El escritor y su público

Por Volquer


Una de las pocas cosas interesantes que tuvo la parte que soporté de la charla de anteayer en Eterna Cadencia fue cuando salió el tema de los lectores. En la Argentina existen poquísimos estudios o planteos teóricos medianamente serios sobre la lectura, sobre las experiencias y los sentidos sociales que se movilizan en el acto de leer. Son pocos los que a esta altura del partido se toman el trabajo de leer a tipos como Jauss o como Iser, más allá de sus limitaciones y de sus contextos de producción. Ignoro como será en otros países, pero acá lo que prevalece es la idea romántica del lector solitario, del esteta que genera un pliegue íntimo en la experiencia en base a la lectura. El elogio a la sutileza y a la “literatura de izquierda” que trabaja con el lenguaje encubren, en realidad, un racismo de la inteligencia que viene de la autonomización de las prácticas literarias y tiene efectos palpables en lo que se escribe. La idea de juntar a “escritores” con sus “lectores” viene de ahí. El resultado es la cristalización de la figura romántica del autor y de la idea liberal del lector entendido como creador curioso, a veces ensayista pero en general un poco mogólico. Porque, hay que decirlo, el sistema de jerarquías culturales sigue funcionando, y “un buen lector” siempre es bastante menos que “un gran escritor”. Aporías e hipocresías se solapan, alimentadas por instituciones tan tristes como la carrera de Letras.

Lo cierto es que hoy todo el mundo es escritor y que la jerarquización en base a la “obra publicada” resulta cada vez más endeble. Existe, funciona socialmente, y uno de sus efectos es la organización de reuniones como La Cadencia del Asunto, donde unos cuantos escritores se hacen pasar por “lectores”. Montados en el antiguo prestigio social de la literatura, reproducimos de manera fantasmática ciertos rituales que carecen de performatividad. En el fondo, cada uno lee desde donde su trayectoria social o su anhelo de legitimidad cultural se lo prescribe, y los intentos de desbordar esos límites, casi siempre escasos, chocan con el servilismo de lo heredado y la hegemonía de un modo de leer que ha demostrado ser largamente inservible. Si la literatura cifra el avenir de lo social, o si opera una restitución histórica, si la literatura es una “máquina de pensar” que elabora algo “más real que lo real” con sus materiales, hay que decir de una buena vez que sus aportes a las tomas de decisión en la política son muy limitados. Si, por otra parte, es una práctica de resistencia de ciertos sectores marginales y parásitos de las clases medias urbanas, si construye lectores porque “cada lector es un mercado” y eso tiene influencia en los procesos de subjetivación, que, en el largo plazo, influirán en las luchas por la hegemonía cultural, hay que hablar entonces de una durísima derrota en términos comunitarios, y de un triunfo del género que es a la literatura lo mismo que el pop a las artes visuales: la autoayuda, el verdadero corolario del lector activo que nos regala la hegemonía liberal. O, quizás, de su hermano siamés: el lector esteta, el que lee por la experiencia misma de lectura, el flaneur un poco apático que en realidad termina profesionalizándose en las instituciones educativas.

Lo notable es que ayer, y de modo no deseado, se produjo una partición entre tres modos de concebir al lector. Martín Kohan, sentado paradójicamente a la izquierda del público, sostiene absolutamente todas las mistificaciones del escritor autista: alienado de sus lectores, sólo piensa en sus materiales, esto es, en el lenguaje, discurso social, discurso sobre el discurso, etc., y después que pase lo que pase. Esta posición, al menos discursivamente, era compartida por Leo Oyola, un autor que, desde su propuesta narrativa, está las antípodas. El argumento de Oyola era el mismo pero inverso: no se puede saber quién te lee, por eso hay que escribir para todos, facilitar la lectura. Respetar al lector no es “conmover sus certidumbres” sino producir identificación con la historia que se está narrando. Oyola es auténtico porque escribe desde el deseo de no hacerse concesiones, esto es, con la vocación de no repetir la receta, sino encarando la singularidad de la experiencia de escritura. Terranova, en el medio, dijo algo que me pareció, quizás, y dadas las condiciones actuales, más atinado: yo escribo para mis amigos. Aunque después lo matizó y terminó con una extraña teoría sobre la seducción editorial, hubo ahí una voluntad de inscribir la escritura en una circulación comunitaria, esto es, en primera instancia, y antes del encuentro con el “mercado” (que no es mercado si hablamos de 200 o de 500 lectores, porque la trama social que lo soporta sería fácilmente reconstruible sin necesidad de recurrir al anonimato), pensar la circulación del libro en un primer anillo de lectores-amigos con los cuales el intercambio cara a cara, y el trabajo diario en el blog, resulta fundamental.

Esta vocación de inscribir la obra en los amigos, de que el libro funcione como una suerte de tecnología de la amistad, permite la amplificación de sus efectos y es, en realidad, mucho más “resistente al mercado” y mucho más político, en primera instancia, que hablar sobre el nazismo. Si, además, lo político se suma como vector temático, y el libro es disfrutable por el segundo y tercer anillo de lectores enunciado por Oyola, estamos ante un acontecimiento que puede ser politizable. Esta variante, al menos, nos permite salir del mito de los “long sellers” que, en tiempos de internet y superproducción cultural, dejaron de existir. Y restituir el rol político del escritor, en tiempos donde muchos no hacen otra cosa que quejarse sin proponer nada.