A refrito, refrito y medio. Queridísimos, sabemos que en medio de la euforia Obamista no es el mejor momento para volver a hablar de César Aira, pero la relectura de una novelita suya, El juego de los mundos, publicada por la editorial platense El Broche allá por el año 2000, nos llama a algunos comentarios.
Mucho se ha dicho y mucho se dirá sobre el autor César Aira. Mucho se escribirá sobre la llamada “máquina Aira”. Lo cierto es que el “Aira autor”, transfigurado en mito por diferentes operaciones de lectura, se encuentra hoy, enero de 2009, atravesando un rápido proceso de canonización en aquellas instituciones que aún, con más titubeos que certezas pero con una indoblegable voluntad profesional, sostienen el paradigma vanguardista, acumulativo de acuerdo a su lógica interna, de la cultura literaria. La crítica académica y el periodismo cultural que va desde las revistas amateurs hasta los suplementos de los medios de la prensa masiva, desde el voluntarismo heredero de tradiciones culturales progresistas y liberales de sectores de las clases medias latinoamericanas presente en ciertos blogs hasta los programas de televisión especializados en el nicho cultural, se toman respiros pero siempre vuelven sobre el tema. Por eso, lo que hay que decir es que nos interesa poco intervenir en la discusión acerca de si Aira, o mejor dicho de si “la masa de textos etiquetados bajo el nombre de Aira”, podrían ser enmarcados dentro de un paradigma vanguardista o posmoderno. Muy poco. Esta puja, a fin de cuentas, no es más que un refinado juego entre lectores profesionales o a lo sumo diletantes, que funciona como un muestrario de las limitaciones y las voluntades políticas –y biográficas- que se escenifican a la hora de leer a los exegetas de la vanguardia legitimados por la academia europea y norteamericana. Lo cierto, en todo caso, es la cercanía de Aira a la sensibilidad estética fundada por lo que preferimos llamar arte conceptual antes que vanguardia, pos o neo vanguardia, o “pastiche posmoderno”, como le largan algunos.
Elegimos, entonces, la idea de literatura conceptual, esto es, de un tipo de arte donde la obra particular, la novela en este caso, funciona como un pequeño nodo de una red de discursos sin los cuales dicha obra estaría en los límites del sentido, y donde la operatoria de producción se orienta, al mismo tiempo, a cuestionar los sentidos comunes sobre “el arte” que circulan mayoritariamente en la sociedad. El resultado de esta idea no es otro que el de perpetuar esa distancia por mecanismos acaso más sutiles, en un raro ejercicio de pedagogía elitista cuya pregnancia política ha demostrado un rotundo fracaso histórico. Esta clasificación de literatura conceptual posiciona a Aira en una situación liminar, capaz de plantear toda una serie de problemas con respecto a las relaciones entre arte y saber que asimismo exceden a aquellas planteadas por las artes visuales, escénicas o musicales. El juego de los mundos, en este contexto, es muy interesante porque funciona como un muestrario de los límites y el proyecto de la literatura conceptual, más allá de Aira. Justamente, este proyecto se opone radicalmente a la idea formalista de que la literatura puede “cifrar el avenir”, entendido este futuro de manera lineal. El programa de la literatura conceptual no es el de anticipar o prefigurar nuevos escenarios sociales o nuevas tecnologías, muchísimo menos denunciar un estado de cosas o instar a la acción política o sentimental, sino el de instalarse en el presente con la ambición de que la literatura reemplace al saber o al conocimiento entendidos como discursos sustentados en una creencia sobre la plenitud de lo real: en palabras citadas de la novela, la “idea de la superación del saber en base a las singularidades de la literatura”.
En este sentido, resulta de suma importancia el juego entre géneros discursivos que se desarrolla en El juego de los mundos. Desde subtítulo, “(novela de ciencia ficción)”, el cruce, la yuxtaposición y la disección de los géneros van a conformar una suerte de motor secreto que estimula el avance del relato. Sumariamente, la novela trata sobre la relación entre César Aira, un escritor ubicado en cierto pliegue impreciso del futuro, con su hijo, su mujer y una serie de personajes que, al igual que César Aira, aún se dedican al “apolillado ejercicio liberal de la lectura”. Pero no se trata de una lectura convencional, sino que en este futuro la literatura ha sido reemplazada por un sistema de imágenes que sustituye a las sílabas de la palabra escrita por otras unidades semánticas constituidas por imágenes: “Para dar una idea, ejemplifico el procedimiento con una frase cualquiera: “Un día, de madrugada”. La primera palabra, “un”, pasa a ser la imagen de un dedo índice levantado, apuntando al cielo. La segunda, “día”, podría ser alguna figura astronómica, pero el sistema también podría unir “un día de ma…” y poner una diadema, resplandeciente de brillantes y zafiros…”. Mientras que la imaginarización de la palabra fue llevada a cabo por programas informáticos que se encargaron de realizar dicho traspaso, esta operación anuló la diferencia entre obras y autores, y las conversaciones entre personas se llevan a cabo a través de un mecanismo de “rectificación de discurso” (RD) que transparenta los procesos comunicativos, racionalizándolos en un intento de anular el malentendido. Vemos así que desde el inicio, esto es desde la postulación del “Juego de los Mundos” posibilitado a través del sistema de RT (Realidad Total) que fanatiza a Tomás, el hijo de Aira en la novela, consistente en la aniquilación de culturas remotas por medio de la guerra ejercida desde la comodidad del hogar burgués, lo que se plantea en la novela es toda una serie de oposiciones: juego – guerra, cultura escrita – cultura visual, civilización – barbarie, conocimiento – arte, razón – imaginación, etc.
