CONGRESO EN LA CIUDAD MARAVILLOSA

Por Volquer


Vuelvo del país tropical. Misión: papelucho de asistencia a cierto congreso internacional de estudios sociales latinoamericanos organizado por universidad norteamericana. El cocktail de bienvenida fue en la cancha de fútbol de una universidad privada que queda a diez minutos de la favela que hizo feliz a Michael Jackson y cobra cuatro mil pesos de cuota. Hubo show de capoeira para los especialistas en gender studies y problemas narratológicos en la frontera entre Mexico y Estados Unidos. Lodge y Franzen se quedaron muy cortos. Pienso: habría que convidarles Naranju con cólera y escribir eso. Meterme adentro suyo y enchastrarles los compactos Anagrama con mi vómito de salgados tibios que sueñan el orden y el progreso pegoteados a una bandeja de chapa. Los congresos son el lugar ideal para hacer un atentado. Los congresos son el fósil machacado y con el pito baboso de la revolución.

Le comento a un amigo antropólogo que vive en la ciudad de la samba que la noche anterior, mientras tomábamos cerveza en las calles de Catete –San Cristóbal trasladado a Santa Fe Capital- con otros estudiosos de la cultura y la política en plan ladri, vigilantes ad hoc nos sacaron de encima a un par de mendigos. La ciudad está militarizada tanto topográfica como espiritualmente. Igual, apenas llegamos al hostel con mucha buena onda y sin agua caliente, dos MILFs yankis bastante maquilladas entraron gritando que les habían arrancado la mochila apenas a dos cuadras de donde estábamos. Sacaban una foto en la boca del subte y ahora tenían que cancelar todas las tarjetas de crédito. El tipo del mostrador nos miró como pidiéndonos disculpas. Mientras anotaba nuestros nombres en una ficha dijo que no saliéramos con los pasaportes a la calle y que si venían a abordarnos entregásemos todo. Desde el fondo del lobby de ese hostel decorado con stencils y casitas pobres hechas en madera y cartón que se vendían como souvenir a treinta reales, me pareció escuchar un porteñísimo “que se jodan”. Quizás fue mi mente. O alguno de los scholars sudacas que mendigaban un par de meses de fellowship a cualquier posible gringo que se les acercara. Creo que le pasaron su tarjeta con membrete de Universidad del Conurbano hasta a los yonquis irlandeses que todas las noches le susurraban sus historias latinoamericanas al fondo de las latas de cerveza Itaipava por módicos 0,50 euros. Los yonkis me caían bien. Spud y Sick Boy tenían las mejillas cascoteadas por el acné y tiraban las latas casi vacías por el balcón que daba a un baldío lleno de palmeras. Una mañana, duros y borrachos, rompieron un vaso y casi matan a uno de los gatos que daban vueltas por la terraza donde se servía el desayuno. El dueño del hostel se les plantó. Les dijo que se fueran a dormir o él mismo los echaba a patadas. Era un pelado de unos cuarenta años, disfrazado de surfista, que pasaba del castellano al portugués y del portugués al alemán sin problemas, intercalando palabras en inglés.

Vuelve a hacerse de noche y mi amigo antropólogo toma chupitos de cachaca y me comenta que, a diferencia de lo que pasa en Buenos Aires, la ciudad tropical permite la mezcla entre generaciones en sus fiestas y eventos sociales. Que no hay tanto culto a lo joven y es muy común que sobrinos y tíos se junten. Qué bueno, le digo. No le cuento que la música brasilera no me gusta y que menos todavía me gusta su industria cultural. Tampoco le digo que no puedo entender la sincera alegría de la gente ni la gracia del Orkut. El regusto dulce de la cachaca me hace sentir un tipo amargado que se la pasó leyendo neomarxismo durante su adolescencia, y quizás eso es justamente lo que soy. Durante mi estadía en bares, restaurantes, subte y otros sitios turísticos, no dejé de escuchar comentarios de fascinación ladriprogre por ese país tropical “con una burguesía en serio” y un “sindicalismo organizado”. No discutí con nadie porque soy una persona adorable. Así que les seguía la corriente. “Lo mejor es como viven el cuerpo”, les decía. “Hombres y mujeres”, decía, “qué actitud, nada de neurosis, acá la bulimia no pegó”. La mayoría me confesaban que les gustaría vivir en la Ciudad de la Samba por uno, dos años. Ir a la playa después del trabajo. Conversábamos en las colas del congreso, esperando para comprar un café aguado y caro, o tratando de no quedarnos dormidos en las mesas a las que asistíamos sin entusiasmo ni generosidad. En una de esas mesas me olvidé el gorro del Flamengo que me había comprado a veinte pesos. Ese gorro me gustaba mucho y no pude encontrar otro igual, así que terminé reemplazándolo por otro del Botafogo que saqué a dieciséis pesos después de una larga conversación sobre fútbol con el vendedor. Fernando Henrique Cardoso había prometido su presencia en el congreso pero al final no vino, igual que los políticos profesionales cuando se los invita a las universidades o a los encuentros de movimientos sociales. Se me ocurrió que los congresos académicos masivos y obamistas son la peregrinación a Luján de las clases medias ilustradas sin componentes aristocráticos en su ethos social. Una especie de cruzada pero sin mística, una microrevancha del homo pornus doméstico contra la burocratización de la iglesia del saber. Pensaba en eso mientras recorría la ciudad en subte, sólo, y en el asiento de enfrente una pareja de ancianos descendientes de esclavos se daban la mano con ternura, y de fondo la piedra gutural de la estación, rodeada de azulejos amarillos, era el mordisco de la selva desdentada contra sus propios fantasmas.

