Por Matías Gomez
Sobre Meridiano de Sangre, de Cormac McCarthy.
Dos escenas.
Una, la primera gran matanza de la novela. El ejército irregular de un tal capitán White, un lunático decidido a continuar la guerra con Méjico por su cuenta, es exterminado por una horda de comanches a pocos días de haber cruzado la frontera. El propio desierto ya se encargó de diezmar a los norteamericanos, que en el momento del ataque no son más que un grupo de zaparrastrosos débiles y muertos de hambre. Los indios llevan encima, literalmente, trescientos años de guerra ininterrumpida. Uno lleva una armadura de conquistador español y otro un vestido de novia, otro un uniforme con galones militares y otro más una galera y un paraguas. Tanto los salvajes como sus caballos van pintarrajeados y adornados con restos humanos y de todo tipo de animales. La carnicería es feroz y no faltan mutilaciones, destripamientos, cabelleras cortadas ni violaciones. Mucho menos falta la sangre, la sangre sobra y si la metáfora no fuera tan vieja diría que la sangre mancha al lector directamente en la cara.
La otra escena transcurre en una fonda de un pueblo perdido en el desierto. La compañía de ladrones y asesinos al mando del capitán Glanton se sienta a comer pero el dueño les dice que no va a servirles mientras un negro siga sentado en esa mesa. Que no tiene nada contra los negros y que por eso les reserva un lugar especial en otra parte de la tienda. Entonces un miembro de la banda se levanta y le pregunta al dueño si tiene una pistola. El dueño dice que no y el otro le tira una sobre la mesa. Ya tiene una pistola, le dice. Ahora mate al negro.
Antes que cualquier otra cosa, Meridiano de sangre es un western, una novela de vaqueros. El protagonista es un pibe que a los catorce años se va de su casa en Tennessee, a los quince recibe un balazo en la espalda y poco después gana reputación enterrándole a un barman un pico de botella rota en el ojo. A partir de entonces va a enrolarse en el ejército del capitán White y, tras sobrevivir a la masacre, va a terminar en la compañía del capitán Glanton, una banda de mercenarios contratada por las autoridades tejanas y mejicanas para exterminar indios a cien dólares la cabellera. Pero Glanton y los psicópatas que lo acompañan no se conforman con matar indios sino que también saquean pueblos y roban todo lo que encuentran por el camino y asesinan a los mismos mejicanos que los tienen como sus liberadores. La sucesión de crímenes y de hechos de violencia no para hasta el final de la novela. Y ni siquiera.
Si McCarthy consigue escapar del puro regocijo sádico es, en primer lugar, porque se ampara en un estricto rigor histórico. De hecho Meridiano de sangre puede leerse también como una crónica de la vida y las costumbres de las poblaciones de frontera alrededor de 1850. La sensación de realismo es tan fuerte que McCarthy logra transmitir con naturalidad una extraña certeza que es al mismo tiempo el clima general de la novela, esto es, que a mediados del siglo diecinueve en la frontera norteamericano-mejicana el Apocalipsis ya había sucedido. No hay nada, ni los poblados ni las ciudades ni mucho menos la gente que los habita, nada que no se encuentre en las últimas fases de la decadencia. De la disolución en el polvo del desierto. La lucha no es para consolidar el territorio de dos naciones sino para quedarse con sus restos.
Por eso el desierto es el escenario ideal para este tipo de novelas, porque funciona como una metáfora del destino. Cuando salen al desierto los hombres de Glanton se convierten en parte del paisaje. Adoptan sus texturas, sus colores, sus climas. El desierto los traga y los escupe convertidos en menos que sombras, en retazos de fantasmas. El desierto desgasta hasta al propio lector, que a veces puede cansarse de tanto polvo y viento y formaciones rocosas y de todos sus misterios y connotaciones metafísicas. Su presencia es tan opresiva como el lenguaje que McCarthy usa para describirlo. El desierto es el símbolo del paso por la tierra y al mismo tiempo el de su final inevitable.
Aunque Meridiano de sangre parece contarnos la vida del “chaval” (como nos castiga una vez más una traducción española), el verdadero protagonista es el juez Holden, su contracara. Holden es una mezcla del coronel Kurtz y Hannibal Lecter. De Rasputín y Terminator. Mide dos metros, no tiene un pelo en el cuerpo y su pasatiempo preferido es violar y asesinar niños. Es filósofo, brujo y científico al mismo tiempo. Habla todos los idiomas, parece haber estado en todas partes y dice que no va a morir nunca. Es la encarnación de la maldad pero también la de la ley, tanto la humana como la sobrenatural. Acompaña a la expedición de Glanton como el mejor (o peor) de los asesinos y además es su guía espiritual. Para el juez Holden el crimen y su forma institucionalizada, la guerra, son las formas más puras del comportamiento humano. Quitar una vida o perder la propia: el hecho de que se llegue a esa instancia demuestra que cualquier consideración moral o ética es secundaria. La guerra es el máximo juego del hombre, la prueba absoluta. La guerra es Dios, dice Holden, y en ningún momento la novela se encarga de desmentirlo.
En Cómo leer y porqué Harold Bloom habla de esta novela como una mezcla de Faulkner y Melville. Pavada de referencia crítica que a la vez funciona como elogio y también como advertencia. Por decirlo de alguna forma: Meridiano de sangre está escrita y concebida a la manera de las de antes. De las grandes novelas del siglo XIX y principios del XX, aunque fue publicada por primera vez en 1985 y, como dice Bloom, su lectura encaja perfecto en el fin de/nuevo milenio. Pretenciosa en el más completo de los sentidos, en sus intenciones y en el lenguaje, busca abarcar un mundo, agotarlo y cartografiarlo y exponerlo en carne viva todo a un mismo tiempo. Exuberante, excesiva, barroca, dura, difícil y, valga la contradicción, de una fuerza y precisión demoledoras. Los diálogos y las escenas de acción y sangre, por ejemplo, son de las mejores que uno va encontrar en cualquier libro. Escenas más potentes que las de Ellroy, me animaría a decir aunque me arriesgue a tener que esquivar un tomatazo.
Y por último una aclaración odiosa: no corran a su librería amiga porque este libro no se consigue. La edición de Debate está agotada y la de Debolsillo todavía no fue editada en Argentina. ¿Para qué carajo sirve una reseña de un libro así? Más o menos lo que yo me pregunto cuando veo críticas y comentarios de libros que las distribuidoras importan por no más de cincuenta ejemplares y que cuestan alrededor del diez por ciento de un sueldo promedio (Anagrama, Acantilado, Siruela, etc). Bueno, a decir verdad éste sí se consigue, y, sin recurrir a Amazon ni a gastos desorbitados, la técnica es ésta: hay que estar un poco al pedo y, como quien no quiere la cosa, meterse y revolver con paciencia en cualquier librería de usados. Mucho mejor si no es de las del centro. Entonces puede aparecer a cinco o diez o veinte pesos. Difícil, pero puede (así lo encontré yo). Por otra parte la realidad indica que Cormac McCarthy ganó el Pulitzer 2007 por La carretera y los hermanos Coen un par de Oscars el año pasado por la adaptación cinematográfica de No es país para viejos, y que a partir de ahí los dos libros fueron editados en nuestro país y desde hace unos meses también Todos los hermosos caballos se consigue en las librerías. Así que bien puede esperarse que los muchachos de la Random Jaus Mondadori distribuyan Meridiano de sangre próximamente. Y si no, muchachos, me mandan un mail y arreglamos para hacerle fotocopias.