por Diego Vecino
1.
Desde los primeros años de este siglo el principal producto cultural que exporta la Argentina es la cumbia villera. En mi último viaje a Bolivia y Perú casi todos –sobretodo los lustra-botas y los que atendían restaurantes– me reconocían como argentino por Pablo Lescano y no por el Diego, que es una obviedad en la que nadie que intenta hacerse el que sabe quiere caer. Por eso la tilinguería de los guardianes de la cultura argentina cuando objetaron a los íconos que se había decidido llevar a la Feria del libro de Frankfurt bajo el argumento de que eran “figuras populares sin reconocimiento en el universo literario”. La cultura argentina hace mucho que no es Borges y sí es Pablo Lescano. En rigor, ni siquiera es ya Diego Maradona, como decía, aunque es más aproximado. El ascenso y caída del Diego constituyen un drama añejo, emocionante en su momento pero ya con escasa capacidad de interpelar a sujetos nacidos en sociedades presionadas hacia los extremos de una lógica de subsistencia histérica y terminal. El Diego sigue siendo un caso de movilidad social ascendente, cubierto de una mística épica cuyos influjos llegan a su actualidad como DT de la Selección, puesto en el que lo banco incondicionalmente, pero que no fueron lo suficientemente poderosos como para que, tras la salida de Basile, la opción real para la opinión pública fuese Carlos Bianchi y los carteles con que Niceto pobló Palermo pidiendo a Diego, un ejercicio del marketing. Pablo Lescano, en el umbral del nuevo siglo, encarna en cambio una trayectoria diferente y más próxima: la inmovilidad social incuestionable de los sectores populares, la ausencia de trayectoria, a pesar de la fama. La cumbia villera no es una salida de la villa. Pablo Lescano tiene una casa con estudio de grabación en el barrio La Esperanza: “Si me das a elegir un barrio, viviría ahí, pero no puedo”.
2.
La cumbia argentina es heredera de la cumbia colombiana, mexicana y centroamericana (digo, no tanto de la peruana o la boliviana). Sin embargo, rápidamente logró una identidad propia cómo género. La cumbia en nuestro país tiene 60 o más años de historia: exactamente lo mismo que el rock ‘n’ roll. De hecho, la analogía no es ociosa, porque el rock y la cumbia fueron igualmente periféricos y plebeyos. Pero mientras que el segundo completó un pasaje complejo hacia la hegemonía dentro del campo de la “música popular” y terminó prestigiado alrededor del mundo –un desarrollo plagado de idas y vueltas, que se inicia con el repudio de Adorno por el jazz y que tiene que ver con la división internacional del trabajo–, la cumbia fue cada vez más expulsada hacia los márgenes de una superficie donde el corte era, fundamentalmente, socio-cultural. Finalmente, el rock terminó parcialmente institucionalizado no solo por su integración al mercado (que es, en todo caso, la parte digna del proceso) sino por una voluntad de constituir una inteligentzia legitimante dispuesta a armar genealogías y establecer jerarquías (tan obvias si pensamos en el Rock ‘n’ Roll Hall of Fame and Museum). La cumbia, lo mismo, evolucionó en una multiplicidad de géneros (cuarteto, santafecina, sonidera, norteña) de los cuales la cumbia villera es el emergente que completa y radicaliza el componente plebeyo y tercermundista del discurso hasta la reflexividad. De hecho, la cumbia tiene dos grandes momentos de transformación temática, formal y lingüística post-dictadura: el año 1993 en que se edita Corazón valiente de Gilda y Boquita de Caramelo de Grupo Sombras; y el año 2000, en que se edita Para los pibes, de Damas Gratis, lo cual implica un proceso muy dinámico de evolución y desarrollo, que hasta el rock “barrial” miró con recelo aunque indudablemente acompañó.
3.
