el tiqui tiqui no existe

por Diego Vecino



Manuel Vázquez Montalbán escribió una vez un artículo en el que atribuía a los argentinos la invención de la “filosofía del fútbol”. Allí citaba a Menotti, Valdano, Galeano y, sí, a Ángel Cappa –protagonista y derrotado fundamental del fútbol de los últimos días. Decía que “estos teóricos han intentado incluso definir lo que es un fútbol de izquierdas y un fútbol de derechas. Si les creemos, esta distinción existe y es bien bonita. Así, Jorge Valdano afirma que ‘el fútbol creativo es de izquierdas, mientras que el futbol de pura fuerza, marrullero y brutal es de derechas’”. No hace falta decir que la distinción es inexacta y muy ideológica: como la “literatura de izquierda”, el “fútbol de izquierdas” de Valdano expresa valores que históricamente corresponden a la derecha política. Un equívoco común que asocia cualidades ideales de ejecución con una zona nominal del espectro político de occidente prestigiada y prestigiante. Si aceptamos la distinción cósmica entre equipos aristocráticos y equipos populares, en realidad, es fácil encontrar cierta equivalencia entre la rusticidad, la garra, la entrega y los cuadros que forman identidades más vinculadas a los sectores populares; y la elegancia, la exquisitez, la capacidad técnica y los cuadros más aristocráticos. El truco es que, tomado el fútbol como una práctica autónoma, probablemente su izquierda sea la forma en que éste se desarrolla con mayor elegancia; interpretado, en cambio, como un fenómeno de clases, las jerarquías se invierten. Martín Caparrós lo dice de esta manera, en un párrafo que descubrí hace unos días: “Es un esquema dual [el de Boca y River] que se repite en todos lados, y que se armó en una época en que era potente la idea de una cultura popular u obrera opuesta a la cultura burguesa: Gremio en Porto Alegre, Fluminense en Rio, Nacional en Montevideo, Unión, Newell’s, Real Madrid, son cuadros pretenciosos, los millonarios del lugar; Internacional, Flamengo, Peñarol, Colón, Rosario Central, Atlético de Madrid son los populares”. Este es una forma más o menos simple de leer el fútbol en función de los grandes proyectos colectivos ligados a los sectores populares y a las clases medias y medias-altas de la Argentina del siglo XX. Resulta más o menos inevitable corroborar que la dualidad fundacional de nuestra sociedad se transporta –aunque de forma no automática ni unívoca– a los grandes ámbitos de construcción de identidades.

Sin embargo, posiblemente esta distinción sea hoy un poco más compleja, por la transformación radical del imaginario de las derechas, en su viraje del liberalismo anti-democrático y elitista a esa formación simbólica difusa pero reconocible que es el “populismo neoconservador”, a partir de los ’80. El ejemplo más claro de estos procesos es, en el fútbol europeo, la Roma de Berlusconi (la Lazio siempre fue el equipo exquisito y xenófobo de la ciudad). En la Argentina, el Boca hiper-ganador y canchero de Mauricio Macri: “Como decía aquel, yo soy millonario pero de Boca. La verdad es que eso es una vieja leyenda, que estamos muy orgullosos de haber revertido. Cuando llegamos a Boca los de River eran ricos, lindos, olían bien, educados, inteligentes, creativos; los de Boca éramos sucios, decadentes, antiguos, olíamos mal, no teníamos futuro, solamente se nos reconocía la pasión y la incondicionalidad con nuestros equipos. (…) Nuestro desafío era mostrarles a los chicos que no tenían por qué hacerse de River, que Boca podía representar los valores que ellos querían, la modernidad, la innovación, la estética joven”. El Boca de Macri tradujo en el mundo del fútbol el vaciamiento y cooptación de las palabras del diccionario nac&pop por parte del triunfante neoliberalismo: el menemismo; la construcción de una institución exclusiva y elitista (las plateas de Boca son las más caras del fútbol argentino) modernizada a través del marketing y la administración de empresas y montada sobre tradiciones populares de larga data que, a la vez, otorgaban a los nuevos socios ABC1 una cuota de exotismo y barrialidad plebeya en la que limpiar culpas y legitimarse en posiciones “cercanas al pueblo”. Los resultados, hoy, de esa política es la lamentable circunstancia de que no llenamos la cancha, siendo la mejor y más numerosa hinchada del país, gracias a un restrictivo e inexplicable en palabras sistema de ranking y cupos para socios. También, por supuesto, que somos el equipo más ganador del fútbol argentino y latinoamericano.

