El verdadero observatorio de medios

la chicago argentina está cerca

por Diego Vecino

Pasé el fin de semana largo entre los pliegues del clásico rosarino. Las calles parquizadas, el verde, el Paraná, el progresismo. Las chicas son más lindas, inteligentes y sencillas que en Capital, y –relativamente– hay más espacios de cultura y arte allá que acá. El tachero que me llevó a la terminal me dijo: “Hablando mal y pronto, en Buenos Aires te cogen y a la semana tenés el pibe”. En Rosario hay una noción muy acabada sobre lo que es Buenos Aires: una ciudad violenta y sumergida en el caos, que fagocita todo lo que tiene cerca.

La santafecina es una ciudad tensionada entre el modelo del conglomerado urbano latinoamericano y el estilo de vida lento y chato del interior del país. El imaginario rosarino forma diferencias tanto de los porteños como de los santafecinos. Los primeros por garcas, los segundos por pajeros. De nosotros, porque tenemos motochorros y paco, de ellos porque duermen la siesta de 13 a 16 los días de semana. Para nosotros, Rosario sigue siendo un modelo de proyección nacional, opuesto al de Buenos Aires, al que miramos con recelo porque amenaza sinceramente nuestra hegemonía, sustentada en históricas razones que siempre nos distinguieron del Interior como la metropoli canchera y concheta; el puerto, el vinculo espiritual y snob con Europa y la relación de fascinación y miedo de nuestras clases medias con los sectores populares: La Cabeza de Goliath. Rosario, en cambio, es la ciudad socialista en una provincia históricamente peronista, con casi todos los indicadores de calidad de vida altos. No hay mucho ruido, ni mucho tráfico, ni mucha mala onda. Las cosas que se consumen en Europa y Estados Unidos, que se consumen acá con delay, llegan allá casi al mismo tiempo. Rosario es la proyección inversa de Buenos Aires, en casi todo. Hay televisión, wi-fi, espacios verdes, cerveza barata, mini-markets que venden droga, todo limpio, elegante y controlado. Es una ciudad respetuosa donde la gente te recibe sin desconfianza, donde los bondis no pasan tanto, donde el edificio más alto tiene 30 pisos y es famoso. En Rosario no pueden creer que Buenos Aires haya dado nacimiento a los floggers. En Rosario los superclásicos y el ascenso no importan.

La compleja relación entre Rosario y Buenos Aires está alimentada en la historia. Entre 1862 y 1873 la ciudad santafecina fue promovida y designada como Capital Federal, en cuatro oportunidades. Había sido el puerto más importante de toda Sudamérica y todavía era un punto fundamental de comunicación con el norte del Cono Sur. Indudablemente, parte del proceso de construcción de hegemonía del unitarismo tuvo que ver con bajar a Rosario de sus aspiraciones.

Sin embargo, Buenos Aires es una parte constitutiva del imaginario rosarino, y de alguna manera la forma en que Rosario ha interpretado el fútbol es una proyección de esas complejidades que tensan el sistema de símbolos de la ciudad. Y el fútbol en Rosario organiza y jerarquiza en gran medida y para amplios sectores el esquema de valores y sentimientos. El fanatismo por el fútbol del rosarino no tiene precedentes y llega al punto de la enfermedad mental. Las peñas, los cantos y los colores de ambos equipos aparecen en los lugares menos pensados, decorando grandes zonas de la ciudad o apenas detalles en los portones, casas y calles, delatando una afinidad silenciosa. El fútbol es omnipresente y el odio entre las dos hinchadas es irremediable. Newells, el rojo y negro, es un club de tradición elegante, de buen juego y de orgullo aristocratizante. Rosario Central, azul y amarillo, documenta cierta épica nacional y popular de sectores medios y medio-bajos. De alguna manera, es el club más porteño. Newells, en cambio, es inobjetablemente rosarino. Rosario respira al ritmo de los hitos que han ido signando ese partido a lo largo de la historia, que son épicos. Es el clásico con más previa del fútbol argentino. Naturalmente, cifra un enfrentamiento cósmico entre dos modelos sensibles, su grado cero, que otros clásicos del fútbol argentino –como Boca-River o Racing-Independiente– insinúan de manera más solapada o infiel. Esa expresión difusa de una sensibilidad que tiene que ver con formas de percibir y anhelar el mundo, trasciende en mucho la mera adscripción a un cuadro de fútbol y se funda en ritos estabilizados y reiterados que constituyen individuos. Es en ese sentido que tanto Rosario Central como Newell’s proyectan modelos de país.

Hermes Binner –hincha de Newells–, el hombre que ha exportado el modelo de elegancia, desarrollo y socialismo modernizante a Santa Fe, fue quien acabó con más de veinticinco años de hegemonía justicialista en la gobernación de la provincia, y quien de alguna manera expresa con mayor grado de depuración y refinamiento la lógica política autónoma que ha producido una ciudad cuyos intendentes, desde la vuelta de la democracia, fueron siempre socialistas, salvo por el período ’83-’89, en donde el cargo lo ocupó un radical. Como intendente de Rosario, Binner se encargó de dar a la ciudad su costanera y sus parques: una apariencia entera que contrastara y conjurara al neoclásico y filo-fascista Monumento a la Bandera, construido en los ’40. Imponente, el monumento recuerda a la Rosario socialista la amenaza perpetua de su inversión: Buenos Aires. Recuerda la existencia de otras lógicas de construcción de “lo político” vinculadas a la movilización de las masas, los intercambios políticos informales y extra-institucionales, la epopeya nacional como mito-poética de lo popular, etc. Amenaza, por cierto, que alguna vez fue realidad en Rosario, cuando fue uno de los bastiones de resistencia popular a la fusiladora y la proscripción de dieciocho años.

De la misma manera, Rosario actualiza frente a Buenos Aires el interior del país, su espejo y perpetua contraparte en el drama nacional, y lo presenta como un modelo exitoso de desarrollo económico y sentimental. Rosario es una ciudad de clases medias profesionales con vocación cultural, orgullo local, sensibilidad barrial y pasión futbolera. Buenos Aires tiene eso, pero organizado por el vértigo, el tráfico y el crimen, la silenciosa y acechante plebe, y una estúpida sensación de desprestigio que implica el reconocerse parte de la pequeña-burguesía. Rosario realiza lo que La Plata, como ciudad joven y de clases medias, jamás logró por estar demasiado absorbida por la lógica de subsistencia bonaerense, y lo que Córdoba, como conglomerado urbano e industrial de importancia y segunda ciudad más poblada del país, tampoco habilitó por estar muy sustraída del sistema de representaciones políticas y culturales argentinas: representar al Interior del país a través de un modelo alternativo de construcción nacional con características modernizantes.

