Sobre El Artista, de Cohn-Duprat

Por Volquer


Volquer volvió de San Luis

Querídisimos. Luego de mi reclusión en Merlo, San Luis, el paraíso social donde estuve recuperándome de los rigores del dengue, vuelvo a molestarlos con unas pocas reflexiones sobre una película reciente. La obra en cuestión se llama El Artista. Algunos amigos me la recomendaron diciendo que “actúan Fogwill y Horacio González”. El dato no me entusiasmó. Insistieron: “es una película contra el mundo del arte”. Mordí el anzuelo y casi en un pase de magia cierta gran amiga me prestó una copia pirata y bananera.

Antes de seguir quiero aclarar que mi prejuicio sobre las artes visuales dice que hay regularidades en la existencia empírica de las disciplinas entendidas como redes de relaciones sociales que surten efectos en la arquitectura sensitiva de sus comunidades de consumo, y a través de ellas con el devenir político-emocional de una sociedad. Mal y pronto: aunque cualquier estudiante de marketing en la UP sabe que hoy en día casi todo consumidor de “arte” es al mismo tiempo un productor (en sentido literal y no semiótico-banal), y aunque el mundillo literario actual es una lágrima, la literatura tiene, desde principios de siglo y por lo menos en nuestro país, una voluntad de pensarse en tensión con el devenir político, repito, no desde sus obras ni desde sus artistas individuales sino desde la trama de prácticas y creencias que la alimentan, muchísimo más fuerte que la pintura y las artes visuales. Revindicar, como muchos revindican, a las artes visuales como una suerte de paradigma evolucionado de lo que tiene que ser la literatura, es un movimiento regresivo y despolitizador propio de un supuesto elitismo revolucionario cipayo y desencantado, casi siempre subsidiado por padres medianos empresarios o profesionales liberales.

Alegoría de la derrota

Volvamos al eje: una de las primeras escenas de El Artista es una alegoría de la derrota política, ideológica y cultural del proyecto kirchnerista frente a los propietarios rurales. Lo que vemos es a cuatro ancianos personificados por León Ferrari, Horacio González, Alberto Laiseca y Fogwill (radiografías del progresismo: la prescindente, la orgánica y la cínica), inmóviles, que se babean frente a un televisor que emite el programa Televisión Abierta (vinculado a los directores y productores de la película, o sea, la imposible televisión 2.0. enarbolada ahora por Darío Lopilato, pichón de Larry King). Lo simpático de la autoparodia no deja de significar la posición de la intelectualidad vernácula que, no hace falta repetirlo, nunca supo qué hacer con la cultura masiva: del desprecio de Sarlo y sus discípulos a la celebración del Negro Olmedo vía Landi y sus secuaces, lo único que encontramos ahí es un registro de limitaciones. Nuestro país muestra una extraña paradoja donde, incluso los intelectuales que revindican ciertas formas del populismo, mantienen un indestructible corazón frankfurtiano, entre crítico y fatalista, a la hora de pensar las inflexiones de la industria cultural. Esa creencia travestida en saber, diseminada hacia abajo, explica entonces el resultado de una puja televisiva donde, mientras las corporaciones mediáticas convocaban a piquetes rurales y cacerolazos en barrio norte, el gobierno cometía el error estratégico de permitir la federalización de la disputa (cifrada en el inservible “los piquetes de la abundancia”) y los intelectuales (suena gracioso pero es patético) escribían una carta. No lo olvidemos: José Ramírez, el enfermero que hace Pángaro, viene del campo. Al principio de la película, antes de convertirse en el artista-farsante, se viste como una persona del campo y administra los fármacos que toman los ancianos confinados en el hospicio.

Las nuevas reglas del arte

A lo largo de la casi hora y media que dura la película, la estética kafkiana de los encuadres (cámara fija, escenas como fotos, ese “arte menor” siempre en tensión con las “artes visuales”, rectángulos, persianas, marcos de ventanas y de puertas, pasillos, siempre rectangulares, blancos y lisos) va a demostrarnos que lo incorruptible de ciertas reglas del arte –rituales iniciáticos, vocaciones, inserciones e instancias de legitimación más estrategias de posicionamiento- se derrite al calor de la heteronomización de las prácticas. Película – ensayo, El Artista funciona en tensión con la sociología del arte más básica pero de mayor rigor descriptivo, encarnada por la teoría de los campos de Pierre Bourdieu, demostrando que sus categorías funcionan y no funcionan al mismo tiempo cuando una disciplina llega a una instancia de agotamiento. ¿Por qué “pegan” las obras que presenta Josesito, si no es por una necesidad de retorno a lo primitivo, a lo pre-verbal, a la pura materialidad de los medios, que acontece cuando ya no queda nada por decir? Cuando un arte se agota no se vuelve barroco y después se suicida: busca un origen mítico y lo recicla para volver a empezar desde un cero imposible. Todo esto, hoy, en un contexto de constricción de los públicos, de yuxtaposición de temporalidades estéticas y de fragmentación entre un subsistema hiperheterónomo con relación al mercado y otro en permanente proceso de desprofesionalización. Las tecnologías se acomodan a este tole tole y esas son las nuevas reglas del arte.

