La gestión flogger

Por El Rufián


La foto con la que inició su campaña en el 2007 lo decía todo: Mauricio agarrando de los hombros a una nena en un basural de Villa Lugano. Pura exihibición. Y aún si no hubiera estado la nena en esa foto, la idea era la misma: parar al jefe arriba de unos tablones de madera para que sus zapatos no se mezclaran con la mugre que los ciudadanos que lo iban a votar producen y tiran en ese descampado.
Después hubo otras fotos: Macri saltando el bache, el reloj que contaba cuántos delitos se cometían en la ciudad por minuto, Macri en plan dirigente, estadista cabal. La estrategia era privilegiar la exhibición del problema y la burla al mismo. No un plan o una propuesta coherente sino el cinismo sobrador del “Yo me las sé todas”, el que toma los problemas reales de la gente y se ríe de ellos.
Luego vino una campaña gráfica absurda: carteles amarillos con propuestas incoherentes. Frases agramaticales o al borde de la gramaticalidad, proposiciones confusas que no decían nada llenaban de letras negras los cartelones amarillos para resaltar lo que se vendría: una ciudad taxi. Y Macri se presentó entonces como un tipo que siempre pareció medio lelo y tiró al aire propuestas que no tenían sentido como forma de aplicar ese márketing polítco de la pos-ideología que tan cómoda le sienta a los chicos bien de las Universidades Privadas, su núcleo duro de votantes. Michetti fue la otra pata de la exhibición de vidriera: su desgracia le imprimía humanismo a la fórmula, pese a sus conocidas declaraciones cavernícolas en comunión con el papable argentino, el Cardenal Bergoglio.
Acá estamos ahora. Más de un año de gestión macrista y la gran propuesta del verano, exhibida con bombos y platillos en la mayoría de los afiches gubernamentales, son las falsas-playas para pobres en el Parque Roca y la Costanera. Un cacho de arena al lado del cemento y el Río de la Plata como esa sirena imposible de alcanzar, porque ya sabemos que mejor no meterese ahí adentro. Las falsas-playas porteñas son la metáfora exacta del gobierno de Macri: una estafa. Cartón pintado. Una burla a las conquistas sociales y las vacaciones pagas.
En la base de la ideología de mostrar y mostrar para no hacer nada, está el floggerismo: un grupo de gente que se exhibe y se hace famosa precisamente por no hacer nada más que exhibirse. Hasta los jugadores de un Reality Show tenían más acción.
Cumbio y sus huestes se juntan en las puertas del Shopping del Abasto invirtiendo la premisa que construyó los años del desenfreno consumista noventista: a las puertas del shopping, viendo sus vidrieras, afuera del templo de consumo. La gestión de Macri lleva esa premisa inscripta en su funcionamiento: sus acciones son para la foto, sus carteles con la H de Haciendo Buenos Aires se multiplican hasta en calcomanías que se pegan en las excavadoras importadas para solucionar el entubamiento del arroyo Maldonado y la webpage del Gobierno de la Ciudad no deja de trasmitir en forma de sucesión de fotos continua, las inauguraciones y acciones de este gobierno, presente en las figuras excluyentes de la cabeza del ejecutivo: Macri cortando una cinta, Michetti tomando sol en la nueva falsa-playa y así.
Conocidas son las ambiciones de Mauricio de hacerse con la Presidencia de la Nación. Esta gestión es su vidriera, su exhibidor, una lógica del consumo neoliberal que se le escapa por los poros pero que como los tiempos cambiaron y el derroche estúpido no está de moda y la gente no tiene con qué comprar, se conforma con vender la foto, ofrecernos aire y hacernos creer que nos están regalando oro. Las idas y vueltas absurdas en las medidas que toma esta gestión demuestran la inseguridad del que saca varias fotos con la cámara digital y termina eligiendo para postear la que mejor salió: parquímetros en Recoleta, ¿Los vecinos que nos votaron y nos votarán se molestan? Bueno, quitémoslo y pongamos de nuevo la foto vieja. ¿Hacer doble mano la Avenida Pueyrredón? Saquemos la foto y vemos cómo quedó. Si no sale bien, sacamos otra más tarde.
Y así va boyando la gestión; un verdadero monumento a la mediocridad. Mientras tanto Cumbio ofrece desde la TV, mandar su apodo al 2020 para bajarte sus fotos. Me imagino al representante de la joven (¿Su padre?) pensando en aprovechar cualquier propuesta antes que se acabe el curro y la gente se de cuenta que están consumiendo lo inconsumible, empezando a cobrar lo que se daba gratis: es decir, las fotos de Cumbio. Macri funciona de la misma forma: privatizando el espacio público, transfiriendo recursos a manos privadas, arrebatando conquistas, es decir, cobrando por lo que antes era gratis, mejor, antes era público.La de Macri es una gestión flogger, una gestión cool, de la falsa juventud eterna de los bobalicones que se dedican a exhibir su amateurismo en la Web desafinando Somebody to Love. Así como Cumbio actúa en una obra de teatro, así como Cumbio escribió un libro: amateurismo puesto al servicio de la exhibición de los no-atributos. Si alguien puede vendernos que un arenero es una playa, entonces significa que nos apropiamos de ese amateurismo y lo refrendamos como verdadero de la misma manera que alguien paga $3 + IVA para bajarse las fotos de Cumbio al celular o el que compra y lee entusiasmado su libro. Al menos ella tuvo la decencia de aceptar que no lo escribió, que lo hizo un Ghost Writer. Una decencia de la que Macri carece mientras entrega McSobresueldos a sus funcionarios que mejor se exhibieron.
Pero pasa el verano y se vienen las elecciones de Octubre. ¿A quién mandar de candidato? A Michetti claro, que es la que mejor se exhibe en la vidriera. La Cumbio de una gestión flogger.