Es evidente, sin embargo, que entre la Capital y Rosario hay vínculos y continuidades. Los rosarinos quieren venir a Buenos Aires a divertirse, ver teatro, recitales y emborracharse; los porteños añoramos la vida sosegada y activa que ofrece Rosario. Esa permeabilidad habilita interesantes desplazamientos y anomalías. Hermes Binner encarna una línea autónoma del socialismo, no del todo en sintonía con el PS de Capital y, sobretodo, receloso del pacto con el radicalismo, que es la versión degradada, gorila y de trazo grueso de ese posible movimiento de colonización nacional que pretende el modelo rosarino. El peronismo, por otra parte, alberga zonas muy importantes de sintonía con esa mirada institucionalista y modernizadora, que combinadas con la larga tradición política y cultural del pejota, dieron al kirchnerismo como formación ideológica progresista y hegemónica.

Plan de evasión

por Nicolás Prividera


(Texto leído en la presentación de Los topos, de Felix Bruzzone).

No seré original al decir que podemos figurarnos el campo del arte como una gran novela familiar hecha de amores y odios, de discretas luchas por la cabecera de la mesa y violentos juicios de sucesión. Pero la metáfora familiar se hace en este caso literal (y explica el por qué de su procedencia) cuando pienso en algunos autores reunidos por una misma historia (más que por una misma causa): me refiero a los que cargan con el peso de ser “hijos de desaparecidos”, y que son de algún modo el rostro más reconocible de ese colectivo difuso que es nuestra generación, la de los nacidos en los años ‘70. Porque las obras de algunos de ellos hacen de la “diferencia” una forma y una formulación: son “mutantes” (como los seres nocturnos de las películas que nos ayudaron a conjurar el terror). Obras que se resisten a ser confinadas en un lugar seguro, reapareciendo siempre bajo la forma más inesperada.

Y esa constante e imprevisible “mutación” (que Félix utiliza como procedimiento central en Los topos) de algún modo nos representa (sin que ese involuntario “nosotros” esté determinado por la común historia, sino mas bien por la necesidad de hacer algo con ella, de darle sentido a esa experiencia). Pues lo notable de la literatura de Bruzzone es que (además de lograr indagar en “lo siniestro” desde la extrañada mirada de una infancia recuperada mas allá de la orfandad) explicita y pone en el centro de la escena la esencial “inadecuación” de los hijos (de cualquier generación perdida): ese estigma que usamos como un arma (como si hubiéramos leído programáticamente a Erving Goffman). Y no hay duda de que las obras más provocadoras son las que trabajan precisamente sobre esa “disonancia”: pues lo que distingue a estas obras “mutantes” es precisamente el hacer de esa “diferencia” una política en sí misma.

Porque sus discrepancias también son internas: sus distintos presupuestos, métodos y estrategias permiten no esencializar la condición de “hijos” de sus autores, aunque esto no signifique negar los lazos que nos unen, en el contexto mayor de nuestra generación (de la que somos, en cierto sentido, la cabeza: pero más como simbólica referencia que como vanguardia iluminada, digamos). Pues si toda generación se define por oposición a la anterior, en nuestro caso es difícil “matar a los padres” cuando el Estado lo ha hecho literalmente por nosotros.

Volviendo entonces a la analogía fantástica, podríamos decir que si por un lado hay hijos “replicantes” (que repiten las inflexiones fantasmáticas de la voz del padre), y por el otro lado hay hijos “frankensteinianos” (que pretenden escapar de ese mandato negándose a su destino hamletiano de reclamar simbólica venganza), entre ambos están los hijos “mutantes” (que asumen su origen pero no quedan presos de él).

La condición “mutante” ayuda a escapar de ese laberinto por arriba, y a buscar las respuestas en el presente (o incluso en el futuro) más que en el pasado. Y lo más estimulante es que esa “mutación” produce obras abiertas, imperfectas, y de múltiples caras (aunque no escapen a un involuntario “espíritu de época”) cuyo aire familiar es su ofendido pero nunca humillado desamparo, que sabe que esa intemperie puede ser también una condición de posibilidad, para construir desde esa mirada un inquebrantable mundo propio.

(Y abro un paréntesis para dar un ejemplo en forma de anécdota: hablando con Félix, descubrimos sin asombro que el primer libro que ambos leímos fue Crónicas marcianas de Ray Bradbury, y que el cuento que nos había causado mayor impresión es aquel en que un marciano va mutando según los deseos de los integrantes de una comunidad humana, hasta desintegrarse bajo el peso de sus desaparecidos. Pero esa metáfora negativa de la necesidad de individuación, nos dice también que el único modo de evitar que el peso de las generaciones muertas aplaste como una pesadilla el cerebro de los vivos no es negarlo, sino más bien dejarse atravesar por su fantasma sin intentar retenerlo).

Terminó así estos breves apuntes diciendo que habrá que seguir leyendo a Felix Bruzzone, del modo transversal que él mismo proyecta en sus libros (en la lectura extendida que va de los germinales cuentos de 76 a su primera deriva novelesca en Los topos), porque esa transversalidad define de algún modo su proyecto: atravesar la eterna división entre Florida y Boedo (representada hoy por Airanos y Neoboedistas) para trazar, más que un puente, un túnel.

No en vano su novela evoca en su título a ese animal deleuziano, que excava rizomáticos caminos bajo la superficie, conectando zonas que parecían imposibles de unir. Y no lo hace para reconciliarlas, sino para proponer una salida inesperada, haciendo estallar nuestras módicas presunciones, nuestro complaciente desaliento. De eso se trata, finalmente: de abrir puertas en los muros, gracias a esa invisible actividad subversiva. Pensando la novela como “plan de evasión”: pero no en el sentido de Bioy, como evasión de lo real hacia la literatura, sino como evasión desde la literatura hacia lo real, a través de ese cruce entre autobiografía y novela, entre historia y ficción. Tal vez solo así podamos también nosotros transformarnos en “los topos”, si logramos leer el libro como plan de evasión y obrar en consecuencia.