La resolución del último campeonato fue de las más interesantes que vi en mucho tiempo en nuestro devaluado fútbol productor de materias primas para los mercados centrales. Los dos equipos que se enfrentaban, Huracán y Vélez, de alguna manera cristalizaron a lo largo de todo el Clausura esas identidades políticas antagónicas. El hecho de que se hayan enfrentado en la última fecha y hayan llegado ambos a esa final sostiene toda esta serie de consideraciones por cuestiones obvias: únicamente en tanto equipos ganadores –como inevitables campeón y subcampeón–, tanto el Huracán de Cappa como el Vélez de Gareca son interesantes. Ambos recrearon el propio estilo de juego histórico de cada club –El Globo evocando al ’73; Gareca declarando que quiso recuperar la mística del equipo de Bianchi–, suscitando adhesiones que tenían que ver con tradiciones de juego de más largo alcance y, a la vez, con identidades políticas. Así, Vélez fue el equipo popular y populista, elaborado “de atrás para adelante”; fiel a la tradición del Tigre Gareca –que es un cagón– el que menos goles en contra había recibido, el que jugaba en conjunto. Huracán, en cambio, fue lo contrario: la elegancia, el toque de primera, la artimaña, la individualidad, la gambeta, el recontra insoportable “tiqui-tiqui” que inventó Olé y que, con efectividad, dio expresión a las aspiraciones culturales de una clase media en proceso de “pinosolanización”. Huracán se transformó rápidamente en el equipo al que iban a ver los hinchas de otros clubes, la excursión progre al sur: el sueño prolijo de diálogo, tolerancia, pluralidad y el reconocimiento del otro en la Argentina déspota de los derrotados Kirchner. Yo, que me di cuenta que el Huracán del ’09 iba a marcar mi época y que quiero participar de ella, lo fui a ver contra Central, en el Gigante de Arroyito.

Pero también hay que decir algo: el tiqui-tiqui no gana campeonatos. Cappa es una figura melancólica y patética de nuestro fútbol, con su aire nostálgico, su sabiduría anacrónica, su amistad con Cruyff y, por supuesto, el hecho de que nunca ganó nada. Cappa no ganó nunca nada, y eso es inapelable. La nostalgia nunca gana nada. El tiqui-tiqui no puede más que ser un mito en nuestro fútbol subdesarrollado y de subsistencia, un sueño eterno. Y eso, efectivamente, sucedió: Huracán perdió 1 a 0 la final, inexplicablemente. Cuando el pitazo final sonó yo tenía los ojos húmedos, como si se lo hubiesen hecho a Boca. Había sucedido una injusticia, que luego el periodismo se encargaría de tapar prolijamente avisando que el laborioso y defensivo equipo de Gareca era “un justo ganador”. Es obvio que, si algo no es Vélez, es “un justo ganador”. El partido se lo robaron al Globo, enfrente de 50 mil personas y de millones que lo miraban por televisión. Fue humillante y un robo al fútbol entero, no sólo al Globo. Pero era imposible que el Huracán elegante de Cappa saliese campeón. Si eso hubiese sucedido probablemente la historia se hubiese escurrido, como explica Emmet Braun en el Far West, por una tangente. Es el peso de la inevitabilidad histórica. El tiqui-tiqui no existe.