Ni chicha ni limonada

por Diego Vecino



Hay una publicidad de la Universidad de Palermo en donde hablan una madre y su primogénito. La tradición familiar dicta una dirección, el ejercicio de una profesión ingrata y cruel: el periodismo. Pero el purrete contraria a su madre con su espíritu de libertad y sus intenciones de forjar un camino heterodoxo. Quiere ser médico. Médico, ¿entienden? La madre quiere que sea periodista, es la prestigiosa profesión de la familia. Generaciones de periodistas, “como el abuelo y como yo” –le dice. Periodistas malos, anónimos. Periodistas a secas. Pero el párvulo es un renegado, un joven ilusionado que quiere estudiar medicina. Es la metáfora de Palermo, un lugar sobre la tierra donde las carreras ilustres son las inversas, y donde el gesto de independencia es estudiar medicina. Mucho más que un country, una comunidad y una identidad. Cuando Dios creó el Edén pensó en Palermo.

Esteban Schmidt reconstruye los avatares cancheros del último barrio feliz del mundo en su libro The Palermo Manifesto. La contratapa dice algo que es verdad: no es un libro sobre Palermo, sino desde Palermo; el retrato bien respirado y vital de la derrota cultural de las clases medias, una verborrea indignada y con un cinismo muy piola, una ilusa oración sobre el resentimiento acumulado por la peor generación de argentinos, la que fundó Palermo, la que cimentó ese ghetto edénico a las medidas de sus necesidades; alta cultura, prestigio social, preocupación grave por los problemas del país y algunas dosis de diversión frívola y spanglish.

The Palermo Manifesto es un libro que tiene un grupo de Facebook dónde hay sólo una persona que dice que al libro no lo entendió y que la ofendió. Aunque quizás haya más en el mundo, no me consta. Lo cierto es que Esteban Schmidt militó en la Juventud Radical en los ’80, y en la UCR. Eso lo dice la solapa. En realidad, dice algo más, dice: “Integró la primera camada de dirigentes políticos juveniles forjada entre la salida del régimen militar y los inicios del actual período democrático”. Por qué alguien militaría en el radicalismo es una pregunta que me hice y que me hago, y que Schmidt no me responde. Ahora estoy convencido que verdaderamente nadie tendría razones legítimas para hacerlo. Hay que tener una rara pasión republicana, una tibiona pasión, un calorcito como de secador de pelo en el sistema circulatorio, ganas de hacer las cosas prolijas, de mantener las cosas como son, de no modernizar la comunicación política, de pararse en un estrado y decir las cosas de forma canchera, captando las especificidades retóricas de la clase media, desacartonando el discurso político, y llevarse un aplauso. Pero en los ’80 supongo que era más común querer ser radical, y que estaba involucrado en ese partido algún tipo genuino y un poco más arrebatado de militancia de bases. Alfonsín imaginó una liturgia cívica, fracasada y trunca, que enmascaró apenas durante dos o tres elecciones el cinismo y la desolación de la historia que nos dejaron los milicos con la euforia del tercer movimiento histórico. Claro que después de todo eso fue la nada. Y la Juventud Radical en los ’80 y ’90 fue la peor juventud que conoció este generoso país despoblado: derrotada, cínica y equivocada, resentida y frondosa de miedos; que apoyaba la nueve en la mesa donde se hacía el recuento de votos para el centro de estudiantes de Ciencias Económicas, carajeaba al aire y hablaba con mucha jerga, estilizando los porteñismos, y querían hacer las cosas bien, per las hacía mal. Que querían otorgarle a la Argentina su destino épico de gestión adecuada y prosperidad.

The Palermo Manifesto, no se me malinterprete, es un buen libro. Narra de forma inapelable ese proceso por el cual la peor generación de argentinos construyó un país y un barrio a la medida de sus anhelos y expectativas, y cómo se cagó a sí misma y entre ellos. Como creyeron entender todo y no salieron campeones nunca. Y nadie va a saber si de verdad entendieron todo o nunca entendieron nada.

Adolece de algunos vicios, eso sí, porque todo libro tiene sus límites, incluso los mejores. En este caso, los yeites de la derrota cultural. Schmidt aborrece el tecnocratismo, la elegancia diagnóstica, el gran curro de las becas y la maricona reproducción endogámica de un campo cultural que en los ’80 y ‘90 operó unos mecanismos de cierre y exclusión como nunca en la historia, y que los dejó afuera, a la vera de su tiempo. En todo eso tiene razón. Sin embargo, conecta todas esas cosas no con su época, con la confusa proyección de la retórica neoliberal que lo tiñó todo y que corrompió a todos, hasta a los que eran los mejores; sino con una especie de juego nebuloso de agregación de voluntades individuales que sustentaban un sistema de mecanismos perversos, insondables y, en última instancia, inmutables.