Sobre Autobiografía Medica, de Damián Tabarovsky

Por Hernán Vanoli


Novela de probeta

La historia de Dami, especialista en marketing acechado por la enfermedad y por la literatura en su imposible camino al éxito profesional, gana cuando Tabarovsky hace sociología rápida, esto es, cuando critica al mundillo itinerante de la poesía (“¿Se han vuelto las lecturas de poesía la forma canónica de animación de fiestitas infantiles?”) o a la manipulación sentimental de los exiliados setentistas. También cuando incorpora la diatriba breve o narra, muy desde lejos, la arquitectura interna de las grandes corporaciones. Pierde, en cambio, cuando aburre con su defensa de la digresión, con su vindicación de la literatura como mera interrupción del sentido, o cuando teoriza sin agregar nada nuevo a la divulgación de teoría francesa de fines de los noventa que bien puede rastrearse en Wikipedia. Mientras que la recurrencia permanente a citas de autoridad de pensadores extranjeros (entre los que, por supuesto, no falta Borges) funciona de a momentos como feliz motor de un relato que en realidad no avanza, la suficiencia y resignada distancia con la que son tratados los grandes temas y conflictos que roza la novela hacen pensar en su ilustración de tapa: pruebas de probeta, repetitivas y asépticas.

Reconozcamos, sin embargo, que la Autobiografía Médica de Damián Tabarovsky tiene una voluntad de diálogo con lo contemporáneo que la hace, en un principio, sugestiva. Aunque exagere un poco con la importancia del trabajo como mecanismo subjetivante, su mayor virtud consiste en señalar ciertas aporías y contradicciones no sólo de los géneros discursivos más en boga –y pensemos que la autobiografía, en sus diversas mutaciones, es casi lo único que se escribe -, sino también de ciertas literaturas de la seriedad vacía, la corrección profesionalista o el virtuosismo calculado. Afrancesado y cool, inteligente de a momentos, el narrador que lleva los hilos de la novela tiene bien en claro que la autobiografía es siempre la forma en que se cuenta una patología crónica; sabe que entre marketing y literatura existe un sistema de préstamos y de tensiones que los hace fácilmente homologables, y que el mismo marketing, los estudios de tendencias, los coolhunters y los gurúes de la publicidad se apropiaron de la capacidad de innovación no sólo de las vanguardias artísticas y políticas, sino también de la vulgata teórica que sin éxito pretendió retomar su huella. El problema, entonces, no se juega en el nivel de los temas ni de los procedimientos, sino que se vincula a un proyecto cultural elitista que, en última instancia, condena a la literatura a una negatividad entre inútil y regresiva.


Publicado en la Sección Culturas del Diario Crítica de la Argentina, 9/5/09.

miserias del trotskismo, derrota del setentismo

por Diego Vecino



En la usina de pensamiento lujoso que son los comentarios anónimos a pie de página, Graciela de Aldo Bonzi le dice a José Pablo Feinmann: “qué hizo ud. por los argentinos, nunca nada, solo es un boludo”. Es un poco exagerado. Nuestro amigo Patricio Erb fue más sutil criticando en éste blog y en el suyo a Timote, la última novela del filósofo, donde se confunde el asesinato de Aramburu: reduccionismo, fatalismo, frivolización. La lucha armada en los ’60 y ’70 es un tema fuertemente hegemonizado por discursos cristalizados y sentidos comunes. Un tema revisado y cerrado por los cuadros más importantes de la nueva derecha alfonsinista, en buena medida protagonistas de esos procesos. En ese contexto, cualquier versión más o menos extravagante aparece a priori legitimada como nueva y jugada. Pero Timote es un mal libro, regresivo y flácido, que deshistoriza, mezcla y confunde. Detrás de él se intuye una decadencia.

En la revista Contraeditorial del mes de Marzo Eduardo Sartelli polemiza con José Pablo Feinmann. Con tino, vuelve a introducir la variable política y de coyuntura a un debate que a la distancia aparece museificado. Sartelli le reclama una visión inocente de los ’70: el juicio a Aramburu no fue el emergente de una fatalidad telúrica, sino una decisión política de la dirección política de una fuerza revolucionaria; los jóvenes muertos no fueron pobres jóvenes arrastrados al vértigo del destino trágico, sino militantes revolucionarios; la Argentina de esos años no fue un producto dramático del Tánatos colectivo freudiano, sino la consecuencia del avance de las fuerzas de la reacción. En todo esto tiene razón nuestro célebre anticipador de la crisis del capitalismo mundial. Pifia, en cambio, cuando dice que el proyecto de Montoneros no era la revolución (con todos sus límites y contradicciones). Y mucho más al desconocer irrisoriamente el valor de tantos intelectuales nucleados en los contornos del peronismo y emergentes indiscutibles del proceso de nacionalización de las masas y ampliación de la base del sistema político que habilita el mismo peronismo. Llamar al socialismo nacional “ese engendro” parido por Montoneros, negando una genealogía vasta –e indudablemente más rica que la del trotskismo argentino, triste, melancólico y universitario–, que se inicia en el PSRN de Abelardo Ramos, en la radicalización del pensamiento de John William Cooke, en la propia actividad de Santucho en la época pre-PRT, etcétera, sólo puede ser entendido desde la inoperancia política y las limitaciones intelectuales que caracterizan al trotskismo.

Sartelli arranca dudosamente, también. Chiquitaje: ¿el EGP de Masetti es “del Pueblo” o “de los Pobres”? (por cierto, es lo segundo). Anota en un momento: “El peronismo nunca tuvo grandes intelectuales de su lado, por lo menos mientras fue gobierno”. La frivolidad de esta frase es pasmosa. No solo es un error, sino que incluso en su intención de encarnar un trotskismo sofisticado y “culturalista”, es incapaz de procesar con un poco de fineza los procesos complejos de la cultura. La forma en que el campo cultural procesó complejamente los cambios vertiginosos de la serie social y política requiere de mayor flexibilidad que la dudosa categoría de “intelectual peronista”. Aún así, el peronismo organizó en gran medida la circulación de discursos intelectuales al interior de la sociedad, tanto hacia la izquierda como a la derecha. Imagino que los “intelectuales críticos” ubicados en este último margen del espectro político son los que Sartelli reivindica, siendo el liberalismo golpista la única fuerza capaz de habilitar la emergencia de intelectuales antiperonistas de primer orden. O quizás hable de los gramscianos alfonsinistas, que inventaron la teoría de los dos demonios.

Por supuesto, esta no es la parte más terrible del artículo de Sartelli. Tampoco es del todo exasperante el momento en que hace uso de la estrategia trotskista de vergüenza ajena por excelencia para atacar al actual gobierno: la enumeración histérica de hechos confusos (“Al [gobierno de Kirchner] que continuó esa verdadera confiscación permanente al salario obrero que es la devaluación, mientras subsidia a los capitales más grandes del país” ¿¿??) y la mención al hecho de que Cristina gasta mucho en ropa. Chiquitaje revolucionario que une a Sartelli con el programa que Lanata tiene ahora en Canal 26.