Por eso nos interesa resaltar el tipo de dispositivo que constituyen los procedimientos empleados en la novela, esto es, sus relaciones con lo conceptual. En primer término, la novela funciona como el proceso de construcción de un campo minado donde se van planteando las mencionadas oposiciones para que luego, dando pasos atrás sobre las certezas del lector culto promedio, las mismas estallen. El resultado de este tránsito, de esta “avanzada que retrocede”, refractada en el no-avance de la narración en términos de intriga o curva dramática, no es sólo carcomer las certezas del lector, sino también demostrar que, en última instancia, la razón, o lo real tamizado por el lenguaje, posee un (incuestionable, por más que el narrador se ocupe de decir que “nunca intentó convencer a nadie”) núcleo de incertidumbre y ambigüedad. Esta idea, este concepto quizás remanido de que la realidad es paradójica, compleja, contradictoria, de que lo real es un núcleo traumático al que no puede accederse a través del lenguaje y que por lo tanto la verdad es un problema estético y el objetivo de la literatura es la construcción de un vitalismo que supere a la racionalidad, se corresponde con la anterior postulación de que el conocimiento, totalizante, podría ser reemplazado por la proliferación de singularidades que habilita la literatura. Sus armas no serían una densificación de los esquemas perceptivos a través de una torsión del lenguaje, o sea, la generación de una textura simbólica que haga emerger una segunda realidad “más real” mediada por la literaturnost, sino una frivolidad acérrima como garantía de la despersonalización del concepto, para que el mismo concepto, o sea la literatura como superación del conocimiento y la racionalidad, opere en tanto fábrica de imágenes antes que como fábrica de lenguaje que densifique o complejice la percepción de dichas imágenes. Se saltea ese paso, ese quiebre ligado a la solemnidad y a todo un sistema de sociabilidades, instituciones y exigencias para con el escritor, y se lo reemplaza por el concepto.
La verdad, me resulta muy simpática esta ambición total, en la que el escritor no sólo juega a sino que quiere ser Dios (lo dice la novela), tanto desde la vocación de creación de mundos ex nihilo, a través de un ejercicio imaginativo, como por medio de una voluntad de abolición de lo subjetivo en el concepto, todo esto concatenado con su lucha moral y desbocada contra la real fábrica de masas contemporánea que es, a grosso modo, la industria cultural. La relación de Aira con la industria cultural podría pensarse bajo un modelo bifronte: de un lado, apropiación paródica de géneros y figuras mediáticas para someterlas a un procedimiento de reciclaje al interior de la propia máquina de imágenes; del otro, la tantas veces mencionada sobresaturación del mercado editorial con un torrente de obras similares que circulan por diferentes canales y resquicios, impidiendo la valorización absoluta de una “gran obra” e incluso burlándose de las grandes casas, a las que cede sus materiales menos interesantes. Proyecto total, literatura conceptual que aún confía en la transformación de la realidad a través de las micropolíticas de la imaginación y el ejercicio por cierto también liberal de la escritura, su vocación queda resumida en la figura de la sonrisa seria. César Aira, el personaje de la novela, nos explica la relación entre esta sonrisa seria y el proyecto de su antepasado, el escritor César Aira: “Sea como sea, yo adopté la “sonrisa seria”, literalmente, como un gesto facial, por supuesto que interpretado a mi modo. Mi decisión trascendió, y en ella se basa mi prestigio. No es que haya sido aceptada sin resistencias, todo lo contrario. De hecho, me valió en general una reputación de imbécil y de payaso (…) lo literario era crear el relato a partir de las imágenes (…) Pero, decía yo, ¿de qué servía? Esa historia estaría hecha de palabras, y las palabras se prestarían a una nueva “traducción” en imágenes, y sería cosa de nunca acabar. Me respondían: eso es la literatura, pelotudo. Pero yo seguí en la mía. Me puse la “sonrisa seria”, fuera lo que fuera, en la cara, brutalmente, y ahí me quedé”.
¿Qué hacemos, entonces, con Aira? Para mí, que lloro como un lactante cuando en Fox Sports pasan un compilado muy mal hecho para toda América Latina sobre los goles del ciclo Bianchi en Boca, Aira es como uno de esos tíos simpáticos e inteligentes a los que se les pasó la hora, que durante la dictadura hacían yoga y hoy votan a Lavagna y se emborrachan y hacen buenos chistes en las fiestas familiares. Todo bien, te prefiero antes que al cuñado macrista que entendió eso de la web 2.0. gracias a los consejitos del Patti new age De Narváez, pero mejor verte una o dos veces por año, si estoy de humor.