También conecta ese tecnocratismo con el objeto de su amor y resentimiento incondicional; el peronismo, de maneras que no terminan de quedar claras o, mejor dicho, de maneras que quedan clarísimas por el simple peso de la exposición: están ahí contadas, son indudables. Sin embargo, el peronismo no es Flacso y es errado ver ahí una asociación estructural, una interrelación necesaria y suficiente, esencial. Y si en buena medida confluyeron fue porque así se hizo necesario para ganar, porque Flacso estaba en la mente de toda esa generación, como una tablita de sensibilidades admitidas, y porque el peronismo quería e iba a ganar, después del vigésimo octavo papelón radical. El neoliberalismo tecnocrático se asoció al peronismo a condición de desemprolijarse, de convertirse en un monstruo extraño, posiblemente el más complejo de toda la historia argentina; el menemismo. En cambio, encontró expresión política adecuada, cómoda y natural en la oposición, en el radicalismo y su juventud. En el Frepaso y en la Alianza, y por supuesto en el macrismo, hermano mayor de Palermo, el Tío del siglo XXI, que aprendió muy bien en la UP, la UB o la UADE a gestionar empresas, a gobernar un municipio a través de presentaciones de Power Point. El tecnócrata, el experto en mercado y marketing empresarial, el apolítico cientista social, acaudalado palermitano, el inmortal Quevedo, sin embargo, pierde las elecciones como asesor de Filmus. El que las gana, 6 a 4, es Jaime Durán Barba. Y Durán Barba es ecuatoriano. Mucho peor. Ni siquiera rioplatense, ni siquiera ese sentido de hermandad, esa historia compartida, ese albergar en Montevideo a los contrarrevolucionarios españoles ni a los anti-rosistas, ni ganarle el primer mundial a los brasileros; y el asado directamente no lo hace, ni con carbón ni con leña. Comerá bananas o que se yo. Asesor de Macri en la misma campaña en que Quevedo lo fue de Filmus. Fue el que ganó. Schmidt no le habla, no ajusticia al que ganó en lugar de al que perdió. Es un gesto palermitano raro, debo confesar; acaso una tara radical. Durán Barba remarcó antes del triunfo del PRO que la suya había sido “la primer campaña posmoderna de América Latina”; casi sin grandes movilizaciones, todo a través de los grandes medios de comunicación. “Daniel Filmus –dijo Durán Barba– hizo una vieja campaña de las viejas relaciones”. Jaime Durán Barba, no se si se entiende, que vivió en la Argentina en los ’70, fue “peronista de izquierda” y estuvo con la JP en Ezeiza. Y que nació en Ecuador. Un país en el que la derecha es tan dura que dolarizó todo y a la concha de su madre. Y dolarizó un tal Jalid Mahuad, que era árabe-alemán. Una locura.

Ahora sí, Schmidt opera una crítica muy interesante a la industria cultural palermitana; a sus berretines de prestigio, a la investidura de la biblioteca y la sabiduría, todo como implacable velo de la lisa y llana ambición de zafar, de hacer guita. A veces, también, de la tacañería y la mediocridad. Así son las librerías en Palermo. Lugares amoblados donde se exhibe alta literatura, algo que por suerte The Palermo Manifesto no es, no pretende ser y, aún más, rechaza. Donde hay un barcito lindo, en el cual me encantaría tomarme una birra si el porrón no estuviese doce pesos y el tipo de la barra no tuviese tanta buena onda que me dan ganas de cagarlo a trompadas. Lugares donde se construye una ética burra de perder dinero, una ideología provinciana donde perder guita es parte de la épica independiente y prestigiante de participar en la cultura, y que se complementa con cinta skotch negra en los tomacorriente. Pero pierde Schmidt donde pierde la Carrió, digamos. La Boutique del libro es un lugar insoportable, coincido. The Palermo Manifesto busca transmitir una sensibilidad y lo logra. Pero no intenta lo que debería realmente intentar: crear nuevas relaciones sociales.

Pero cerremos. Schmidt sobre el final del libro advierte que un día acá se va a pudrir todo y sobre Palermo va a avanzar el conurbano. Schmidt tiene que cerrar su libro, después de haberse elegido los enemigos equivocados aunque con mucha voluntad política, reconozcámoslo, con un gesto repetido de temor ante el aluvión zoológico. Un gesto desafortunado, que se completa con el cancherismo reduccionista respecto de la pobreza, el clientelismo y el peronismo. Por eso el libro no es sobre Palermo, sino desde Palermo. Y sin embargo hay que celebrar que en estos días la industria del libro, de entre esa modorra intelectual que provoca la combinación de buena literatura, el prestigio y la derecha, haya provocado The Palermo Manifiesto, que sigue siendo un gesto honesto y político, a pesar de acercarse peligrosamente a la versión invertida y viril de la cadencia blogger confesional femenina.


"Clarín por un lado me censura y por el otro me demoniza"

por Hacia el Bicentenario



¿Leíste el libro?

Sí, hasta donde me dio el estómago

La oficina de Luis D’Elía, frente a la Plaza Miserere, es una habitación blanca y luminosa en el extremo de un antiguo edificio de escaleras redondas y pasillos largos. Está modesta y prolijamente decorada con las marcas de una prolongada militancia política: cuadros de Perón y de Evita, fotos con la casaca amarilla de la CTA, entre una multitud, con Fidel Castro, con Hugo Chávez, y una última, en blanco y negro, que registra algún momento próximo en el tiempo a ese primer hito que signó su carrera política y su vida: la toma de los terrenos donde luego construiría, de la nada y con un centenar de familias, el barrio El Tambo, en Laferrére. Desde la gran ventana abierta, la vida mitológica del Once avanza en forma de ruido. Adentro hay murmullo, el sonido sordo de los teclados, el recurrente timbre del teléfono.

Hace unos meses, el periodista Gerardo Young publicó Negro contra blanco. Luis D’Elía y el recurso del odio; la biografía o –como se dice ahora– el “perfil” de uno de los líderes populares de mayor notoriedad de los últimos quince años. El libro pretende recorrer esa vida y alumbrar sus puntos oscuros. Para Luis D’Elía, el agasajado, el texto enturbia más de lo que aclara. “Está lleno de prejuicios pequeño-burgueses”, dice.

¿Cuál de esos prejuicios fue el que más te molestó?