Sí es terrible que tras el ejercicio esotérico y venial de Timote Sartelli identifique la “decadencia del intelectual peronista”. Pero está equivocado. Es claro que hay una decadencia. Nuestro historiador trotskista la tantea, la intuye en algún lado. Diagnostica mal, sin embargo, porque la degradación y ocaso no es del peronismo, sino de la generación de intelectuales a la que pertenece Feinmann, que progresivamente ha ido envejeciendo, y se ha vuelto incapaz de procesar los nuevos fenómenos socio-culturales a instancias de simplificarlos a veces –como en Timote– inexplicablemente. Ciertamente, la avejentada y taciturna emotividad setentista está en una crisis que se profundiza con su recursividad constante. La laboriosa incapacidad del colectivo Carta Abierta para interpelar a los sectores medios urbanos frente al conflicto del campo, por ejemplo, expresa los límites muy tangibles del proyecto cultural que la intelligentzia kirchnerista propone, y que se alojan en la incapacidad de intuir la nueva sensibilidad de época, que sí comprende –por ejemplo– la derecha macrista. Las reediciones inútiles, la perpetua revisión del peronismo del siglo XX, la misma insistencia con la inútil categoría de “intelectual”, la sujeción de la agenda cultural a la perpetua reelaboración de una tradición cultural y literaria y la tara de la “memoria”, son otras manifestaciones de una generación temerosa y derrotada. O, para decirlo distinto: el kirchnerismo está a la izquierda de sus intelectuales; y en gran medida ellos tienen la culpa de sus zonas tibias.

El peronismo, en cambio, sigue siendo ese gran horizonte simbólico que organiza el relato político argentino de las nuevas generaciones que se reproducen en circunstancias informales en espacios plebeyos.


Los Think Tanks II



Segunda parte de la muy buena entrevista que nos hizo Patricio Erb para su blog Letras Incómodas

Los Think Tanks


La comarca de pensamiento indigente de Hacia el Bicentenario sigue en marcha.

Acá, la primera parte de la excelente entrevista que Patricio Erb realizó a Hernán Vanoli y Diego Vecino en su nuevo blog. Literatura, marketing, política, crítica, talleres y muchas cosas más.

Abajo, el debate Linne - Shalom en torno a LTS, el ya no tan reciente libro de la Carla Bruni de la literatura joven.

Pola o la seducción: huele a espíritu contemporáneo
por Joaquín Linne

Las teorías salvajes (Entropía, 2008, 250 páginas.), de Pola Oloixarac, es una novela ágil, deforme, viral y rizomática como la web.

Esta novela recorre varios géneros y formatos a través de una prosa intelectual llena de referencias y consumos culturales de Filosofía y letras y la web. P.O., liberada de muchas de las ataduras que constriñen a la literatura argentina contemporánea, escribe un relato que es fácil criticar, que no es fácil abordar si uno no está habituado a esa clase de lenguajes (académicos o digitales) pero que es muy seductor para jóvenes que pivotean, al igual que los personajes, entre la cultura fija y letrada de las universidades humanistas y la vorágine de sobreinformación y nuevas formas de socialización que proliferan en Internet. Entre la adicción a los consumos culturales clásicos (libros, discos, películas) y la adicción a los consumos de la red virtual, más cerca de Taringa que de Wikipedia, esta novela logra describir, a su manera, cierto estado de la cuestión de los jóvenes universitarios de la clase media porteña. Este efecto de realidad y contemporaneidad se da, en parte, al incorporar ciertos recursos narrativos de la superficie blogger, como los links, la inclusión de fotos, ilustraciones y gráficos. Por otro lado, esta es una novela, no como las adaptaciones de blogs exitosos -Naughty bits, etc.- a formato libro.

En esta novela que editó Entropía podemos sentir, a través de las peripecias de los personajes Kamtchowsky, Mara, Andy y Pabst, el zumbido de las teorías de la posmodernidad -el posestructuralismo y el deconstruccionismo-, y una seductora y también hiperestilizada ironía que ataca más de un tabú o lugar sagrado de la sociedad argentina de modo políticamente incorrecto: los militantes de los setenta, la izquierda nacional, los profesores universitarios, los downs, Lacan, el sexo, las drogas, el Che Guevara, los hackers, Galeano, la culocracia, el psicoanálisis, etcétera. ¿Por qué estos temas no son abordados –salvo alguna excepción- por la narrativa argentina?

De alguna manera, Las teorías… es una variación con mucho oficio del mejor humor judío neoyorkino aplicado a la realidad argentina. Atacando al progresismo rimbombante y amable de la clase media porteña desde distintos flancos (en sintonía con El ignorante, de Terranova, pero de modo más diluido y en formato novela), la primera novela de P.O. -¿ultra chic-high lit?- logra molestar e incomodar a muchos de sus lectores. Si uno tiene un blog es probable que por primera vez se sienta identificado de esa manera, en esas practicas herejes que se comparten con Pabst, el personaje nerd-blogger. Hasta ahora la literatura argentina, tal vez siguiendo a Leavitt en Equal Affections, había incorporado a su imaginario personajes que chatean (La ansiedad, de Link; El pornógrafo, de Terranova; Guan to fak, de López). Del mismo modo que en el siglo XX las influencias recíprocas entre el cine y la literatura se volvieron inobjetables, tal vez en el siglo XXI la comunicación entre la literatura e Internet tenga una dinámica parecida. Lucida, original y fresca, la novela de Oloixarac retrata un mundo emergente, parte de una generación que todavía no ha sido alcanzada por el delay de los géneros literarios.

Sin perder la distancia irónica, pero dándole una vuelta de tuerca a esa casi obligada marca de época, P.O. despliega una mirada implacable sobre todos los objetos que retrata, y de ese modo -como si estuviese construyendo una enciclopedia esquizofrénica con definiciones bastardas- mapea el sistema cultural porteño con un estilo desacralizante e irreverente.


Sobre la novela y Las teorías salvajes de P.O.
Por Ariel Shalom

En varias reseñas y comentarios sobre Las teorías salvajes de P.O. aparece recurrentemente el nombre de Houellebecq para insertar la novela en cierta tradición y así dar pistas al lector sobre lo que puede encontrar.

No me interesa hacer una apología del escritor francés pero le reconozco un gran mérito: Houellebecq es un novelista. Un novelista capaz de comprender la realidad contemporánea —los sueños revolucionarios gastados, la agudización del capitalismo y sus formas, la rebelión individual— a través de un cruce potente entre cinismo y sentimiento trágico de la vida y sobre todo a través de subjetividades capaces de intelectualizar el mundo, de penetrarlo con una mirada sociológica, pero que vibran al mismo tiempo desde la humanidad más profunda.
Nada pero absolutamente nada de esto puede vincularse con la novela de P.O.
Simplemente porque P.O. no es una novelista.

