Nunca Quise, de Intoxicados. La ruta del beso (I).

Por Volquer



Si me apuran, Viejas Locas logró una confluencia feliz entre la tradición rollinga y la ética de la mal llamada cumbia villera. Las hermanaba una sintaxis plantada en la vindicación de los excesos como modalidad primigenia del aguante, las separaba el hecho de que la apropiación de Viejas Locas por parte de los sectores medios no llevaba escrita la inevitable dosis de cinismo y mala conciencia impregnada en los parlantes de un Peugeot 206 hirviendo con los acordes del pianito de Pablo Lescano. Intoxicados, en cambio, recoge la herencia de la calamarización enunciativa de la sociedad argentina propia del primer gobierno kirchnerista.

Pero hoy queremos hablar de una historia de amor. En el estudio preliminar a su traducción de Hamlet, Eduardo Rinesi decía que una de las principales virtudes de la pieza no era sólo condensar los trazos que van a delinear las aburridas disyuntivas de la filosofía política para el resto de la modernidad, ni refractar las tensiones entre una sensibilidad que no terminaba de morir y otra que ya empezaba a asomar los pelos, sino el trabajo que se hacía sobre el género de revenge tragedy. La idea era que Hamlet desbordaba las reglas del género desde adentro, y uno de sus yeites consistía en la “obra adentro de la obra” que el principito montaba para desencadenar las reacciones de su tío y de su mamá, metejoneados después de haber liquidado a su viejo.

En Nunca Quise, uno de los mejores videos del rock nacional, pasa algo parecido. Acá, el tiempo también esta fuera de quicio. Primero, porque queda en claro que la última escena, donde los dos muchachines se comen la boca de un beso, es la proyección de lo que el pelado imagina que tendría que haber hecho para que su media naranja no dejase el club. Ese beso largo y bello es la imagen del arrepentimiento del pelado, algo que nunca pasó y que nunca iba a pasar, pero que tendría que haber pasado. La gramática de la relación llevaba inscripto ese beso, que sin embargo fue imposible. Porque, de haberse producido, las cosas hubiesen dado un salto. Si los players se daban ese beso, si llevaban su relación hasta ese punto, los códigos del mundo del fútbol iban a expulsarlos. La opción era esta: beso o destierro.

Muchos dicen que ese beso no tendría que haber sido mostrado en el video, sino sólo sugerido. Hay algo de más, un exceso de representación. En esta lectura el beso no es sutil, no deja nada librado a la imaginación del espectador. Pero esto es mentira, chicos. Es mentira. Es la mostración del beso la que en primer lugar subvierte las reglas de los dos géneros que alimentan al video: el de parejas de amigos al fin separados por las circunstancias, onda Arma Mortal, y el de videos musicales con temática futbolera. El beso ese, a diferencia de lo que se cree, es la concreción de una mística política, comunitaria, puesta al servicio del equipo, y, al mismo tiempo, la demostración trágica de que los códigos sociales impidieron ese paso. Los pibes se lo dan en la cancha, en medio del territorio de las epopeyas posibles. No es que ellos no pueden seguir juntos porque se calientan entre sí, sino que se separan porque no pudieron darse ese beso, porque, en un punto, el beso era impensable. De eso se da cuenta el pelado después de que lo rajan del partido, en el vestuario, mientras las luces hacen su fade out. De que la única manera de que su compadre no se fuese era dándole ese beso. De que se dio cuenta tarde. De que no se animó, como Hamlet, dudó demasiado y al final las circunstancias lo pasaron por arriba. El enamoramiento es sincronía, el amor es asincrónico y el tiempo está fuera de quicio: te cansaste de mí, yo me cansé de vos, pero cuando nos miramos sabemos que no es verdad. Esa es la mandarina que tiene que chuparse el pobre pelado, sólo en el vestuario, en el mismo lugar donde unos partidos antes los muchachos festejaban y la comunidad organizada parecía posible.

Sigamos un poquito más. Acá, también, está la obra adentro de la obra. El espectáculo adentro del espectáculo. La escena gladiadora de los dos jugadores cuando empieza el video, iluminados por los reflectores de la cancha vacía, cada uno mirando hacia su lado, preanuncia el momento de la ruptura. Que se produce, justamente, al interior de una pantalla de televisión. No es casual que el pelado tenga que enterarse de la defección de su compadre a través de la imagen de un noticiero. La traición a la mística amorosa, que sigue la lógica de la seducción y a eso el porno lo sabe mejor que nadie, se juega por el lado de la imagen. Hay un drama de la pasión, un drama de la amistad y del amor, y al mismo tiempo hay un drama televisivo que se le solapa. El drama televisivo es el de la traición y la autoridad: se nota que el técnico, que los putea todo el tiempo, sobreactúa para las cámaras. El drama de la pasión es el de aquello que no puede terminar de materializarse. Por las dudas del pelado, por los miedos de ambos, por la interrupción forzosa del sistema de los medios, que pone las cosas en su lugar y los termina separando para después mostrar, en el momento de la fusión entre los dos dramas, un beso edulcorado e imposible, pero que tendría que haber sucedido antes. Ahí cierra el círculo, al final: las dos éticas se juntan. Gana la imagen y pierde la mística, obvio.

Podrían seguir párrafos largos sobre las mil y una virtudes de este video, uno de los pocos donde puede respirarse el clima del ascenso sin necesidad de exageración ni miserabilismo. Justamente por eso, lo último que quiero señalar es la presencia del espectro. Cuando el crack llega a la cancha a ver a su ex equipo acompañado de su novia (primer fantasma que estuvo ausente durante todo el video y ahora se materializa) el pelado empieza a sentir la presencia del segundo fantasma (el de su amigo, que estuvo presente durante todo el video y ahora es una ausencia). No le sale una. La sensación se hace cada vez peor, el técnico lo putea para la tele, el equipo no funciona más porque está poseído por el fantasma de la separación. Y, para colmo, el fantasma se corporiza. No es que pide venganza a los oídos, no es un espectro que clama la justicia que no merece, como en Hamlet: es un fantasma obstáculo, el fantasma de la disgregación que anida en el corazón de las cosas y del equipo. El pelado no puede soportarlo, y por eso, cuando el fantasma encarna en un adversario y lo agarra desde atrás, le surte un codazo. Quiere sacárselo de encima, pero no puede. No puede porque los fantasmas no se matan; a lo sumo se conjuran. Al pelado le sacan la tarjeta roja. Y recién ahí, en el vestuario, llega el momento del arrepentirse por el paso que no se pudo dar.

Al final, desde las sombras, el Pity le tira un consejo: cuando las cosas salen como no las espero, la vida me hace más guerrero. Quizás el pelado pueda aprovecharlo. Conjurar al fantasma con una guerra. Como en la realidad. Como en la política. Como en Hamlet.