Varios. Cuando habla de mis compañeros, por ejemplo. Él dice: “D’Elía anda siempre con tipos que tienen la mano pesada”. Claro, mis amigos son de mi barrio. A algunos le faltan los dientes, a uno le falta una gamba. Es una realidad diferente. Pero que son tipos “con la mano pesada”; esas son conjeturas de él, que no los conoce ni los entrevistó. No saben si fueron a la escuela, si no fueron a la escuela. Ahí, por ejemplo, un día estaba Carlitos Sánchez. Carlitos es un tucumano, de mi barrio. La conjetura de que Carlitos puede tener la mano pesada es de él. Es un prejuicio pequeño-burgués.

¿Qué sensación te dejó el libro?

La sensación que tengo es que es un libro escrito por un políticamente blanco. Y además creo que hay un operativo de Clarín por atrás. Clarín por un lado me censura y por otro me demoniza. Desde que dije que era un oligopolio inaguantable para la democracia argentina, no salí más en un programa del grupo. Y, ahora, es llamativo que salga este libro. Al mismo tiempo, uno contra Moreno y otro contra Moyano. Se intenta instalar que nosotros somos el kirchnerismo en un sector de las clases medias más derrotadas culturalmente, y entonces tratar de quebrarlo con esos sectores sociales. El objetivo de fondo, lo que persigue este libro, es eso.

Sentís entonces que es un ataque al gobierno, más que a vos personalmente

Es al gobierno de Cristina Kirchner.

La asociación no es libre. Young es periodista de Clarín desde los veintún años, donde actualmente es editor del Equipo de Investigación. El eje narrativo que estructura la investigación es el episodio del 25 de Marzo del año pasado, cuando el líder de la FTV se movilizó hacia la Plaza de Mayo en uno de los momentos más álgidos del conflicto entre el gobierno y las entidades agropecuarias. El autor vuelve una y otra vez hacia ese momento, intentando ver allí el nudo denso de sentidos que aglutina la compleja trayectoria vital y política del Luis D’Elía. “El libro reduce y magnifica. Young desvaloriza un trabajo de muchos años. Yo milito en La Matanza desde el año ’73. O, por ejemplo, reduce la FTV a el barrio El Tambo. La FTV representa a un montón de tipos, desde Usuahia a La Quiaca”

Lo que parece evidente, más allá de D’Elía, es que el libro está destinado a levantar polémica. Si en muchos sentidos es un honesto intento por problematizar ciertos procesos políticos de largo alcance, es en igual medida un catálogo un poco desprolijo de las imposibilidades del propio autor para hacerlo satisfactoriamente. Young no quiere o no puede despegarse de las sospechosas categorías con que el noticiero de la tarde piensa la realidad nacional. La conceptualización simple y un poco tosca del clientelismo político, es un ejemplo. La reducción de la biografía de D’Elía a sus momentos de exposición mediática, es otro. Y su corolario es la frivolización de un derrotero vital que el propio libro admite como más complejo. La sensación final es que Negro contra blanco es un intento por confrontar al oficialismo… al que no le da el cuero para confrontar. Esto lo convierte, rápidamente, en un trabajo trunco. Un ejercicio del ocio o de una inconsistente corrección política, que poco aporta al debate general, de fondo, al que Young pretende nutrir.

Por otra parte, hay momentos incomprensibles. El tono livianamente paternalista que el libro adopta de a ratos, las definiciones insustanciales (“En la cabeza de D’Elía, en la cabeza de ese morocho de clase media que ahora se metía entre los desplazados para vivir con ellos la aventura de su vida”), los deliberados intentos por narrarlo ridículo y grotesco (“Cuando vuelve lo vemos ponerse un buzo azul. La maniobra no es tan sencilla, debe lidiar con fuerza, sacudirse hacia un lado y hacia el otro, hasta que el buzo, por fin, logra pasar por su cabeza”), son recursos que se acercan, peligrosamente, a las modulaciones de eso que Nicolás Shumway identifica en The invention of Argentina como la paradoja fundante de la cultura política del liberalismo nacional: “cómo apoyar en teoría la democracia desacreditando al mismo tiempo el apoyo mayoritario” a los grandes caudillos nacionales. “Su solución es retratar a las clases bajas argentinas de la manera más brutal, denigrante y en última instancia despreciativa posible”. Eso queda de manifiesto, acaso, en la recurrente negativa de Young de nombrar al peronismo. En su lugar, dice el “pejotismo”, sin ensuciarse.

A pesar de todo, Luis D’Elía parece más preocupado por otras cosas. ¿Qué hay de cierto en eso que sugiere el libro hacia el final, que está pensando en mudarse de El Tambo? “Él querrá que yo me vaya. ¿Cómo me voy a ir si ese barrio es mi identidad?”. Desde el umbral de su oficina, responde nuestras últimas preguntas con tono diáfano.

–¿Y con el gobierno cómo estás ahora?

–Bien

Porque otra de las cosas que sugiere es que le vas a retirar tu apoyo

–Bueno, es bueno que crean eso, ¿no?

LO QUE NOS ENSEÑAN A VER Y LO QUE SE VE: BUZZI Y D´ELÍA

(fuente: Jorge Vera)

Hace poco comprobé el rotundo rechazo que genera Luis D´Elía en la clase media, aún en la más progre, esa que en estos días levanta su copa por los 50 años de la gesta cubana. Cualquiera puede hacer la prueba: nombre a D´Elia y se encontrará con un ceño fruncido y un gesto de asco. Inmediatamente y como quién no quiere la cosa mencione a Eduardo Buzzi, Alfredo De Angelis, la Federación Agraria o la Sociedad Rural y -en el peor de los casos- obtendrá unos hombros levantados, un ¨y a mí que¨ y cuando no una sonrisa aprobatoria.

