Barcelona-Madrid (3)




Por Juan Terranova


45.
Conclusiones apuradas. Barcelona es una ciudad experimentación lingüística. En una primera impresión, todos los espacios públicos son aprovechados para enseñar el catalán. (Los carteles son bilingües, se publicitan cursos gratuitos en el metro, los tranvías ofrecen de forma gratuita en prolijos cajitas de acrílico folletos con fragmentos y capítulos de novelas en catalán). Esta determinación genera adhesión en el visitante pero los rasgos de una pedagogía compulsiva están presentes y son de orden político. En algo toca a las relaciones que William Burroughs hace entre lengua y burocracia: un idioma impulsado por el Estado, altamente ideologizado, que llena los vacíos de la mano de un poder periférico dentro de un estado centralizador. (Es fácil comprobar que el dialecto es objeto de deseo de los latinoamericanos. Su último recurso de intimidad con la lengua parece ser la jerga y el estrangulamiento del dialecto. Hay algo de épica limpia en los idiomas regionales españoles. Una depurada lucha contra el franquismo, quizás. ¿Quién no siente el llamado de la rebeldía cuando escucha la violencia de la frase “Habla castellano, perro catalán”?)

46.
Desayuno en el aeropuerto. Sami pide jamón crudo. Pron señala mi remera negra con la cara de Gene Simmons y dice: “¿Quién es? ¿Tomas Eloy Martínez?”.
47.
Diego dice que vamos a estar más tiempo en el aeropuerto que en el avión. Check in y otra vez “la ridícula danza anti terrorista”. Con el pasaporte en los dientes insulto a los guardias que hacen ese trabajo. Si los fundamentalistas islámicos quieren usar los aviones de bomba incendiarias no los van a detener obligando a los pasajeros a la pantomima fascista de sacarse los cinturones y los zapatos. “El votante paranoico impulsa el uso del detector de metales.”

48.
Me voy de Barcelona. Adiós, hasta luego, quizás, ojalá. Me llevo algo importante: la confirmación de que la ciudad existe. No se trata de un lugar imaginario desde donde se producen los libros y las traducciones que leemos, no es un telón, un escenario, un decorado, el pasado del exilio político argentino. Barcelona estás ahí. Tu existencia es mi alegría.

49.
Vuelo de cabotaje a Madrid. La mesita plegable es el pupitre idea para escribir y leer. Lástima que no esté apoyado en el suelo.

50.
Se me tapan los oídos.

51.
Definitivamente prefiero bajar que subir, bucear en el mar a volar por el aire, flotar en el agua y no en el cielo.

52.
Me dan ganas de orinar y obligatoriamente tengo que tocar, porque no despierta, al hombre de negocios canoso de camisa celeste.

53.
Diego y su valija monstruosa se mueven de forma terrible por el metro de escaleras no eléctricas que propone Madrid. Llegamos a Casa de América. No hay nadie. Somos nosotros dos, los del vuelo rezagado. Los demás, Pron, Sami y Maxi, están en otra parte. El guardia de seguridad de la casilla de ingreso nos mira, apenado. Finalmente nos hacen entrar a la “Sala Cortázar”. Diego está fastidiado. La “Sala Cortazar” era seguramente el lugar donde el Duque de Linares, antiguo propietario del edificio, escondía a sus amantes. Sólo dos muebles, dos butacones de madera tapizados en cuero. O sea que la sala está vacía. Pero la ornamentación de las paredes es extremadamente barroca. Angelitos desnudos, marcos y contramarcos, cortinas pesadas de terciopelo oscuro, capiteles y terminaciones de toda índole cargan las paredes y las carpintería de las aperturas. Hay una chimenea y las alfombras, gruesas y de colores gastados, están llenas de arabescos. Para distraer al cada vez más mufado Diego, le preguntó a ver si sabe quienes son los que están en los medallones cerca del techo. “Ni idea” me dice, seco. “Vamos” le digo “Ese con cara de constreñido es Góngora, ese pícaro es Quevedo, ese debe ser Lope”. “No sé” me dice. “Dale” le digo “es información básica, del colegio secundario”. No me contesta y se dedica a odiar que estemos varados en una habitación del siglo XVI, esperando que aprezca un ayudacámara y nos permita ver al Duque, que seguro se está muriendo de sífilis.
Y entonces, debajo de la semi-sonrisa irónica de Quevedo, en otra ciudad, solo, con un escritor ofuscado y su valija desproporcionada, a cientos de kilómetros de distancia y a días de que Ignacio Echevarría nos apurara con sus artes críticas, se me ocurre una respuesta a su torpe pregunta por “nuestras operaciones con las lenguas y los localismos”. “Si traen a un francés no se te ocurre preguntarle por qué no se refleja en su obra el habla de París o de Marsella o de Lyon o de dónde fuera, porque ya se sabe que los franceses escriben en la lengua de Voltaire, ¿no es así?”. Pero no. Enojado a destiempo me doy cuenta de que no hubiera tenido el coraje ni la inteligencia para hacer posible esa respuesta. Aparte, ¿qué me las doy de defensor de una América universal y metafísica, con acceso al reparto simbólico del mundo? Lo que habría que haberle dicho es: “Ignacio, no hinchés las pelotas, escribimos como podemos y como aprendimos leyendo las traducciones de los norteamericanos que hacen ustedes”. Y entonces, llegan Maxi y Sami y Pron y la cara de Quevedo me saca la lengua. Es el jet-lag castellano. Casi como volver al seno de la madre lengua.