¿Qué entiendo por novelista? Creo que un novelista debe ante todo explorar lo humano en su carnalidad. Y no importa si se cataloga a su novela de histórica, filosófica o realista. Porque también leí por ahí (no hay más que ver la contratapa de Daniel Link) que Las teorías salvajes es una novela filosófica. ¡Maldita necesidad de catalogar! Me da escalofríos ubicar en la misma serie este texto con cualquiera de las ficciones de Camus, La naúsea o incluso Adán Buenosyares. Las teorías salvajes es más bien una serie de ideas: interesantes, a veces, bien escritas, sin duda; un conjunto de situaciones freaks y delirantes, a veces efectivas pero casi siempre de un humor fallido, del reviente intelectual de la Facultad de Filosofía y Letras, y cuyo encuentro con el género novela es tan infeliz que más bien debería clasificarse (si esto fuera posible, porque aquí lo inclasificable no es ningún mérito) de paper con pretensiones de novela.

La novela tiene (o debería tener) una función democratizante. Si hay novela histórica, filosófica o científica, es porque allí se humaniza una aproximación disciplinaria, se la saca de un discurso para ponerla en otro que busca comprensión viva de lo humano. Entiendo a P.O. cuando en una entrevista con Terranova dice que Spinoza no puede apelar a una historia para expresar su descripción del mundo, pero que es como si te contara una historia donde lo emocionante radica en su “escritura pura”, “de argumentaciones acérrimas”, y que a ella le tocan “directamente el cerebro”.

Muy bien. A quien le guste que le toquen el cerebro que lea esta novela.

¿Por qué falla Las teorías salvajes?
Porque es un libro a medio camino.

Como teoría antropológica se diluye en la novelización. Como novela queda fatalmente fagocitada por la teoría. P.O. pretende que novelar es darle a la teoría algunos condimentos narrativos: un tono distendido de comedia satírica y una historia ¿marco? que también busca ser sátira y parodia. La joven K., la protagonista, se inicia en el aprendizaje de la conquista amorosa mientras desarrolla sus teorías sobre la guerra y la seducción.

P.O. no logra en ningún momento fundir los dos niveles. La teoría flota por un lado y la ficción avanza a los ponchazos por otro (aburrida, superficial). El comienzo del libro, con ese relato “duro” (por científico) de un rito de iniciación, pretende ser el correlato del relato de iniciación de la protagonista (al modo de la novela filosófica alemana tipo bildungsroman).

Las teorías salvajes son un rejunte (por momentos lúcido, hay que reconocerlo) de ideas propias y ajenas —o mejor dicho de propias robadas y propias ajenas (las falsas citas están por todos lados)—, que permiten comprender las subjetividades contemporáneas con la misma fuerza con que lo haría cualquier paper filosófico leído en la cápsula de la carrera de Filosofía. Es decir, con ninguna. Simplemente porque P.O. no consigue conectar la realidad con la teoría, y porque la realidad que cuenta, la del under de jovencitos catedráticos de la carrera (saturada de humor fácil de drogas y sexo, de referencias a blogs, de experimentación gráfica con fotos como en un blog, y otras cifras de lo contemporáneo que apenas si nos dicen algo interesante de eso), está contada sólo para el under de jovencitos de la carrera y algunos otros afines.

Mientras uno avanza en la lectura tiene una sensación muy desagradable: que una mala conciencia hace alusiones a los setentas y al peronismo guerrillero sólo para politizar un poquito el asunto. La lectura de los setentas es tan banal, tan alejada de una experiencia viva, que sólo logra ser un eco balbuceante de “Peter Capusotto y sus videos”. Tal vez sin ellas, la historia, con sus teorías de la vuelta de lo primitivo, de la presa vuelta cazador, teoría que además nunca parece ser dicha en serio pero que en el fondo tiene la lamentable pretensión de ser seria, tendría un alcance (de lectores) reducidísimo. ¿No será por eso que P.O. puso sus teorías en una novela, género que admite cualquier cosa, de modo de no quedar expuesta al fallo de sus pares y deslumbrar a los ineptos groupies palermitanos?

Estampas de Buenos Aires

Por Hernán Vanoli


Beatriz Sarlo escribe La ciudad vista preocupada por un arco de transformaciones que redefinieron la geografía social, emotiva e identitaria de Buenos Aires a lo largo de los últimos veinte años. El resultado es una obra que muestra una vocación de asir la complejidad de la ciudad actual, conservando la especificidad de la mirada sobre lo urbano y sin renunciar a las categorías analíticas y a los supuestos epistemológicos que hicieron de Sarlo una figura cuestionada por muchos y venerada por otros tantos.

Situado en la paradoja de incurrir muchas veces en el flaneurismo turístico del que pretende diferenciarse, La ciudad vista se organiza en fragmentos de amena lectura, gracias a un cruce entre la crónica, el diario de citas bibliográficas y la descripción densa propia de la etnografía. Sus cinco partes, cada una dedicada a una entrada específica a lo urbano (la exposición pública de mercancías, la pobreza, la inmigración, la ciudad y el arte, y finalmente la ciudad y el otro extranjero), tienen como insumo principal a las derivas de la propia Sarlo, ilustradas con un material fotográfico tomado por la autora. La estructura fragmentaria del ensayo se corresponde, entonces, con la hipótesis de una ciudad que se expande en capas yuxtapuestas, sin un eje claro, y donde lo que George Yúdice llamaría el recurso de la cultura se monta sobre la especulación inmobiliaria y el turismo como principales motores económicos. Del mismo modo, la vocación omniabarcativa del libro (que va desde el poco visible Barrio Charrúa hasta los recientemente visibles floggers) hace sistema con el poco comprometido pispeo cuando el problema son los márgenes de una ciudad donde diferentes oleadas inmigratorias se solapan con los nuevos pobres.

La pregunta que organiza esta proliferación de géneros discursivos y de temas es ambiciosa: dar cuenta de las tensiones, solapamientos, préstamos y fricciones que se dibujan entre la ciudad escrita, la ciudad imaginada, la ciudad experienciada y la ciudad real. Si bien el hincapié en la privatización de los espacios públicos, y su extrapolación a diferentes escenarios de la cultura urbana puede resultar simplificadora, el texto gana en aquellos momentos donde se apoya en ejemplos sacados de materiales narrativos y poéticos recientes, y cuando los análisis se concentran en objetos específicos de los que se extrae una historización minuciosa e iluminadora. La comparación entre el ideal arquitectónico y el proyecto urbanístico encarnados por Kavannagh y el Rockefeller Center neoyorkino, o su abordaje a las llamadas “fábricas culturales” y al espectáculo televisivo de la delincuencia son ejemplos de esto. Hallazgos, vale decirlo, que pierden fuerza y capacidad interpretativa cuando el dispositivo Sarlo, y sus prenociones muchas veces transformadas en prejuicios (las villas serán “monstruosas”; las ferias estarán atestadas de “mercancías inútiles”; los cíbers tendrán el clima de “carbonerías” propias de la primera revolución industrial) fagocitan al análisis desde adentro.