Ciertamente no me sorprende, habida cuenta de la inmensa maquinaria de pensamiento que funciona desde los medios de comunicación y se instala en nuestras cabezas (que son cabezas de clase media, con acceso a esos medios, donde ¨la gente¨ somos nosotros y no la multitud de excluidos).

Tampoco puede llamarme la atención, dado que hasta hace poco yo mismo circulaba por esos caminos creyendo que elegía la ruta, cuando en realidad repetía en forma calcada el itinerario diseñado por el poder económico, a través de sus más modernos y efectivos portavoces: los medios masivos.

Sin embargo, no deja de causarme extrañeza y algo de dolor…

Con ayuda de algunas lecturas (en especial de Arturo Jauretche) sumado a algo que con timidez me animo a llamar ¨sentido común¨, es decir la impresión más objetiva posible del hecho real, el velo se corrió lo necesario como para entrever que mi cerebro estaba colonizado, pensando para otros.

Decía que el pensamiento colectivo de la clase media se resume así: ¨D`Elía es un violento, peligroso y bruto pagado por los K¨, y concomitantemente ¨Buzzi es un dirigente piola y dialoguista que quiere lo mejor para todos¨.

Como anillo al dedo a estos pensamientos vino una nota reciente de críticadigital (o La Nación en colores, como la bautizaron algunos de sus lectores), donde Buzzi alerta (o amenaza) sobre la “posibilidad de muertos en los próximos cortes”, y D`Elía contesta que “no habría nada más deseado por ellos mismos”. No es más que otra profecía autocumplida: pasará esto dicen, para que tal cosa, por más lejana que esté, finalmente termine ocurriendo. Sin embargo, la misma nota se enfocaba a ridiculizar al “verborrágico piquetero oficial” y al mismo tiempo a ser indulgente con Buzzi (1).

Y aquí es donde hay que empezar a desanudar la galleta que nos tejen día a día en la cocuzza. ¿D`Elía es ese personaje “violento” porque nos señala que los que efectivamente cortaron las rutas durante 4 meses armados, impidiendo que circulen alimentos para las grandes ciudades (generando inflación y dejando a miles de argentinos más pobres aún), ambulancias con moribundos (que terminaron muriendo tal el deseo del “amigazo”), insumos para la industria (con sus consecuentes suspensiones para los trabajadores) y particulares (muchos de los cuales serían turistas en la República de Gualeguaychú) son los dialoguistas campestres? ¿D`Elía es un tipo comprado por los K porque defiende un modelo de país que es el mismo que defendió toda su vida? ¿Y Buzzi es ese dirigente “que quiere lo mejor para todos” cuando en realidad es el representante de un sector económico concreto, con intereses tradicionalmente reaccionarios?

Que quede bien claro: Buzzi es el dirigente de los dueños de la tierra, pero ojo, de los “pequeños” (que sólo tienen hasta 200 hectáreas, lo que equivale a la bicoca de un capital de entre 2-4 millones de dólares) y “productores” que en su mayoría viven, sin trabajar ese montoncito de suelo argentino, con rentas de entre 5.000-10.000 dólares por mes (2).

Esta gente ha absorbido una a una las pautas culturales de sus hermanos mayores (o sus primos ricos, como prefieran) la Sociedad Rural Argentina, y con ello sus intereses económicos y políticos. Tal es así, que con la bendita 125 recibían la clamada segmentación (pagar menos que los primos), compensaciones por flete (para los desgraciados que no perteneciesen a la gloriosa pampa húmeda) y movilidad en la retención (¿o nos hicieron creer que la soja iba valer siempre 700 U$?). ¡Y me olvidaba! Porque esto era sólo para la soja, el maíz y trigo recibían incentivos.

Sin embargo, contra sus intereses y a favor de los grandes pulpos (¿o eran pools?) económicos, boicotearon la 125 prestándole el número de gente para cortar las rutas, porque claro está que el multimillonario de Grobo y todos sus empleados (alrededor de 5 en 250.000 ha , tal es el enorme valor agregado de la soja (3)) no pueden cortar ni un pasaje, para ello es necesaria la nutrida flota de 4x4 de los pobres ¨pequeños¨ y ¨productores¨.

Un día el ¨salvaje¨ D`Elía le pegó un cachetazo a un tipo que lo venía bardeando durante 2 cuadras. El tipo fue elevado a prócer argentino y desfilo por todos los programas de tele. Luego al mismo tipo se lo encontró vitoreando en su provincia a un torturador, y ningún medio lo invitó a que se explaye en su defensa a los genocidas (4). ¿Cuántas cuadras de puteo hubiera tolerado Buzzi el dialoguista que terminó a las trompadas una conferencia de prensa ante una pregunta de un joven periodista que le resultó incómoda? (5) Es lógico, cómo podía ser que alguien con micrófono en mano no se le ocurriese más que servirle de secretario como hacían los movileros de radio continental.

Resulta increíble, pero nos han hecho creer que si un tipo denuncia que el estado de Israel y su aliado yanqui realizan un exterminio étnico (ahora le toca a la Franja de Gaza) es un nazi. Mientras que si otros se ríen de haber hambreado ciudades (¨no desabastecimos, ni lo volveríamos a hacer, je je¨ amigazo dixit) y quieren que el kilo de carne se pagué como en Londres (pero claro está que pagando a los peones jornales en negro y como en África) para que comamos proteínas de soja transgénica, estos son tipos simpáticos, piolas y pacíficos.

Entre las mentiras que nos contaron recientemente (zonceras al decir de Jauretche) venía una muy linda: ¨el campo somos todos¨, ¨sí le va mal al campo nos jodemos todos¨. Resultaba que las 1000 familias dueñas del 80% de la argentina éramos todos, y el estado (el cual efectivamente somos todos) era sólo el matrimonio K y sus acólitos. Sucede que a menudo nos hacen confundir el país con la clase (la oligarquía) que durante 200 años manejo, en convivencia con el imperialismo extranjero, a su antojo nuestros destinos (a salvedad de algunos lapsus democráticos y populares). Semejante deformación sólo puede ser entendida por un gigantesco y sistemático operativo de publicidad.