54.
“Dime la verdad, guapa.”

55.
“Decime la verdad, dale.”

56.
Durante las entrevistas con la prensa, cuando me aburro, escribo. O miro una revista del barrio de Chueca que se llama Shangay. ¿Qué falta en esa tapa? Hay algo raro. Ahá. Ahora entiendo. Es una tapa “sin mujeres”.

57.
Durante una entrevista, Pron dice que eso forma parte del vergangeheitsbewältigung. Le pido que me lo escriba. Es algo así como “la superación del pasado”.

58.
Dar entrevistas grupales es interesante porque uno se ve en la necesidad de ponerse a pensar las tan mentadas “coincidencias generacionales”. Y si no las encuentra lo divertido es inventarlas.

59.
A una pregunta de un cuestionario de Casa de América respondí que “como a Adán y Eva los unió la vergüenza a nosotros nos juntó el marketing y el masoquismo”. Pero ahora pienso en Roboctech y en Mazinger Z.

60.
Decorado de la sala donde damos las entrevistas. Miro para arriba mientras Diego dice no sé qué gansada sobre las antologías. (Se le pasó la chinche y ahora está expansivo como un globo que se va llenando de gas butano.) Veo pequeñas naturalezas muertas pintadas entre las molduras, un lazo kitsch de simpatía oculta entre el Duque de Linares y mi abuela materna.

61.
Hay cajeros automáticos en los bares. ¿O invento? Lo que sí hay es máquinas tragamonedas. Se siente la meseta, los usos de los hombres que crían ganado. Su arrogancia, su orgullo, su manera de entender el ocio, diferentes las catalanas. Hotel Regente, metro Callao, ubicación inmejorable. En Puerta del Sol, un hombre sin brazos pide monedas sacudiendo un vaso de plástico transparente con la boca. ¿Es el tintineo de la picaresca? No sé. Al tipo realmente le faltan los brazos. ¿Larga tradición de tullidos castellanos? Con Maxi tocamos los pies del oso que sacude el madroño para que nos de suerte.
— Y hablando de puertas, ¿qué tal una visita a Puerta de Hierro?
No consigo entusiasmar a nadie.

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Se nos unió Antonio Jiménez Morato, simplemente el mejor guía posible para un escritor en Madrid. El tipo lee bien, sabe de literatura argentina (mucho) y conoce la ciudad como si fuera una cruza apasionante entre el Lazarillo de Tormes y Jack Black. Caminamos tres cuadras con él y ya es nuestro hombre en Madrid.

63.
La noche y los bares de Madrid son como el idioma catalán para los catalanes. Ahí la gente se entiende. Se va moviendo, aparece y desaparece, pero hay una esencia. Es algo noble en su perversidad de grasas saturadas. Vamos a “La cabra en el techo”, un boliche infecto. Me quedaría a vivir ahí, arriba en el altillo o que me pongan un colchón atrás de la barra.

64.
En otro bar, muy cerca, encontramos al tipo que asaltó a Damián Tabarovsky una vez que vino a la ciudad. Él lo confiesa y nos lo cuenta. “Lo vi tan ingenuo, tan provinciano, que, coño, no pude más que asaltarlo. Hombre, ahora hasta que me arrepiento un poco, pero es que ya está, ¿ustedes le conocéis de verdad? Pedidle disculpas de mi parte, entonces, tampoco tan grave, unas pelas y unos libros, joder”. El ladrón tiene pinta de gitano. Intimida un poco. Le invitamos una cerveza que acepta con recelo. Nos despedimos deseándole lo mejor y rogándole que no asalte a ningún argentino más.

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Otro bar. Nos dicen que el acento y las inflexiones del argentino/porteño suenan atractivas acá. Preguntamos por qué. ¿Exotismo? ¿Curiosidad? “Una mezcla” responde Morato. En el mismo bar, Maxi habla con dos chicas. Privilegia a la más linda. Es un artesano sabio, conoce cómo moverse, economiza recursos, se juega plenos que le salen, avanza. Es un placer mirarlo trabajar. Pero la amiga de la linda nació en Lavapiés o algún otro barrio donde las cosas se dicen de frente. Así que sin calcular mucho descarga su réplica: “Argentinos, habría que lavarles la boca a todos con una estropajo”. Antonio se cabrea un poco. Le parece una falta de respeto y lo es. Pero me gratifica encontrar o provocar prejuicios tan directos.

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Nos vamos a dormir. Y se hace de día a los quince minutos. La serie completa de la vuelta a la vigilia de Diego implica abrir un ojo, despertarse, girar sin levantarse, agarrar el atado y el encendedor de la mesa de luz, encender un cigarrillo, expulsar el humo al centro de la habitación, y ahí sí, irse al baño, donde lo imagino con una bata que no tiene, sentado en la taza, fumando. Después, me despierta con un chiste, por lo general, muy malo, muy coyuntural, pero por eso mismo genial. Gracias por esa buena onda, Diego.

67.
Y después, si no reacciono, me sacude lentamente, con una suavidad que no le conocía: “Terra, Terra, ya son las nueve, campeón”.

68.
Desayuno completo. Tomo dos litros de jugo de naranja. Diego come huevos con bacon y dice: “Es fácil, como la teoría de los dos demonios. Uno te liquida, dos se anulan entre sí”.