Ni chicha ni limonada

por Diego Vecino



Hay una publicidad de la Universidad de Palermo en donde hablan una madre y su primogénito. La tradición familiar dicta una dirección, el ejercicio de una profesión ingrata y cruel: el periodismo. Pero el purrete contraria a su madre con su espíritu de libertad y sus intenciones de forjar un camino heterodoxo. Quiere ser médico. Médico, ¿entienden? La madre quiere que sea periodista, es la prestigiosa profesión de la familia. Generaciones de periodistas, “como el abuelo y como yo” –le dice. Periodistas malos, anónimos. Periodistas a secas. Pero el párvulo es un renegado, un joven ilusionado que quiere estudiar medicina. Es la metáfora de Palermo, un lugar sobre la tierra donde las carreras ilustres son las inversas, y donde el gesto de independencia es estudiar medicina. Mucho más que un country, una comunidad y una identidad. Cuando Dios creó el Edén pensó en Palermo.

Esteban Schmidt reconstruye los avatares cancheros del último barrio feliz del mundo en su libro The Palermo Manifesto. La contratapa dice algo que es verdad: no es un libro sobre Palermo, sino desde Palermo; el retrato bien respirado y vital de la derrota cultural de las clases medias, una verborrea indignada y con un cinismo muy piola, una ilusa oración sobre el resentimiento acumulado por la peor generación de argentinos, la que fundó Palermo, la que cimentó ese ghetto edénico a las medidas de sus necesidades; alta cultura, prestigio social, preocupación grave por los problemas del país y algunas dosis de diversión frívola y spanglish.

The Palermo Manifesto es un libro que tiene un grupo de Facebook dónde hay sólo una persona que dice que al libro no lo entendió y que la ofendió. Aunque quizás haya más en el mundo, no me consta. Lo cierto es que Esteban Schmidt militó en la Juventud Radical en los ’80, y en la UCR. Eso lo dice la solapa. En realidad, dice algo más, dice: “Integró la primera camada de dirigentes políticos juveniles forjada entre la salida del régimen militar y los inicios del actual período democrático”. Por qué alguien militaría en el radicalismo es una pregunta que me hice y que me hago, y que Schmidt no me responde. Ahora estoy convencido que verdaderamente nadie tendría razones legítimas para hacerlo. Hay que tener una rara pasión republicana, una tibiona pasión, un calorcito como de secador de pelo en el sistema circulatorio, ganas de hacer las cosas prolijas, de mantener las cosas como son, de no modernizar la comunicación política, de pararse en un estrado y decir las cosas de forma canchera, captando las especificidades retóricas de la clase media, desacartonando el discurso político, y llevarse un aplauso. Pero en los ’80 supongo que era más común querer ser radical, y que estaba involucrado en ese partido algún tipo genuino y un poco más arrebatado de militancia de bases. Alfonsín imaginó una liturgia cívica, fracasada y trunca, que enmascaró apenas durante dos o tres elecciones el cinismo y la desolación de la historia que nos dejaron los milicos con la euforia del tercer movimiento histórico. Claro que después de todo eso fue la nada. Y la Juventud Radical en los ’80 y ’90 fue la peor juventud que conoció este generoso país despoblado: derrotada, cínica y equivocada, resentida y frondosa de miedos; que apoyaba la nueve en la mesa donde se hacía el recuento de votos para el centro de estudiantes de Ciencias Económicas, carajeaba al aire y hablaba con mucha jerga, estilizando los porteñismos, y querían hacer las cosas bien, per las hacía mal. Que querían otorgarle a la Argentina su destino épico de gestión adecuada y prosperidad.

The Palermo Manifesto, no se me malinterprete, es un buen libro. Narra de forma inapelable ese proceso por el cual la peor generación de argentinos construyó un país y un barrio a la medida de sus anhelos y expectativas, y cómo se cagó a sí misma y entre ellos. Como creyeron entender todo y no salieron campeones nunca. Y nadie va a saber si de verdad entendieron todo o nunca entendieron nada.

Adolece de algunos vicios, eso sí, porque todo libro tiene sus límites, incluso los mejores. En este caso, los yeites de la derrota cultural. Schmidt aborrece el tecnocratismo, la elegancia diagnóstica, el gran curro de las becas y la maricona reproducción endogámica de un campo cultural que en los ’80 y ‘90 operó unos mecanismos de cierre y exclusión como nunca en la historia, y que los dejó afuera, a la vera de su tiempo. En todo eso tiene razón. Sin embargo, conecta todas esas cosas no con su época, con la confusa proyección de la retórica neoliberal que lo tiñó todo y que corrompió a todos, hasta a los que eran los mejores; sino con una especie de juego nebuloso de agregación de voluntades individuales que sustentaban un sistema de mecanismos perversos, insondables y, en última instancia, inmutables.

