por Diego Vecino
Ayer, mientras Raúl Alfonsín dejaba para siempre este mundo, yo ponía en el mp3 el último disco de Intoxicados y me tomaba el 109 de vuelta hasta mi casa. La calle estaba desierta y yo no estaba al tanto de nada. Esa misma mañana, en la radio, había apenas escuchado que le daban la extremaunción, lo cual significaba que ya no había alternativa y que a partir de ahí sería el lento y pacífico degradé hacia el púrpura de la muerte. No me quedé preocupado, y cuando murió finalmente, ni me enteré, porque estaba en el colectivo. A la mañana siguiente me desperté con las loas, los panegíricos tolerantes y la condescendencia. Con las voces un poco más mesuradas, aunque también soft-core, de los que nacieron en el ‘78. Y con los comentarios urticados, cínicos y un poco boludos de mis estrictos contemporáneos, los hijos de la democracia, que siempre hablamos sin haber leído el libro, pero también como si no hiciese falta.
Con la muerte de Raúl Alfonsín se podría decir que empezó el invierno, porque por la ventanilla del 109 me entraba un viento muy frío que esa misma tarde –cuando salí de mi casa con bermudas– no hacía. Quién sabe si no empezó también la nueva década, la “larga década del bicentenario”, que arranca con la muerte de Alfonsín y termina con palo y muertos en 2011. Ahora, a veinticuatro horas de esta significativa muerte pública, nada es mejor en el país, pero la selección de Diego perdió 6 a 1 con Bolivia y algo parece distinto, qué tanto. Los contornos del “político de raza”, “padre de la democracia”, “rival digno” –la baladita calamariana de la socialdemocracia argentina– ya lo vuelven la titánica proyección inversa del armado maquiavélico, clientelista y populachero del peronismo de todos los tiempos. El mito de una narración de la historia argentina mediocre, sin identificación con las masas duradera, de impacto. Eficaz para, en sus momentos de mayor popularidad, suspender la programación de todos los canales de aire, menos el partido.