Temporada de conspiranoia




Los topos, primera novela de Félix Bruzzone retoma tópicos de su libro anterior, 76 y condensa sus elementos al mismo tiempo que los explota hasta su límite posible, consiguiendo así uno de los relatos más interesantes que haya dado la literatura argentina contemporánea.

Furioso, rápido, arrasador, Los topos es un relato que no se detiene ni en un segundo y alcanza ribetes pynchonianos en más de un momento. Un relato plagado de conspiranoia puesta al servicio de la búsqueda de una identidad, una definición personal y también social y colectiva.

De trasfondo, la Dictadura como una presencia que pincha pero no hace sangrar: la ESMA es el decorado que despierta sensaciones, recuerdos, ideas y búsquedas, pero al igual que HIJOS, repercute de forma oblicua sobre el narrador.

Y es un relato pynchoniano (y que también hace acordar a los mejores momentos de Paul Auster, en especial al de El palacio de la luna, con una escena que parece homenaje a esta) porque la realidad se convierte en ensoñación, el enemigo pasa a estar en todas partes, la gran maquinaria oculta activa sus tentáculos y sus redes o no. Puede seguir siendo todo el relato alucinado de un alienado. En ese sentido el riesgo que sube en la novela (y hay que decirlo, por qué no, la editorial “grande” que también asumió el riesgo de publicar un libro como este) no se detiene y este entramado de conspiranoias psicotizantes tienen en ese reflejo oblicuo de la ESMA (vista desde la ventana de la casa del narrador cuando niño) un efecto de aterradora puesta en referendum: todo el discurso alienado puede encontrar inmediata referencialidad en la amenaza siempre latente de lo que pasó ahí, puertas adentro.

Lo que ocurre adentro es una constante básica del relato: es lo que no se ve, lo que dispara la imaginación, las posibilidades. Lo que no se ve genera inquietud, malestar, dispara la imaginación. Tras las puertas de la ESMA puede o no haber nacido un hermano del narrador. Tras la puerta de una casa puede haber sido secuestrada y luego asesinada una travesti que al mismo tiempo define si es o no un agente doble o agente infiltrado asesina de policías represores tras las puertas de una comisaría, en un espacio que le está vedado al narrador, como luego lo estará su propia casa. En esa pérdida de las certezas lo que desaparece es la noción de una “verdad”. La tristemente célebre frase de Videla diciendo que “no están, están desaparecidos. No se sabe” cobra nueva fuerza en la novela: lo que desapareció es toda certeza, toda seguridad y en ese sentido el replanteo de la temática post-dictadura parece captar perfectamente la zeitgeist actual.

En este contexto, topos son todos o no son nadie, nuevamente. Topo, espía, contraespía, nadie juega para nadie o todos juegan para un poder invisible superior, no se sabe y la mezcla pynchoniana empieza a tener sabor a caldo revuelto y espeso.

El narrador siempre en viaje, siempre buscando algo que no sabe qué es, busca y cuando no puede encontrar nada más, empieza a escarbar en su interior hasta transformarse y modificarse corporalmente, someterse a humillaciones y torturas desfiguradoras que lo transforman, lo convierten en otro, en su posible hermano, y el posible padre es un torturador sadomasoquista que conforma una especie de corte de los horrores mientras colecciona fotos de travestis asesinados y el narrador encuentra en él, a un hombre perfecto para ocupar el casillero de su padre “topo”, su padre traicionero y contrera. Todo esto a la velocidad acelaradísima de los hechos que se suceden casi sin consecuencia, con una linealidad causa-consecuencia que como bien ha señalado una reseñista, equipara la estética a la de un videojuego donde la cuestión es ir pasando niveles. Si de un videojuego se trata habría que equipararlo al Spore, como novela de aprendizaje acelerado, donde el aprendizaje es tóxico, alucinado, imprevisible y autodestructivo.