Y pintó... el arrebato


Una posibilidad: leer Pintó el arrebato como una nouvelle en ciernes que se desmarca del horizonte de expectativas de la poesía entendida como un entramado de relaciones sociales y de modos de leer. Sustraerlo de la órbita del gesto y leerlo como una crónica urbana, en un movimiento que trasciende el pequeño grupo de entendidos y se expande hacia la incomodidad palpable en cualquier lector que se enfrente a la potencia de esos "poemas". Pensarlo, incluso, como una resistencia al lenguaje entendido, a fin de cuentas, como algo sublime. Secuestrarlo, en pocas palabras, de los sentidos crisalizados en torno a la noción de "literatura", habilitados por la ambivalencia de las marcas que lo asocian a ese discurso, y hacerlo brillar en su obscenidad, en la felicidad oscura que producen esos textos. Pensarlo, en suma, por fuera de la serie literaria, no en tensión con el lenguaje poético; sino en sintonía con las narraciones de lo popular. No como un hecho estético, sino como un hecho político. Rescatar, a fin de cuentas, lo inclasificable. Porque, no hace falta decirlo, Pintó el arrebato es una masa.


Por eso, y más allá de esta apropiación tendenciosa, lo que sigue es una entrevista a Oscar Fariña, el autor.


Uno. ¿En qué consiste Pintó el arrebato?


Debo a la conjunción de Fotolog y una banda de cumbia el descubrimiento de Pintó el Arrebato. Fue de súbito: corría el año 2006, yo me encontraba hastiado de todo lo que venía escribiendo hasta ese momento, en un tono más bien neo-barroco, y no me seducía nada ese objetivismo hegemónico que desde los ochenta viene cifrando en el corte helicoidal de una cáscara de naranja el derrotero (descendente) del mundo. Una noche de excesos, entonces, la epifanía: debía arrancar con una serie que llevara por título Pintó el arrebato (“inspirado” en el nombre del disco Y pinto… el arrebato, guacho del grupo El Arrebato) y su primer encuentro con el lector sería a través de Fotolog, plataforma de publicación ideal para un conjunto de poemas que desde el vamos reclamaba para sí menos solemnidad que la acostumbrada en poesía, entendida como una práctica con un modo de circulación específico -todo recontracosificado y envuelto en moño de regalo.


Así, digo que descubrí Pintó el arrebato porque todo, título, tono, modo de publicación, se determinó recíprocamente en un mismo movimiento. Aplicarlo fue un trabajo menor. Después, sólo después, se bajó a papel en una plaquetita de fotocopias que edité yo mismo hace más de un año, y ahora tiene una versión aumentada en este nuevo libro que estamos presentando.


On line, el experimento puede leerse hoy día en un blog, ya que los administradores de Fotolog me cerraron dos veces sendas cuentas, por las fotos, según ellos, inadecuadas, que acompañaban los poemas.


Dos. Hay un trabajo evidente, deliberado con el registro marginal o villero. Muy bueno, en el sentido de que esa "oralidad" está muy bien reproducida, captada ¿con qué sentido es que te propusiste ese trabajo? ¿Te parece que hay detrás de Pintó... alguna definición de "lo popular" -conciente o quizás inconcientemente-?


En el Facebook hay un jueguito que consiste en descubrir anagramas a partir de un conjunto de letras. La escala de puntos está dividida en distintos personajes que resumen la supuesta habilidad verbal que uno tiene. Así, se parte de la figura de un bebé, se pasa por la de un vendedor de autos, y lo máximo que puede uno aspirar es a convertirse en cyborg del anagrama. Inmediatamente anterior a esta instancia, por encima del profesor, del filósofo, está el poeta, como gran paladín de la habilidad lingüística. La estructura escalonada, se entiende, propone una idea normativa de dicha habilidad.