Pido otra cachaca con mi amigo antropólogo. Pedimos al azar porque el menú del bar de Santa Teresa donde estamos acodados tiene más de cincuenta marcas y el casi único mozo con el delantal lleno de biromes de todas las formas, materiales y colores no da abasto para atender a las más de quince mesas y no puede seguirnos recomendando. El bar es antiguo y está bien conservado; tiene arañas de época, publicidades vintage y mesas de mármol de carrara que parecen compradas en San Telmo. No hay televisión. Un buen sándwich cuesta treinta pesos y el chupito de cachaca entre diez y setenta. Le comento a mi amigo antropólogo sobre la viabilidad de un atentado en el congreso y no sé si me considera un demente o un borracho. Pero me sigue contando la otra cara del país tropical. “Acá todo puede mezclarse porque las jerarquías están demasiado claras”, dice mi amigo con sus dedos pegoteados en cachaca. “Después de un tiempo te das cuenta de que todo esto de la buena onda es muy superficial”. Le contesto con una anécdota. Resulta que un profesor reconocido que vino a establecerse al País Tropical hace muchos años se encuentra en el Congreso con un joven investigador. El joven investigador le dice: “Que bueno vivir en una ciudad con playa”. El profesor reconocido, especialista en culturas aborígenes, le responde “No voy a la playa. Prefiero la montaña. En La Ciudad de la Samba también hay montaña”. Bueno, resulta que después el joven investigador se encuentra con otro joven cientista ladri que también vive en la Ciudad Maravillosa y, con pesar, le cuenta lo que le dijo el profesor. “Uh, te cagó”, dice el segundo, “la primera vez que ví al Profesor Prestigioso estaba en la playa, con toda su familia y en sunga”. Pedimos otra cachaca, está vez un poco más oscura y reposada. Afuera, me comenta mi amigo, están los aviones. Van corriendo a las favelas a buscar lo que les pidan. Pienso en aviones que hacen piruetas en el aire mientras largan humo de colores sobre las casitas de juguete de la favela. Azules, amarillos, verdes y rojos. Mi amigo dice que en Buenos Aires hay una generación de porteños hippies y ex adictos que todavía creen en la revolución sexual y adoptaron de forma extraña algunos modismos del portugués. Tipos que en lugar de meterse en las organizaciones armadas vinieron al País Tropical de viaje iniciático y se llevaron unas cuantas artesanías, un poco de macoña y bastantes palabras que incorporaron a su jerga. “Los Detectives Salvajes”, le digo, y me río como un idiota. No sé si mi amigo antropólogo entiende mi mal chiste y empezamos a dar ejemplos de esas palabras. “Son tipos que van a Varela Varelita, que enseñan coaching o Lacan en la facultad”, dice mi amigo. “En los ochenta tuvieron una mesa de dinero”. Entonces siento una iluminación. La única en todo el viaje. “Vi el cierre de ese ciclo en una foto de la revista Noticias, año 95 ponele. Estaban Aníbal Ibarra y el Chacho Álvarez en Barra de Tijuca”. Mi amigo, de pronto, se pone mal. Quizás en Buenos Aires fue militante ibarrista. Deja de reirse y me dice que va al baño. El mozo de las lapiceras busca detrás de la barra, saca una birome gigante de plástico, de unos sesenta centímetros por quince de diámetro y posa para una foto con un grupo de clientes. Le piden que bese la figura tamaño natural de una mujer pegada sobre una base de tergopol que trajeron impresa y el mozo se suma al juego, divertido. Lo veo reirse por primera vez.

A la noche, cuando vuelva al hostel, voy a conectarme a internet. Voy a sentarme en la única máquina libre y con el ruido de tambores y gritos borrachos de fondo voy a ponerme a mirar a la mujer mayor que duerme con la boca abierta frente a la telenovela que proyectan en el plasma de cuarenta y dos pulgadas del hostel. Va a parecerme que tiene frío, y voy a taparla con una de las mantas con olor a gato que hay en el sofá del costado. Ella nunca se va a enterar.