Pero rebobinemos un poco. Pángaro presenta en una galería “cheta” las pinturas que en realidad hace el enfermo interpretado por un notable Alberto Laiseca. Un vecino lo ayuda a inventar un CV en una escena exquisita donde aparecen todos los clichés de la mendicidad artística. Las pinturas son geniales y las aceptan. Ramírez empieza a ascender explotando el talento del viejo, al que mantiene encerrado en su depto. Lo único que el viejo le pide son puchos y materiales. Sin embargo, permanece la pregunta: si el del arte es un espacio tan codificado que se presta a la estafa, ¿por qué, de todas las estafas posibles, triunfa la de Ramírez? La respuesta es doble. Primero, porque son buenas. Hay algo, una esencia ponele, que va más allá de la convención. Segundo, porque encastran en un movimiento de repliegue, post Demian Hirst, en el cual las artes visuales vuelven a la pintura lisa y llana, “profunda y atemporal”, quedando viejas las instalaciones con botellas de Coca vacías tan post 2001 y “las polaroids de ositos de peluche chamuscados” tan noventeras que se mencionan en la película. ¿Cuál de estos dos motivos determina a cuál? No se determinan, se encastran. Este “encastramiento” es justamente el que habilita una película como El Artista, producida por el mismo León Ferrari. La película no “denuncia la hipocresía” del mundo de las artes visuales, sino que diagnostica un estado de la imaginación de la que ella misma forma parte, cuidándose de preservar los prejuicios esencialistas. No es una película “contra el mundo del arte”; se plantea como su superación en sus propios términos. La película coexiste gozosamente con el mundo del arte. La exposición hiperrealista de las convenciones habilita la purga y la continuación del circo, aunque, sin lugar a dudas, hay una pérdida difusa y una ganancia posible. Veamos.

El boludeo cínico o lo popular modernizado

¿Ramírez es un cínico? Imposible saberlo. De a momentos sí, de a momentos no. Al viejo lo admira y lo usa, lo rescata pero ese rescate es una forma de la esclavitud que el personaje de Laiseca vive como liberación y como imposición. Lo seguro es que cuenta con toda una serie de complicidades: el crítico que descubre a Laiseca con las manos enchastradas y hace como si no hubiese pasado naranja, su novia GDT (gente de teatro, histriónica, promiscua, insufrible) que cuando Joe le comenta que a las pinturas se las hace Romano (Laiseca) le dice que está borracho, el marchand que tira un “no importa, producí, y si no podés exponemos las obras viejas” (Nota al pie: iguales las proporciones entre marchand y artista que entre librero y distribuidor “independiente” y editorial negrera “independiente”: 60% - 40% a favor del intermediario). Esa posición de cinismo inconsciente y adaptativo caracteriza la actitud del artista después del pop mucho más que la supuesta “transfiguración de la vida cotidiana”, y se refracta en el resto de los actores que por una razón u otra necesitan mantener la illusio. El movimiento es, claramente, despolitizador. El escape, el deseo de mantener la farsa, es ilustrado por el doble silencio de los “artistas”: Romano no habla porque su genio es tan grande que ya no tiene nada por decir, Ramírez no habla porque no sabe qué decir y porque no lo necesita para lograr sus objetivos de escalar en el mundo del arte. En la práctica –el silencio, el mismo silencio adaptativo de una literatura blanda que se escribe para “revolucionar el lenguaje” o “erotizar el relato”y en ese movimiento compra el paradigma liberal- son lo mismo, aunque hay una diferencia. Romano huye del mundo y Ramírez se adapta: se compra primero el plasma (metonimia del depto que ya tiene), después el autito, después la MacBook y después liga el viajecito al exterior, en el camino perfecto de todo wannabe artista que no optó por el camino regresivo de la marginalidad. ¿La película intenta transformarlo, digo, al mundo? Me parece que no. Más allá de los logros, no hay voluntad revulsiva; mucho menos de articulación social. Igual, quizás no haya que pedirle tanto, sino más bien leerla como la emergencia palpable de una mirada que, si se quiere, que deja leer cierto hastío con respecto a la cultura refinada y a la representación. Esto no es nuevo, pero cada vez aparece con menos mediaciones. En la película, paradójicamente, la dimensión se trabaja al nivel del sonido: desde el eco estridente que hay en la biblioteca del crítico, que siempre parece a punto de venirse encima de los que la auscultan, hasta a la tapada de orejas de Ramírez de espaldas al tren del progreso artístico. También en el recurso de poner el cuadro transparente, el vacío de la obra, y filmar a través de ese grado cero de la puesta en escena las reacciones de los que miran las pinturas. Cuando las discusiones sobre las obras están diagramadas por la estructura de un melodrama que sólo ofrece posiciones cristalizadas y deseo de levante (otra de las escenas donde el cliché se trabaja a través del hiperrealismo), siendo buenos podemos decir que hay, también, una rendija para sepultar al esteta de la illusio bajo la gramática de lo popular modernizado. Superpuesta, hay que decirlo, con una vocación pedagógica a la que habría que pedirle más para que no se estanque en el nichito de las obras sugestivas, meta-intelectuales y paródicas que trafican guiños, saberes y sobreentendidos de una disciplina a otra con el limitado efecto de construir una herejía calculada, llena de buena onda para repartirle al mundo.

Ponencia expuesta en la I Fiesta del Fernet del Instituto “Esther Goris” de Altos Estudios en Populismo Reaccionario. Merlo, San Luis, República Argentina.