Estampas de Buenos Aires

Por Hernán Vanoli


Beatriz Sarlo escribe La ciudad vista preocupada por un arco de transformaciones que redefinieron la geografía social, emotiva e identitaria de Buenos Aires a lo largo de los últimos veinte años. El resultado es una obra que muestra una vocación de asir la complejidad de la ciudad actual, conservando la especificidad de la mirada sobre lo urbano y sin renunciar a las categorías analíticas y a los supuestos epistemológicos que hicieron de Sarlo una figura cuestionada por muchos y venerada por otros tantos.

Situado en la paradoja de incurrir muchas veces en el flaneurismo turístico del que pretende diferenciarse, La ciudad vista se organiza en fragmentos de amena lectura, gracias a un cruce entre la crónica, el diario de citas bibliográficas y la descripción densa propia de la etnografía. Sus cinco partes, cada una dedicada a una entrada específica a lo urbano (la exposición pública de mercancías, la pobreza, la inmigración, la ciudad y el arte, y finalmente la ciudad y el otro extranjero), tienen como insumo principal a las derivas de la propia Sarlo, ilustradas con un material fotográfico tomado por la autora. La estructura fragmentaria del ensayo se corresponde, entonces, con la hipótesis de una ciudad que se expande en capas yuxtapuestas, sin un eje claro, y donde lo que George Yúdice llamaría el recurso de la cultura se monta sobre la especulación inmobiliaria y el turismo como principales motores económicos. Del mismo modo, la vocación omniabarcativa del libro (que va desde el poco visible Barrio Charrúa hasta los recientemente visibles floggers) hace sistema con el poco comprometido pispeo cuando el problema son los márgenes de una ciudad donde diferentes oleadas inmigratorias se solapan con los nuevos pobres.

La pregunta que organiza esta proliferación de géneros discursivos y de temas es ambiciosa: dar cuenta de las tensiones, solapamientos, préstamos y fricciones que se dibujan entre la ciudad escrita, la ciudad imaginada, la ciudad experienciada y la ciudad real. Si bien el hincapié en la privatización de los espacios públicos, y su extrapolación a diferentes escenarios de la cultura urbana puede resultar simplificadora, el texto gana en aquellos momentos donde se apoya en ejemplos sacados de materiales narrativos y poéticos recientes, y cuando los análisis se concentran en objetos específicos de los que se extrae una historización minuciosa e iluminadora. La comparación entre el ideal arquitectónico y el proyecto urbanístico encarnados por Kavannagh y el Rockefeller Center neoyorkino, o su abordaje a las llamadas “fábricas culturales” y al espectáculo televisivo de la delincuencia son ejemplos de esto. Hallazgos, vale decirlo, que pierden fuerza y capacidad interpretativa cuando el dispositivo Sarlo, y sus prenociones muchas veces transformadas en prejuicios (las villas serán “monstruosas”; las ferias estarán atestadas de “mercancías inútiles”; los cíbers tendrán el clima de “carbonerías” propias de la primera revolución industrial) fagocitan al análisis desde adentro.

Pivoteando entre Borges, Martínez Estrada y Roberto Arlt, y releyendo estas tradiciones con la habitual solvencia, la transparente belleza de su prosa logra que Sarlo busque un lugar propio al interior de este panteón, aunque su elitismo antes modernizador y ahora fatalista la ubica en algún punto difuso entre el primero y el segundo, y en la vereda opuesta a un Arlt que, en palabras de la misma crítica, podía “aproximarse a lo sublime en términos técnicos y urbanos”. Esto ocurre pocas veces en el libro, donde gran parte de los procesos sociales son leídos en clave degenerativa. Las razones de tal interpretación parecen radicar en que, en primer lugar, el legitimismo formalista propugnado por la autora impide una aproximación original a los fenómenos de la cultura popular y a la marginalidad. Los capítulos sobre “La ciudad de los pobres” y “Extraños en la ciudad”, dedicados a pobres y migrantes respectivamente, son un catálogo de limitaciones que se arraigan en la creencia de que “acercarse al objeto sin fundirse con su afectividad” implica necesariamente descartar la lucha de sentidos que se manifiesta en la apropiación y los usos populares de productos culturales y espacios urbanos. Basada explícitamente en el argumento de que “toda transcripción es una forma de violencia”, e implícitamente en los conceptos de alienación y reificación, Sarlo prefiere servirse únicamente de la mirada del analista, o en el mejor caso de los artistas, sin dar voz ni bucear en los documentos propios de ese universo de sentido otro propuesto en estos casos como objeto de estudio. En segundo lugar, su clasificación y segmentación entre clases sociales parece insuficiente para captar el dinamismo del que Sarlo nos informa en términos abstractos, y no trascienden la rudimentariedad analítica que la propia autora endilga a los medios de comunicación masiva. Por último, la idea de la “hegemonía cultural del shopping”, anclada en el diagnóstico de un lazo social mercantilizado y en descomposición, no es puesta en tensión con aquello que lúcidamente se percibe como una emergente “hegemonía cultural de la ciberciudad”.

La ciudad vista, entonces, puede ser leído como un cruce entre los breves y virtuosos trabajos de Simmel, particularmente Las grandes urbes y la vida del espíritu, con los diversos análisis semióticos orientados al detalle de Roland Barthes, del cual la autora se declara tributaria, con el plus de cierta buena intención pedagógica. Pero, al mismo tiempo, funciona como la anatomía de un proyecto cultural y de un modo de aproximación a ciertas transformaciones urbanas que, leídos desde la contemporaneidad, presentan varios ejes problemáticos, aún abiertos a la discusión.

Publicado en la Revista Ñ, 9/5/09