativa, asfaltada, que demandó diez años de presupuesto y construcción. Es igual de peligrosa, sólo que en lugar de 3 metros de ancho tiene 5. Lo suficiente como para que pasen dos autos. Aunque es tan zigzagueante que a ninguna mini-van se le ocurriría mantenerse en su carril. Hay partes, sobre todo en las alturas donde las lluvias arrecian durante todo Diciembre y Enero, sin interrupción, en que es más fácil y rápido simplemente seguir una línea recta entre el serpenteo, y sólo volver al carril en caso de peligro inminente.

Volviendo de Sorata, otro pueblito sub-tropical, nuestra movilidad sobrepasó a otra en el momento en que un camión con acoplado venía de frente. Pasamos los tres a la vez, entre el estruendo de una bocina que se alejaba en dirección contraria, pero prepotente. Mi novia se asutó mucho y me agarró el brazo con violencia. Nos salvamos, pero quedamos un poco afectados. El conductor se río. El autito estaba, como decía el lienzo sobre la ventana frontal, "bendecido en Copacabana".