Favio, a propósito de Aniceto

Por Joaquín Linne


Favio es el director más importante, libre y menos reprimido de Argentina. Alonso, Trapero, Martel y Caetano, todos tienen sus marcas. La representación del otro, los sectores populares, el peronismo, la tradición y la vanguardia, la experimentación y el género, el clasicismo y la posmodernidad.

Favio es alguien que se renueva a sí mismo en cada película. Desde El dependiente, un opresivo thriller realista con una jovencísima Graciela Borges (que treinta años después hace una especie de continuación del personaje, casamiento con salteño mediante, en La ciénaga, de Martel), El romance del Aniceto y la Francesca (el período pop de Favio), Soñar soñar (o cómo hacer una película a lo Pasolini con Monzón como protagonista), Nazareno cruz y el lobo (o la hora del realismo social italiano), el clasicismo, la narrativa del héroe clásico popular –ascenso y caída- con el peronismo de fondo en Gatica, el mono, y Perón, sinfonía de un sentimiento (o cómo mezclar a Fellini, Solanas, The Wall y sobrevivir a la licuadora).

Aniceto (2008, Favio), es una película extraña, perturbadora. Una película donde, a diferencia del 99.9% de las películas, los personajes, en vez de hablar para comunicarse, bailan. Casi no hablan, pero se seducen, se pelean, se aman, se odian, sueñan, caminan, envejecen: todo a través del baile. El mundo surrealista-futurista de Favio es un mundo popular donde los personajes se dedican a la riña de gallos o a ser empleadas domésticas, viven en decorados que asemejan rancheríos y, a su vez, son virtuosos bailarines de danza clásica y contemporánea. En este mundo casi de ciencia ficción, los personajes son humildes, ascéticos, y eximios bailarines. Casi no hablan y se comunican siempre que pueden a través del cuerpo, bailando. Y a la noche, cuando salen a divertirse, van a la milonga a bailar tango. En el Aniceto reina el ascetismo: hay un triángulo amoroso, un gallo ganador, un usurero hijo de puta, una patrona en off, un mozo bonachón y decorados minimalistas sobre un escenario. Una mezcla de Dogville y Tango, con reminiscencias de Las aguas bajan turbias y La guerra gaucha. Cine clásico con toques de locura favianesca. Un tipo fuera de todo, fiel a sus obsesiones. Los cuerpos, los humildes, la luz, lo argentino, el amor fou imposible. Una fábula moral que parece más simple de lo que es. Un cuentito de hadas demoníaco, para chicos, que puede engañar a incautos. El usurero puede ser el FMI, Estados Unidos, o El club de París. La doméstica es la mujer peronista, la femme fatale el capitalismo salvaje, Aniceto es el movimiento y todas sus contradicciones. Una lectura entre muchas otras posibles. Lo que es claro es que Favio es nuestro Borges audiovisual, o mejor dicho, por lo marginal, nuestro Macedonio, esa luz oblicua que irradia a todos los potentes creadores posteriores. Hay que releer a Favio, volver una vez más a sus películas, para ver qué es lo que se perdió en el camino. Entre el conurbano y la Universidad del cine, entre La Matanza y Palermo, hay algo que se les perdió a los nuevos cineastas. Hay que reinvindicar a Favio porque es, entre tanto cineasta de Belgrano y Palermo que adhiere a la Coalición Cívica o al autonomismo, el único cineasta peronista, el que viene de abajo y no se olvida de sus orígenes (no como Trapero, que después de Mundo Grúa se vuelve demasiado progre, o Pino Solanas, que es un progre de clase media anti-movimientista que se dedica a emborracharse nostálgicamente con sus amigos, parecido a Aristarain o Subiela, no en el gorilismo pero sí en la nostalgia: Solanas reinvindica el peronismo sólo hacia atrás, no hacia el presente o hacia el futuro). Podríamos decir que Caetano, lo más peronista de la new generation, es el mejor alumno de Favio: el más duro y riguroso, el más cinematográfico y el que menos concesiones hace al público festivalero de clase media. Por suerte Favio sigue vivo, enseñando, desde sus aisladas películas lo que es el cine y el arte verdaderos, el realismo socialista, ese cruce entre lo bueno de allá y lo importante de acá, lo que atravesó al cine universal y al país en las últimas seis décadas (Fellini, Pasolini, el peronismo) y todo lo que puede llegar a ser –y todo lo que nunca va a ser- el cine argentino.