Otro mentirita hecha a medida del cipayage de izquierda era que ¨debido a las transformaciones sociales del país, la oligarquía ya no existía más como clase dominante y que había sido reemplazada por una pequeña burguesía representada por la FAA ¨. Lejos entonces debía quedar la solicitada aparecida en todos los diarios, donde la SRA aplaudía hasta la emoción la limpieza ideológica y el entreguismo absoluto al capital financiero foráneo, aparecida el 26 de Marzo de 1977 (a un año del golpe, no aplaudían por un presentimiento, como todo el arco político que así pudo jugar después al arrepentimiento, aplaudían con pura convicción) (6). Pero como explicarle por ejemplo a Pino Solanas, Vilma Ripoll o Castells que al lado suyo el Sr. Roulet de la mesa de desenlace cantaba mieles a la última dictadura, o que Dangeli pregonaba volver a ser el granero del mundo, y que hasta el mismo Biolcatti nos aclaraba que estos no eran piquetes de negros, sino de gente bien (bien blanca). Para terminar de aclarar el tema del color de los piquetes, solidarios la gente de FAA salió a pintar bustos de Evita de Negro. Como era de esperar, al igual que con las antiguas pintadas de ¨¡Viva el cáncer!¨, ningún medio ni político de los partidos ¨cívicos y democráticos¨ se sintió afectado, ni creyó oportuno condenar tales brutalidades (7).

Los barrios bien de la Capital caceroleaban para otros. Los medios que se nos vendieron como ¨el periodismo independiente¨ (tal es el logo de TN) en realidad dependen, como cualquier otra cosa, de la condición material que los realiza, es decir de los grupos económicos a quienes responden. Estos medios nos dibujaron (y dibujan) un D`Elía sacado, que llamando a defender al gobierno votado por mayoría hacía meses, era en realidad un violento peligrosísimo que hacía peligrar la paz social. Espontáneamente (a través de mensajes de texto y mails) las avenidas paquetas se poblaron de copetudas señoras con su empleada y su cacerola correspondiente, no sea cosa de arruinarse una uña.

El cuentito que nos contaron fue que D`Elia era el violento y salvaje, lo civilizado y dialoguista era, como reconoció Buzzi luego, desgastar al gobierno hasta voltearlo. Paradójicamente un tipo, votado por unos cientos, tenía mayor embestidura en los medios que una que había sido votada por millones, al punto que ese puñadito de rentistas era merecedor de la mitad de la pantalla televisiva en cada discurso presidencial.

Cuando el negro de D`Elía le decía al blanco de Fernando Peña que odiaba a los blancos por condenar a la pobreza a los negros, todos los blanquitos de la clase media veían (¡y veíamos!) el inminente terror de que por fin los oprimidos se apiolen, y hagan temblar nuestros privilegios y los de la oligarquía. Por todo esto, será que cuando nombro a D`Elía: me hacen gesto de asco y ceño fruncido.


(1) http://www.criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=16584

(2) "Los propietarios ya no son productores" de Eric Calcagno en http://argentina.indymedia.org/news/2008/05/604068.php.

(3) http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-103940-2008-05-10.html

(4) http://www2.criticadigital.com.ar/index.php?secc=nota&nid=14746

(5) http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-107691-2008-07-12.html

(6) http://www.taringa.net/posts/info/1370258/Carta-de-la-Sociedad-Rural-Argentina.html

(7) http://www.informedigital.com.ar/secciones/medios/nota.asp?id=3213

Volviendo a Buenos Aires. Cambio y Fuera.

Por Diego Vecino


Al cabo del viaje los recuerdos son tenues. Reviso mis notas, pero no encuentro nada interesante, o lo encuentro sólo por momentos. El primer día anoto: "En el camping los argentinos discuten si es mejor la universidad pública o la privada, a los gritos y hasta la madrugada. Las mujeres parecen las menos dispuestas a la austeridad. Viajan repletas de cremas, productos cosméticos, jabón Dove". El día 7: "En 1573, Potosí era tan grande como París o Nueva York, y todas sus calles estaban asfaltadas en plata". El día 11: "Compramos en el mercado unos parlantes para el mp3 a 30 $bs. A la noche, bajo al kiosko y me llevo dos cervezas. Vuelvo al cuarto. Está en un altillo, en el tercer piso, y se ve toda La Paz iluminada. Pongo Manu Chao y me siento con las piernas en la ventana. Fumo. Esta es mi vida en la capital más fea de Sudamérica, y está muy bien".

Se interrumpen casi completamente con el cruce a Perú. La razón es que en Perú las cosas son mejores. Hay rutas, tierras fértiles e instituciones a las que reclamar si te pasa algo. La identidad andina está elegantemente dosificada y no es esa mezcla de olores rancios, pobreza y carne deshidratada que es en Bolivia. No hay motivos para escribir sobre el Perú. Es un lugar francamente lindo y ordenado, con oficinas de información turística, regulación de tarifas e inteligente administración geográfica de sus miserias. Una noche, en Uyuni, comiendo arroz con pollo en un almorzadero, escuché en la tele un santacruceño que decía: "No vamos a financiar con nuestra riqueza la vagancia de la otra mitad del país. Acá no queremos Pachamama". La vez que miré la tele en Aguas Calientes, mientras comía un sanguche de Lomo en un local de comidas rápidas, lo que vi fue una publicidad de Ace en donde un cronista entrevistaba a la madre de un niño que ensuciaba mucho las medias jugando al fútbol. Le hacía la "prueba de la blancura". En Bolivia, la empresa de telefonía celular se llama Entel. En Perú, Movistar y Claro.