El 24 de Mayo el Gobierno de Macri organizó una serie de recitales para festejar los 99 años desde el Primer Gobierno Patrio. El plato fuerte fue Kevin Johansen y Pablo Lescano interpretando una versión un poco heterodoxa del Himno a Sarmiento (click para el video). Sin embargo, la versión de Johansen es decididamente respetosa y simpática. Lescano, en cambio, sale al escenario con los símbolos de la argentinidad periférica: la campera y el pantalón deportivo de la selección. Grita: “Las manos en el aire Buenos Aires. Cuuuumbia”. La versión trajo polémica en foros y medios de comunicación –llamativamente, nadie se ofendió por las versiones que Emme y Mike Amigorena hicieron del Himno a San Martín o que Alejandro Lerner y Los Tipitos hicieron de la Marcha de San Lorenzo. La lectura obvia es que este momento es la culminación de la cumbia villera como género periférico y de violencia social: la reapropiación bárbara del discurso de civilización por excelencia de la historia argentina en un festival patrio organizado por un gobierno de derecha en la Capital Federal. Es un acto de colonización del imaginario político nacional posiblemente en función no de un plan deliberado de terrorismo simbólico: la cumbia villera, como género radicalmente plebeyo, se alimenta de cierta violencia no articulada como elemento constitutivo del imaginario cultural de las clases bajas.
4.
En algún blog vi la ridícula asociación lineal entre tocar en los festivales de Macri y “ser funcional a la derecha”; un pobrísimo reclamo –voluntarista, esencialista, autonomista y de trazo grueso– que se le hacía al indie. Los distintos artistas “indie” otorgan una serie de argumentos inverosímiles y enrevesados para justificar su participación en el Festival. Todos, por supuesto, estúpidos, tendientes a ocultar la verdad de una conciencia moral pequeño-burguesa que siente culpa de contrariar uno de los mitos más resistentes de su imaginario: la independencia. Pero el reclamo mismo es pequeño-burgués: si el indie encarna todos los vicios de las clases medias asustadizas, snobs y débiles ideológicamente –que, de hecho, los encarna–, ¿por qué reclamarle a él? ¿por qué no a la cumbia villera? En primer lugar, porque Pablo Lescano previsiblemente se cagaría de la risa. Pero esto, lejos de cristalizar las variaciones de una conciencia descerebrada e inconciente por los estragos del neoliberalismo significa otra cosa: la incapacidad de la izquierda de interpretar un imaginario popular que lo corre y correrá por la cuestión que llamamos lo popular y la eterna bifurcada ideológica de todo joven argentino: idealismo de izquierda o peronismo realmente existente. En segundo lugar, porque el reclamo que la pequeña-burguesía radicalizada hace a la ídem palermitana está teñido por los límites de clase: para la primera el sujeto a interpelar no son los sectores populares, sino la franja intelectualizada de las clases medias urbanas. Para la segunda, también.
5.
Una década después de su nacimiento la cumbia villera parece menos haberse convertido en un consumo jerarquizante de la cultura popular y más bien haber entrado en una relativa crisis de producción. Lo que sí es seguro es que perdió –como género puro– a sus consumidores entre las franjas medias y medias-altas urbanas, que en su momento de estallido la habían convertido en un fenómeno que trascendía el ghetto. De esos sectores la cumbia villera se jactó en función de cierta esencialidad popular del género que venía a desnudar las hipocresías culturales de los sectores privilegiados que en sus fiestas escuchaban cumbia en lugar de música cheta. Haberlos perdido le resta parcialmente justificación al género y eso no puede sino incidir en la forma de producirlo. Sin embargo, en sus años de auge –que fueron los de crisis–, la cumbia villera fue un consumo masivo que identificó a sectores extendidos de la población: no solo a los villeros sino a sectores de las clases medias amenazadas por la crisis.
Hoy parece más bien una cosa entre las cosas en el imaginario popular, aunque a su relativa estabilización en el discurso de lo posible requiere el decidido reconocimiento: fue un fenómeno que amplio las fronteras del discurso de su tiempo y que hoy por hoy ha mutado excéntricamente hasta su valorización un poco afectada en los círculos prestigiados. El ejemplo más claro de eso fue la exposición en el CC Rojas a cargo de Jacoby; Tropicalísima; pero también el fenómeno de la techno-cumbia cuyos emergentes son las Kumbia Queers y las fiestas Zizek, que intenta reinsertar la cumbia en marcos de sociabilidad menos plebeyos y amenazantes.