Pivoteando entre Borges, Martínez Estrada y Roberto Arlt, y releyendo estas tradiciones con la habitual solvencia, la transparente belleza de su prosa logra que Sarlo busque un lugar propio al interior de este panteón, aunque su elitismo antes modernizador y ahora fatalista la ubica en algún punto difuso entre el primero y el segundo, y en la vereda opuesta a un Arlt que, en palabras de la misma crítica, podía “aproximarse a lo sublime en términos técnicos y urbanos”. Esto ocurre pocas veces en el libro, donde gran parte de los procesos sociales son leídos en clave degenerativa. Las razones de tal interpretación parecen radicar en que, en primer lugar, el legitimismo formalista propugnado por la autora impide una aproximación original a los fenómenos de la cultura popular y a la marginalidad. Los capítulos sobre “La ciudad de los pobres” y “Extraños en la ciudad”, dedicados a pobres y migrantes respectivamente, son un catálogo de limitaciones que se arraigan en la creencia de que “acercarse al objeto sin fundirse con su afectividad” implica necesariamente descartar la lucha de sentidos que se manifiesta en la apropiación y los usos populares de productos culturales y espacios urbanos. Basada explícitamente en el argumento de que “toda transcripción es una forma de violencia”, e implícitamente en los conceptos de alienación y reificación, Sarlo prefiere servirse únicamente de la mirada del analista, o en el mejor caso de los artistas, sin dar voz ni bucear en los documentos propios de ese universo de sentido otro propuesto en estos casos como objeto de estudio. En segundo lugar, su clasificación y segmentación entre clases sociales parece insuficiente para captar el dinamismo del que Sarlo nos informa en términos abstractos, y no trascienden la rudimentariedad analítica que la propia autora endilga a los medios de comunicación masiva. Por último, la idea de la “hegemonía cultural del shopping”, anclada en el diagnóstico de un lazo social mercantilizado y en descomposición, no es puesta en tensión con aquello que lúcidamente se percibe como una emergente “hegemonía cultural de la ciberciudad”.

La ciudad vista, entonces, puede ser leído como un cruce entre los breves y virtuosos trabajos de Simmel, particularmente Las grandes urbes y la vida del espíritu, con los diversos análisis semióticos orientados al detalle de Roland Barthes, del cual la autora se declara tributaria, con el plus de cierta buena intención pedagógica. Pero, al mismo tiempo, funciona como la anatomía de un proyecto cultural y de un modo de aproximación a ciertas transformaciones urbanas que, leídos desde la contemporaneidad, presentan varios ejes problemáticos, aún abiertos a la discusión.

Publicado en la Revista Ñ, 9/5/09

Adoración instintiva de la fuerza

Por Juan Terranova

Leo en el Página/12 de hoy la excelente y sintética nota de Fernando Krakowiak donde se dice que el Fondo Monetario Internacional pronosticó ayer, en un informe presentado en Bogotá, que América latina se recuperará de la crisis al menos un año antes que los países centrales. “Lo paradójico —escribe Krakowiak—es que el Fondo reconoce que la mayor fortaleza relativa es consecuencia de las políticas implementadas en la región durante los últimos años, las cuales en muchos casos se llevaron adelante sin su consentimiento y fueron duramente cuestionadas por el organismo”.

La nota habla por sí sola y vale la pena leerla, pero a mí no me parece que el asunto sea tan paradójico. El FMI siempre se manejó con una transparencia de intenciones muy clara. Como si adelante de todos los que quisieran ver, los cirujanos abrieran el cuerpo de un hombre anestesiado. Si el acto es asesino, en la Argentina no faltaron socios bien predispuestos a sostener los escalpelos y las pinzas. La voz del capital no siempre es clara y directa. En el caso del FMI y en la porción de historia que me tocó vivir lo fue de manera constante.

Hay algo grosero en la frase que Perón le dice a Tomás Eloy Martínez a principios de 1970 en Puerta de Hierro. El escritor lo está entrevistando para Primera Plana y Perón dice: “Desde que yo me fui, la Argentina fue gobernada por el Fondo Monetario Internacional”. No se trata de creerle o no creerle. Ni siquiera de ver hasta qué punto tiene razón o no. (Para el caso el General también decía que las inversiones extranjeras eran cuentos chinos.) El tema pasa por quiénes y cómo dialogaron con el Fondo y qué efectos tuvo ese diálogo sobre la economía y la política argentina. Más allá de esto, una historia de esta relación, que se extiende por una buena parte del silgo XX, sería un libro interesante de leer. Pero no evitaría que próximo gobiernos vuelvan a encarar endeudamientos criminales. Esa responsabilidad no recae sobre los libros –que por otra parte casi siempre se muestran insuficientes en este tipo de situaciones–, sino que es de los actores políticos comprometidos en ese momento.

Me cuesta desestimar o relativizar el valor de los libros. Muchas veces ayudan a tomar conciencia de la dimensión del problema, o al menos lo ponen en perspectiva. Por eso, termino con una cita de La educación sentimental, de 1869. Frederic Moreau acaba de ingresar en una reunión exclusiva. No le va bien. Se lo está difamando y se lo va a seguir difamando. El narrador, en estilo libre indirecto, tiene un momento de lucidez apoyado en el fastidio del protagonista. Flaubert escribe: “La mayoría de los hombres que estaba allí habían servido, por lo menos, a cuatro gobiernos, y hubieran vendido a Francia o al género humano para garantizar su fortuna, evitarse un contratiempo, una dificultad o por simple bajeza únicamente, adoración instintiva de la fuerza. Todos declararon los crímenes políticos inexcusables. Más bien era preciso perdonar los que provenían de la necesidad. Y no faltó poner el eterno ejemplo del padre de familia, robando el eterno pedazo de pan en casa del eterno panadero.”