El día 14 anoto: "A la mañana, desayuno pan con manteca y mermelada viendo un programa sobre la postulación de tres lugares en Bolivia para ser maravillas del mundo. Son la Laguna Colorada, el lago Titi-kaka y el Parque Nacional Madidi. El conductor dice: 'Nos olvidamos que Bolivia pertenece en un 65% a la cuenca del río Amazonas. A veces se piensa que somos un país andino, pero no es así'". En ese momento me acuerdo que pensé que ese comentario era una sutil manera de hacerle oposición ideológica a Evo Morales y a las masas indígenas. Quizás fue un comentario inocente, pero la sensación en ese momento era que en Bolivia, en esos días previos a la elección por la Nueva Constitución, cualquier comentario sobre cualquier tema se transformaba involuntariamente en una opinión política.

Estuvimos en Bolivia un total de 19 días. El 18 leo en mi libreta: "A los argentinos se los reconoce por sus comentarios cínicos. Cuando el guía –aymara– señala en un español repleto de equívocos la cara del tigre y del dios en la Piedra del Sol, uno se ríe en el fondo y dice: 'Ahora sí que nos están re cagando. Qué imaginación tenían los tipos estos para ver ahí un tigre'. Unos días antes, en medio de una populosa, grave y silenciosa procesión por la iglesia de Copacabana, los argentinos hacían su gracia comentando en voz alta cuán oprimida estaba esa gente por la Iglesia Católica y cómo les gustaría fundir el oro del altar para alimentar a los niños campesinos". Esa es la última anotación coherente que hice. El resto son palabras sueltas. Nombres, indicaciones de rutas, precios y cuentas.

Hace una semana estaba cerca de la frontera entre Chile y Perú, en el medio del desierto más grande de Sudamérica. Compré el diario y me enteré que en el referéndum, la NCPE propuesta por el oficialismo ganó por un porcentaje similar al que la geografía amazónica le gana a la andina en la saqueada extensión territorial de Bolivia. Mientras Evo Morales daba un discurso encendido por televisión desafiando a los prefectos de la oposición, un tanto emocionante, nos hicimos amigos del mozo que atendía el restaurant. Tenía una admiración especial por los argentinos. Nos preguntó si pasaba algo con Cristina, y nos comentó que el está viajando por el Perú, trabajando un poco en cada lugar, inspirado en el Che Guevara. Dijo que, en su lugar de nacimiento, un pueblo de la sierra muy al norte, un amigo le propuso comenzar una revolución y lo está esperando para empezarla. Dice: "Yo creo que sí, que la vamos a hacer. Hay que prepararse. Todavía no. Pero sí, puede ser. ¿Por qué no?". En ese momento, lo que pensé es que no hay mejor plan para estos días un poco melancólicos que ir al ciber a leer las crónicas de Linne, pero no dije nada porque nadie iba a entender. El mozo nos empezó a dar charla porque me vio en la mesa el libro de Rocangliolo sobre Abimael Guzmán. Lo acababa de cambiar en una feria por un volumen de Vargas Llosa que un amigo me dejó en Cusco porque lo había aburrido y no quería seguir cargándolo. Cuando, unos días después, el guía que nos va a llevar por el Cañón del Colca nos regale la segunda jarra de Perú Libre, nos va a preguntar: "¿Saben cual es la diferencia entre el Cuba Libre y el Perú Libre? Sendero Luminoso". En realidad, la diferencia es que uno es con ron, y el otro con pisco. Y que, como dicen los chilenos, "el pisco es peruano. Pero nosotros somos los que lo industrializamos y lo exportamos".

Apocalipsis Ayer

Por Matías Gomez




Sobre Meridiano de Sangre, de Cormac McCarthy.

Dos escenas.
Una, la primera gran matanza de la novela. El ejército irregular de un tal capitán White, un lunático decidido a continuar la guerra con Méjico por su cuenta, es exterminado por una horda de comanches a pocos días de haber cruzado la frontera. El propio desierto ya se encargó de diezmar a los norteamericanos, que en el momento del ataque no son más que un grupo de zaparrastrosos débiles y muertos de hambre. Los indios llevan encima, literalmente, trescientos años de guerra ininterrumpida. Uno lleva una armadura de conquistador español y otro un vestido de novia, otro un uniforme con galones militares y otro más una galera y un paraguas. Tanto los salvajes como sus caballos van pintarrajeados y adornados con restos humanos y de todo tipo de animales. La carnicería es feroz y no faltan mutilaciones, destripamientos, cabelleras cortadas ni violaciones. Mucho menos falta la sangre, la sangre sobra y si la metáfora no fuera tan vieja diría que la sangre mancha al lector directamente en la cara.
La otra escena transcurre en una fonda de un pueblo perdido en el desierto. La compañía de ladrones y asesinos al mando del capitán Glanton se sienta a comer pero el dueño les dice que no va a servirles mientras un negro siga sentado en esa mesa. Que no tiene nada contra los negros y que por eso les reserva un lugar especial en otra parte de la tienda. Entonces un miembro de la banda se levanta y le pregunta al dueño si tiene una pistola. El dueño dice que no y el otro le tira una sobre la mesa. Ya tiene una pistola, le dice. Ahora mate al negro.