También conecta ese tecnocratismo con el objeto de su amor y resentimiento incondicional; el peronismo, de maneras que no terminan de quedar claras o, mejor dicho, de maneras que quedan clarísimas por el simple peso de la exposición: están ahí contadas, son indudables. Sin embargo, el peronismo no es Flacso y es errado ver ahí una asociación estructural, una interrelación necesaria y suficiente, esencial. Y si en buena medida confluyeron fue porque así se hizo necesario para ganar, porque Flacso estaba en la mente de toda esa generación, como una tablita de sensibilidades admitidas, y porque el peronismo quería e iba a ganar, después del vigésimo octavo papelón radical. El neoliberalismo tecnocrático se asoció al peronismo a condición de desemprolijarse, de convertirse en un monstruo extraño, posiblemente el más complejo de toda la historia argentina; el menemismo. En cambio, encontró expresión política adecuada, cómoda y natural en la oposición, en el radicalismo y su juventud. En el Frepaso y en la Alianza, y por supuesto en el macrismo, hermano mayor de Palermo, el Tío del siglo XXI, que aprendió muy bien en la UP, la UB o la UADE a gestionar empresas, a gobernar un municipio a través de presentaciones de Power Point. El tecnócrata, el experto en mercado y marketing empresarial, el apolítico cientista social, acaudalado palermitano, el inmortal Quevedo, sin embargo, pierde las elecciones como asesor de Filmus. El que las gana, 6 a 4, es Jaime Durán Barba. Y Durán Barba es ecuatoriano. Mucho peor. Ni siquiera rioplatense, ni siquiera ese sentido de hermandad, esa historia compartida, ese albergar en Montevideo a los contrarrevolucionarios españoles ni a los anti-rosistas, ni ganarle el primer mundial a los brasileros; y el asado directamente no lo hace, ni con carbón ni con leña. Comerá bananas o que se yo. Asesor de Macri en la misma campaña en que Quevedo lo fue de Filmus. Fue el que ganó. Schmidt no le habla, no ajusticia al que ganó en lugar de al que perdió. Es un gesto palermitano raro, debo confesar; acaso una tara radical. Durán Barba remarcó antes del triunfo del PRO que la suya había sido “la primer campaña posmoderna de América Latina”; casi sin grandes movilizaciones, todo a través de los grandes medios de comunicación. “Daniel Filmus –dijo Durán Barba– hizo una vieja campaña de las viejas relaciones”. Jaime Durán Barba, no se si se entiende, que vivió en la Argentina en los ’70, fue “peronista de izquierda” y estuvo con la JP en Ezeiza. Y que nació en Ecuador. Un país en el que la derecha es tan dura que dolarizó todo y a la concha de su madre. Y dolarizó un tal Jalid Mahuad, que era árabe-alemán. Una locura.

Ahora sí, Schmidt opera una crítica muy interesante a la industria cultural palermitana; a sus berretines de prestigio, a la investidura de la biblioteca y la sabiduría, todo como implacable velo de la lisa y llana ambición de zafar, de hacer guita. A veces, también, de la tacañería y la mediocridad. Así son las librerías en Palermo. Lugares amoblados donde se exhibe alta literatura, algo que por suerte The Palermo Manifesto no es, no pretende ser y, aún más, rechaza. Donde hay un barcito lindo, en el cual me encantaría tomarme una birra si el porrón no estuviese doce pesos y el tipo de la barra no tuviese tanta buena onda que me dan ganas de cagarlo a trompadas. Lugares donde se construye una ética burra de perder dinero, una ideología provinciana donde perder guita es parte de la épica independiente y prestigiante de participar en la cultura, y que se complementa con cinta skotch negra en los tomacorriente. Pero pierde Schmidt donde pierde la Carrió, digamos. La Boutique del libro es un lugar insoportable, coincido. The Palermo Manifesto busca transmitir una sensibilidad y lo logra. Pero no intenta lo que debería realmente intentar: crear nuevas relaciones sociales.

Pero cerremos. Schmidt sobre el final del libro advierte que un día acá se va a pudrir todo y sobre Palermo va a avanzar el conurbano. Schmidt tiene que cerrar su libro, después de haberse elegido los enemigos equivocados aunque con mucha voluntad política, reconozcámoslo, con un gesto repetido de temor ante el aluvión zoológico. Un gesto desafortunado, que se completa con el cancherismo reduccionista respecto de la pobreza, el clientelismo y el peronismo. Por eso el libro no es sobre Palermo, sino desde Palermo. Y sin embargo hay que celebrar que en estos días la industria del libro, de entre esa modorra intelectual que provoca la combinación de buena literatura, el prestigio y la derecha, haya provocado The Palermo Manifiesto, que sigue siendo un gesto honesto y político, a pesar de acercarse peligrosamente a la versión invertida y viril de la cadencia blogger confesional femenina.