Contra esta noción ingenua, que mucha gente en teoría avezada sostiene todavía, es que me propuse escribir poesía a partir un registro que no se le asocia comúnmente –que no se le asocia, creo yo, de forma errada. Los registros de las clases marginales son, a nivel social, los más productivos, los que tienen un margen mayor de creatividad, los que menos sujetos están al yugo coactivo del estado. ¿Por qué reducirme a escribir como un presentador de noticiero? ¿Para qué ensayar mis versitos postulando a Guillermo Andino como modelo? Además, nada más conveniente a mi idiosincrasia de pajero: al intervenir miméticamente este lenguaje, por todo lo expuesto arriba, ya tenía más de la mitad del trabajo hecho. Claro que este gran descubrimiento del que tanto me jacto ya lo habían realizado hace casi 200 años los poetas gauchescos, y más acá (hablo de mis lecturas) Juan Desiderio, Washington Cucurto, Daniel Durand, y otros tanto.


Tres. ¿Por qué te interesaste en este tipo de registro? ¿En qué sentido te sirvió como material "poético"?


No podría estar más de acuerdo con esta sentencia de Mansilla: “Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos”. Sólo le agregaría que para alcanzar un grado más intenso de felicidad, ya casi intolerable, se debería procurar el cruce de aquellos extremos que estemos tratando. Eso intenté con Pintó…: el encuentro de un registro con una forma que de suyo, dicen, no le concierne.


Por otra parte, en principio, si opté por este lenguaje, llamémosle (mal) tumbero, fue también porque era , en consonancia con mi desidia constitutiva, el que tenía más a mano. No sólo en los pasillos de la 1-11-14 la gente se come las eses. Insisto: casi nunca hablamos como si estuviéramos presentando una ponencia Yo le dediqué especial atención a ciertos usos menos estandarizados de nuestro dialecto rioplatense, eso es todo. Usos que tuvieron que ver mucho con mis años mozos, cuando de adolescente me encontraba la noche sentado en alguna esquina del partido de Esteban Echeverría, al sur profundo del conurbano bonaerense, cerveza en mano, cagándome de la risa con mi primo Bombi y sus amigos, a la espera de ver cuál era la que pintaba; y muchas veces era eso nada más lo que sucedía: la amistad, la picardía, el reviente en la esquina y mucho, pero mucho, muchísimo, relato.


Allá fue donde aprendí a parar la oreja. A todos ellos, mil gracias.


Cuatro. Cuando leo Pintó... noto cierta tensión: entre el formato "poesía" y el registro villero. Digo, por una parte, el poema constriñe u otorga ciertas reglas (de ritmo, rima, etc) a una forma oral que, sin embargo, se resiste siempre a ese tipo de "limitaciones". No quiero decir que los villeros sean naturalmente subversivos y que esa cualidad esté en sus formas dialectales, porque eso sería reduccionista, pero si me parece que hay una tensión bastante interesante. ¿Vos como lo ves eso? ¿Lo notás? ¿Te es un impedimento para escribir o potencia las posibilidades del poema?


La forma poema constriñe siempre el flujo del discurso, más allá del registro con el que se esté trabajando. De hecho, cualquier forma lo hace. En este sentido, eso no me deparó un problema adicional a la hora de confeccionar los poemas de Pintó… Sí sucedió que el contraste entre la reproducción de un discurso tan característicamente oral, y sus “desajustes” y “fallas” consecuentes, en el marco de una instancia tan formalizada como la del poema, generó un plus de extrañamiento que yo considero absolutamente necesario cuando se trata de poesía –otra vez uno, descubriendo obviedades. Quiero decir, me gustaría ver el valor de Pintó… no en la adecuación de sus versos con el registro popular, en el verosímil, sino en la tensión que genera su transcripción con respecto al trabajo estructural, poético. Hay varios giros en la serie que nada tienen que ver con los usos de aquel habla, que me los demandaban la métrica o la música de determinados versos. Hay, incluso, una prolijidad que se podría pensar excesiva, pero que ni por momento consideré difuminar ya que todo eso sumaba a la inestabilidad general.


De todos modos, más allá de mis intenciones que nada importan, cada cual leerá lo que se cante el orto. Yo sólo espero que se divierta.


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El libro acaba de ser publicado por Chapita, nueva editorial artesanal a cargo de Daniel Durand y Matias Heer. Integra una colección de jóvenes autores que en este momento se completa con Al rayo del sol, de Fernando Callero; El Olimpo, de Francisco Bitar; y De irrisoria complexión, del mismo Matías Heer. El plan inmediato es duplicar el número de autores publicados de acá a fin de año