Antes que cualquier otra cosa, Meridiano de sangre es un western, una novela de vaqueros. El protagonista es un pibe que a los catorce años se va de su casa en Tennessee, a los quince recibe un balazo en la espalda y poco después gana reputación enterrándole a un barman un pico de botella rota en el ojo. A partir de entonces va a enrolarse en el ejército del capitán White y, tras sobrevivir a la masacre, va a terminar en la compañía del capitán Glanton, una banda de mercenarios contratada por las autoridades tejanas y mejicanas para exterminar indios a cien dólares la cabellera. Pero Glanton y los psicópatas que lo acompañan no se conforman con matar indios sino que también saquean pueblos y roban todo lo que encuentran por el camino y asesinan a los mismos mejicanos que los tienen como sus liberadores. La sucesión de crímenes y de hechos de violencia no para hasta el final de la novela. Y ni siquiera.

Si McCarthy consigue escapar del puro regocijo sádico es, en primer lugar, porque se ampara en un estricto rigor histórico. De hecho Meridiano de sangre puede leerse también como una crónica de la vida y las costumbres de las poblaciones de frontera alrededor de 1850. La sensación de realismo es tan fuerte que McCarthy logra transmitir con naturalidad una extraña certeza que es al mismo tiempo el clima general de la novela, esto es, que a mediados del siglo diecinueve en la frontera norteamericano-mejicana el Apocalipsis ya había sucedido. No hay nada, ni los poblados ni las ciudades ni mucho menos la gente que los habita, nada que no se encuentre en las últimas fases de la decadencia. De la disolución en el polvo del desierto. La lucha no es para consolidar el territorio de dos naciones sino para quedarse con sus restos.

Por eso el desierto es el escenario ideal para este tipo de novelas, porque funciona como una metáfora del destino. Cuando salen al desierto los hombres de Glanton se convierten en parte del paisaje. Adoptan sus texturas, sus colores, sus climas. El desierto los traga y los escupe convertidos en menos que sombras, en retazos de fantasmas. El desierto desgasta hasta al propio lector, que a veces puede cansarse de tanto polvo y viento y formaciones rocosas y de todos sus misterios y connotaciones metafísicas. Su presencia es tan opresiva como el lenguaje que McCarthy usa para describirlo. El desierto es el símbolo del paso por la tierra y al mismo tiempo el de su final inevitable.

Aunque Meridiano de sangre parece contarnos la vida del “chaval” (como nos castiga una vez más una traducción española), el verdadero protagonista es el juez Holden, su contracara. Holden es una mezcla del coronel Kurtz y Hannibal Lecter. De Rasputín y Terminator. Mide dos metros, no tiene un pelo en el cuerpo y su pasatiempo preferido es violar y asesinar niños. Es filósofo, brujo y científico al mismo tiempo. Habla todos los idiomas, parece haber estado en todas partes y dice que no va a morir nunca. Es la encarnación de la maldad pero también la de la ley, tanto la humana como la sobrenatural. Acompaña a la expedición de Glanton como el mejor (o peor) de los asesinos y además es su guía espiritual. Para el juez Holden el crimen y su forma institucionalizada, la guerra, son las formas más puras del comportamiento humano. Quitar una vida o perder la propia: el hecho de que se llegue a esa instancia demuestra que cualquier consideración moral o ética es secundaria. La guerra es el máximo juego del hombre, la prueba absoluta. La guerra es Dios, dice Holden, y en ningún momento la novela se encarga de desmentirlo.

En Cómo leer y porqué Harold Bloom habla de esta novela como una mezcla de Faulkner y Melville. Pavada de referencia crítica que a la vez funciona como elogio y también como advertencia. Por decirlo de alguna forma: Meridiano de sangre está escrita y concebida a la manera de las de antes. De las grandes novelas del siglo XIX y principios del XX, aunque fue publicada por primera vez en 1985 y, como dice Bloom, su lectura encaja perfecto en el fin de/nuevo milenio. Pretenciosa en el más completo de los sentidos, en sus intenciones y en el lenguaje, busca abarcar un mundo, agotarlo y cartografiarlo y exponerlo en carne viva todo a un mismo tiempo. Exuberante, excesiva, barroca, dura, difícil y, valga la contradicción, de una fuerza y precisión demoledoras. Los diálogos y las escenas de acción y sangre, por ejemplo, son de las mejores que uno va encontrar en cualquier libro. Escenas más potentes que las de Ellroy, me animaría a decir aunque me arriesgue a tener que esquivar un tomatazo.

Y por último una aclaración odiosa: no corran a su librería amiga porque este libro no se consigue. La edición de Debate está agotada y la de Debolsillo todavía no fue editada en Argentina. ¿Para qué carajo sirve una reseña de un libro así? Más o menos lo que yo me pregunto cuando veo críticas y comentarios de libros que las distribuidoras importan por no más de cincuenta ejemplares y que cuestan alrededor del diez por ciento de un sueldo promedio (Anagrama, Acantilado, Siruela, etc). Bueno, a decir verdad éste sí se consigue, y, sin recurrir a Amazon ni a gastos desorbitados, la técnica es ésta: hay que estar un poco al pedo y, como quien no quiere la cosa, meterse y revolver con paciencia en cualquier librería de usados. Mucho mejor si no es de las del centro. Entonces puede aparecer a cinco o diez o veinte pesos. Difícil, pero puede (así lo encontré yo). Por otra parte la realidad indica que Cormac McCarthy ganó el Pulitzer 2007 por La carretera y los hermanos Coen un par de Oscars el año pasado por la adaptación cinematográfica de No es país para viejos, y que a partir de ahí los dos libros fueron editados en nuestro país y desde hace unos meses también Todos los hermosos caballos se consigue en las librerías. Así que bien puede esperarse que los muchachos de la Random Jaus Mondadori distribuyan Meridiano de sangre próximamente. Y si no, muchachos, me mandan un mail y arreglamos para hacerle fotocopias.