Me llaman José pero podés decirme Juan




Por Kayá

Cucurto me despertó de mi sueño dogmatico. A la historia (la Oficial) no hay que tenerle tanto miedo, no hay que mirarla como se mira a un milenario jarrón chino en el museo de NY, manteniendo distancia. Hay que tenerle el mismo respeto que a las artesanías berretas que venden los chinos de Belgrano o que a los duendes que venden los artesanos hippies en Plaza Francia.

Cucurto más o menos nos dice esto: la historia vale pija y por eso mismo vale un montón y por eso hay que bardearla. Lo que ven nuestros ojos de negro cabeza tiene que subvertir el reflejo infame que hoy se desprende del barro mezclado con mierda de caballo from la Sociedad Rural que es la Historia Oficial. Hay que prender a lo bonzo a toda esa manga de próceres que nos quieren hacer comer, al final de cuentas esos guachos con traje militar y con buenas intenciones no han hecho más que sentar las bases de un país de mierda. O mejor aún, hay que llevar a “los grandes hombres de la nación”, a esa manga de fiambres que componen el panteón nacional a nuestro bando: cambiarles el color de piel, la forma de hablar, la de moverse, la de masticar. En vez de un San Martín que come pato a la naranja hay que cranear un San Martín que come choripán. En vez de un San Martín elegante, desinfectado, hay que pensar un San Martín bien croto. En vez de un San Martín con buenos modales, correcto, bien hablado, uno que se la pase puteando, diciendo guachadas: eh puto, cagón, trolazo. 

¿Qué significa todo esto? ¿A qué se debe esta irreverencia? ¿Por qué este mal gusto, esta grosería? ¿Qué son estas cucurteadas? ¿Qué se propone Cucurto con este acto de desvergüenza? Se propone, ni más ni menos, contaminar la historia de “nosotros”, los pobres, armar un San Martín cumbiero, hijo de negros. Un giro copernicano que da vuelta a San Martín como a una media. Cucurto le pone a fuerza de caño una goma en el brazo a la historia y le chuta sangre negra. El virus se expande y la historia de historiador blanco ya no encuentra terreno tan firme como el biológico para afirmarse. ADN cultura negra se llama ahora el suplemento, tomá.

En otras palabras (palabras ajenas a Cucurto, palabras importadas), el autor realiza la operación de apropiarse de la historia aunque sea sólo por un rato, nuestro Gramsci local juega y al jugar pone en evidencia una de las operaciones primordiales de cualquier contra hegemonía: poner a la historia a nuestro favor, tratarla como a un puta, cambiarla de posición, dársela de parado aunque se enoje Halperín Donghi. Robarle a punta de faca la historia a los burgueses, a los opas, a los canallas, que siempre van por más, que ahora quieren construir muros que separen a los “ciudadanos” de los “monstruos”. Los marginados en el mundo cucurtiano toman el caballo blanco de San Martín, se suben a su lomo, pero ya no para cruzar los Andes, para repetir la historia, sino para cruzar el muro simbólico-material (y en poco tiempo de hormigón) que los margina y los mata.

En el mismo orden de cosas:

Y a esta altura ya podemos sentir el fantasma que presiona sobre nuestros pensamientos. Tiene nombre propio este fantasmón, ¿cómo se llama?, pregunta algún inadvertido, ¿de qué fantasma están hablando?, dice otro colgado. De Perón, de quién si no, el gran fantasma del relato nacional, el hombre que cambió la historia del país, que la partió al medio con un golpe de karate llamado justicia social y una toma ampulosa llamada pueblo. Siempre vuelve, es un frisbee que cuando creemos que lo hemos alejado definitivamente vuelve con la fuerza de quien quiso sacárselo de encima y debemos bajar la cabeza para no ser golpeados. El peronismo, como dice Casullo, nunca dejó de ser la cuestión de las cuestiones, lo único que habla el país, la forma tremendamente herida y sangrante del país, de su historia. El peronismo es un papel de calcar sobre la silueta argentina para pensar pueblo, lucha, líder, política, finalmente terror de estado.

Y entonces, si Perón es como un Freddy Krueger que aparece recurrentemente en nuestros sueños patrios, la cuestión es siempre la misma: cómo armamos un Perón que nos sirva a quienes procuramos cambiar las coordenadas de lo posible. Muchos dirán que hay que deshacerse de Perón de una vez por todas, que es el cáncer del país. Aquí lo tomamos como cuerpo a quien podemos seguir sacándole frases, aún muerto, como espacio simbólico a partir de donde librar la imaginación trasformadora. Il morto chi parla. No importa Perón, lo que importa es qué hacemos con Perón. Ya sabemos que el viejo supo asumir muchas formas; no puede negarse que el guacho está hecho de materiales plásticos, elásticos, maleables. Es importante construir en el laboratorio de los sueños un Perón que sea útil, que termine posibilitando el registro de quienes no son registrados, la visibilidad de los invisibles. Un Perón que encarne lo andrajoso, que facilite identidad a quienes la tienen negada. Hay que volverlo un travesti, con tetas mal hechas y chupando vergas por dos pesos, o emparentarlo con un reventado, villerito paquero que sale a afanar una panchería para fumar lata o con un cartonero con remera de Coca-Cola que se despierta a las tres de la mañana para revolver basura. Hay que pegar al viejo a los confines, hacer de él, ya que no podemos sacárnoslo de encima, la imagen que ilumine lo que nadie quiere ver: el horror.