Los rostros de la multitú'



 Por Ricardo Forster

Los rostros del suburbio se sumergen en el centro de Buenos Aires como quien entra en una geografía que no le pertenece pero que, una vez penetrada, se transforma en su propio lugar, aquel en el que no dejará de mostrar sus señas de identidad, esas que no suelen ser descriptas con benevolencia por los grandes medios de comunicación. Rostros curtidos, oscuros, serios y alegres a la vez de acuerdo con la mirada con la que se topan o a la circunstancia en la que se encuentran. Rostros que devuelven, aunque no lo sepan, las imágenes de otras historias que atravesaron con intensidad las calles de la ciudad, que bajo otras memorias y otras experiencias se encolumnaron para afirmar la presencia de quienes vienen nuevamente encolumnados a defender sus derechos, todos, los del salario y los de la dignidad, esos derechos que algunos han querido suprimir cuando los vientos de la historia parecían soplar hacia la inclemente imposición de la gramática absoluta del capital.

Rostros que remiten a otros rostros como queriendo recordarnos que las épocas se cruzan y que las memorias no se borran por más que se busque invisibilizar lo que sigue insistiendo en el interior de una sociedad injusta y desigual. Rostros de una justicia siempre reclamada, rostros incontables de aquellos que desde siempre exigen que se los reconozca como iguales allí donde la democracia, antigua y nueva, se ofreció a sí misma como el espacio de una igualdad que luego sería sistemáticamente negada por los poderosos. Esos rostros, múltiples, anónimos, íntimos y lejanos, expresan una escritura desplegada en el tiempo de las rebeldías y de las innumerables luchas por el reconocimiento. Poco importa si quienes los representan no están a la altura de esas historias y de esas demandas, poco y nada importa el desdén clasista con el que los nombran los otros, los dueños de las rotativas y de las cámaras de televisión, los narradores de un sentido común atragantado de tanto racismo. Importa que después de mucho tiempo, casi un par de décadas de ausencia (cuando otros rostros más ajados y empobrecidos los sustituyeron para manifestar que los expulsados del sistema, los desocupados del neoliberalismo también tenían rostro y derechos), han regresado las multitudes anónimas a las calles de una ciudad que, más allá de la hostilidad de muchos, guarda como su mejor secreto las huellas de esas otras movilizaciones que en el pasado dignificaron la lucha obrera.

Publicado hoy en Página/12. El resto acá.

En el mismo bote


(Una carta abierta de Luis D'Elía).

El lunes son de esos días como dice, creo que una canción de los Redondos, “te explota el calefón” y te explota el calefón mal.

Estábamos laburando mi mujer y yo, y me llaman Ayelen y Belén en un estado que era mezcla de terror y angustia: ”Papá en la puerta hay unas 200 personas (después comprobamos que el número no era tan significativo), y están con palos y están con cadenas y están con botellas y nos insultan y están forzando la puerta, papito veni, papito veni por favor”. Llamé a la policía y rápidamente, debo agradecerle al Comisario Bonda, llego con 5 patrulleros, disolvió, paro, freno, en el medio de insultos y agravios de todo tipo. No era un escrache, porque en los escarches hay consignas, hay grafittis ¿no? No era un escrache, era el accionar de algunos punteros de De Narváez conocidos y a los cuales no quiero hacerle propaganda en los medios, pero que hoy le dimos los nombres el Diputado Cantielo y yo al fiscal Federico Russo (h), y el fiscal hoy está haciendo todas las ratificatorias.

A la misma hora pasaba más o menos lo mismo en la casa de Cantielo, que no tiene pibes, pero tiene una mujer que tiene fecha de parto el 7 de mayo, o sea la semana que viene, y que estaba sola en la casa y los mismos tipos fueron con palos, cadenas, piedras, a tirar, a gritar cosas, a insultarlos. Bueno hicimos todo lo que había que hacer y esto generó un estado de locura en casa.

Somos militantes de toda la vida y estamos acostumbrados a las presiones, a la angustia, a la zozobra, a no saber que va a pasar la mañana siguiente, conocemos de esto, y claro prendo el televisor a las 19 horas y mientras estábamos viviendo una de las mayores angustias que hemos vividos en los últimos tiempos, con compañeros llegando en solidaridad de todos lados, mis vecinos alborotados, la policía tratando de ordenar el sumario policial y demás, prendo la tele y lo veo ingresar a Néstor Kirchner en el Luna Park, en un acto de un sector de los movimientos sociales, el sector prohijado por la Casa Rosada, a darles un fuerte respaldo, el respaldo que no tuvimos nosotros el 21 de Diciembre cuando en el Teatro Ateneo fundábamos la Central de Movimientos Populares.

“Ni tan calvo, ni con 7 pelucas” decía mi abuelo que era gallego y era un buscador permanente de equilibrio. Yo no me confundo, soy de los que cree verdaderamente que primero la Patria. Por eso si este programa lo esta escuchando Carlitos Zannini o algún otro miembro del gabinete seria bueno que le digan a Néstor Kirchner que es lo que estamos procesando por estas horas.

Es cierto que hubo diligencias rápidas de sectores del gobierno para proteger a la familia y proteger a los compañeros, debo decir que este es el 15º atentado que recibimos desde el 25 de marzo del año pasado. En nuestra organización toda la semana nos pasa algo con algún compañero. La semana pasada asaltaron la casa de Cesar Gómez en Laferrere y le dijeron “ esto te pasa por estar con D’Elia “, Director Nacional de Desarrollo Social, le roban el auto, le vaciaron la casa, lo golpearon, también una esposa embarazada de 6 meses, una situación angustiante; y antes fue el robo del jardín de infantes, y antes el robo de los salarios de los docentes de nuestra cooperativa y antes la paliza que le dan los punteros de De Narváez a Norberto Pedro Aguirre y a su esposa a una cuadra del velorio de un compañero que había fallecido por esos días.

¡¡¡15 hechos!!! 15 hechos que me llevaron a hacer copia, a juntarlos a todos en un solo punto y a comunicárselo a Stornelli, a Parrilli, al Fiscal Nacional de La Matanza y al Comisionado Molina, que es una especie de Jefe Departamental de nuestro distrito, es decir son 15 agresiones, ahora se viene el asesinato de un compañero, la próxima es el asesinato de un compañero.

Yo me muerdo la lengua cuando digo esto porque me acuerdo de Martín Cisneros. Yo alguna vez le dije a Gustavo Beliz y a Oscar Parrilli:”Nos van a matar a Martín Cisneros”.

Maldito seas D’Elia que finalmente aquella noche aciaga del 25 de Junio del 2004 lo mataron a Martín de 7 balazos los tipos que decíamos que lo iban a matar.

Nadie me llamo del gobierno, nosotros estamos para socializar las perdidas, nunca los beneficios. Nosotros somos los que estuvimos siempre en la calle y lo vamos a estar porque venimos de la escuela que dice: Primero la Patria. Vamos a estar con Kirchner, a pesar de Kirchner y de Cristina. Vamos a estar porque como alguna vez yo le dije a Néstor Kirchner: “Yo soy mas kirchneristas que vos, en términos de proyecto nacional, popular y revolucionario. Porque creo firmemente en lo que estamos haciendo, y estamos en esto por convicción, no por pura táctica, lo nuestro es estratégico.”

El resto de la carta de D'Elía acá.

La cultura en tiempos de la fiebre porcina

por Diego Vecino

Tenemos las mejores minas del mundo, y están todas en la Feria del Libro. Adentro: murmullo perpetuo, un piso de placas de metal destartalado y cubierto por hermosas alfombras de colores, stands prolijos y de cartulina, precios exclusivos, Andahazi firmando libros, Pola Oloixarac en continuado en pantallas de plasma de cincuenta y seis pulgadas y lindas mujeres de todas las edades. Especialmente, las veteranas muy bien conservadas que consumen teoría poscolonial en el stand de Paidós. No hay fernet esta vez, y eso es una ligera decepción, porque quería entrevistar a alguna de esas promotoras. Preguntarle la cantidad de horas que trabaja, lo muy poco que le pagan, qué tal trabajar ahí, qué le parece la Feria del Libro, qué lee. Literatura política, en suma. Pero no están. Y de todos modos me las arreglo para, al final, irme del predio de la Rural con, más que una sensación difusa de cultura, levemente caliente. Mientras, a través de un auricular, voy escuchando como Rosario Central, un equipo en promoción, le hace el primero a Boca. Amargura, calentura y culpa.

La culpa es porque terminé reventando la tarjeta de crédito en libros de Siglo XXI. Te odio Siglo XXI, tus hermosos libros de teoría, tu excitante tono académico, tus ediciones cuidadas, tus grandes nombres. Las otras veteranas con gafas oscuras grandes sobre el pelo apenas hechos los claritos y las tetas que también recorren con sus dedos finos los lomos de tus libros y hacen un comentario inteligente al gordito pelado que tienen al lado. Encontré “Dependencia y desarrollo en América Latina”, de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, clásico de los clásicos donde se formuló por primera vez la teoría de la dependencia. Esas minas espectaculares compraban ese libro, que yo también compré. Odio a los brasileros, porque son nuestros rivales en un clásico devaluado. Ellos son la octava economía del mundo y nosotros la vigésimo tercera. Como Colón y Unión de Santa Fe. Las luces de la feria del libro me encandilan y me marean. Hay mucha gente, pero no tanta como esperaba. Está todo igual al año pasado, y al año anterior a ese, aunque hay un aire de glamour perdido; muchos más de esos megalómanos stands con libros para niños, volúmenes de enciclopedias viejas, colecciones de arte en entregas, autoayuda y manuales de supervivencia y ascenso social. No hay tanto diseño ni puestitos tan cool. Mucho comic y pocas cosas gratis. Me pregunto si la Feria Internacional del Libro de San Pablo será mejor que esta. Me pregunto si el suplemento “Viajes” de Clarín me pagaría por recorrer ferias del libro en todo el mundo y hacer crónicas con tonito juvenil. Como sea, el año pasado llegué a la Feria con más poder adquisitivo. Este año estoy en la ruina, trabajo medio tiempo y el que me queda libre lo utilizo en actividades no remuneradas. Pero saco imprudentemente la tarjeta para comprar en Siglo XXI todos unos libros. En el túnel de entrada a la Feria, rodeado por gente que camina en la misma dirección, en esa via que sólo tiene un sentido y que lleva a un único lugar, me siento un zombie en la Copa del Mundo.

Este año, como el anterior, fui a la Rural por obligaciones laborales. Aprovechamos la ocasión para rastrear libros de editoriales y universidades del interior que durante el año es absurdamente imposible conseguir. Todos esos libros los mandamos a bibliotecas institucionales de Europa y los Estados Unidos, como el Iberoamerikanisches Institut que hace un tiempo le pagó unos viajes a Berlín a Casas y Cucurto. Entonces yo voy con una libretita y voy relevando todos esos espacios pequeños y ridículos a los que nadie atiende, con libros de La Rioja, Catamarca, Jujuy, Formosa. Cuando llegué al predio estaban los clásicos puestos de choripán y toda esa araca de evento masivo que, particularmente, disfruto mucho. Había un olor insoportable, a tolueno, gas, chori, residuos químicos y gripe porcina. No es parte de la neurosis, entonces, que la gente ande con barbijos. Cambié un papel efímero por una entrada gratis y me inicié en el Pabellón Martínez de Hoz, en donde están los puestitos de Eñe y Adn. Una vieja ridículamente frágil y enferma caminaba lastimosamente con un andador y un barbijo. No me explico bien qué estaba haciendo ahí –claramente no la estaba pasando bien– pero la voy a volver a ver una vez más, en la salida, cuando me vaya. Alguien me da un volante promocionando un libro de Dunken sobre las verdades del universo. A la vuelta de la esquina me encuentro con un cartel gigante de Mamá Lucchetti. Un plasma pasa sus comerciales una y otra vez y los niños rien. Revuelvo saldos y compro “Otro siglo, otra Argentina” de Juan Llach a nueve con noventa. Librazo donde se defiende la modernización neoliberal del Estado argentino y el modelo económico que, se dice, fracasó en 2001 porque no se lo profundizó lo suficiente. Es una teoría respetable. Consigo también “El Adolfo” y unas crónicas sobre la negociación de Duhalde con el FMI a cinco pesos cada uno. Están bien. Por ahí los hubiese conseguido en cualquier otro lado, pero tiene su encanto participar del humillante ritual del consumo masivo.

La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires me encanta. Me cobija con un ambiguo sentimiento de orfandad y extranjería. La paso bien, me entretengo, la defiendo frente a los detractores del comercio, pero no termino de pertenecer. Algo me expulsa; acaso el falso glamour, el falso acto performativo de la cultura, la circulación impaciente y sobreactuada de la generación arruinó este país, los pelos encanecidos y el andar exasperantemente lento, a la que su prepotencia y chochera hace imaginar que pueden entrar con sus caniches de mierda al predio y por eso discuten con el pobre tipo de seguridad en la puerta. Esta sensación, pero inversa, es la misma cuando entro a las infectas locaciones por donde itinera la Feria del Libro Independiente, incluida la Facultad de Sociales. En cualquier caso, ese respeto trascendental y cósmico por algo que no existe ni está ahí –la “cultura”, la literatura– tiene que ver con los dos extremos del arco degradado de las reificaciones argentinas y con una vaga vergüenza ajena que, invariablemente, me provocan los que quieren cambiar al mundo con un poema tanto como los que quieren dejarlo como está.