Patinando por un Sueño: una lectura

Por VolquerDallys se la banca

El último viernes, al entrar al portal de Yahoo Noticias, recibí la dolorosa noticia de la eliminación de Dallys Ferreira de Patinando por un sueño. Había visto el programa mientras cenaba, y apagué la tele con la confirmación de que las dos parejas que peor habían patinado, la de Dallys y la de Leo Tusam, quedaban en la votación final donde el soberano debía, al fin, hacerse cargo de sus elecciones. Para un narcisista como yo, el resultado final no importaba. Importaba que se había hecho justicia. Importaba que le había ganado una apuesta a mi novia.

No se agrega nada si se dice que Patinando... es un show notable. La sincronización, el brillo de esos cuerpos pornosoft domesticados por meses de entrenamiento, la belleza de las bailarinas y los soñadores, la estructura melodramática del relato, hábilmente encauzada por Marcelo, conforman un producto cargado de una intensa dosis de seducción. Y ahora se viene el Acqua Dance, otra pegada gigantesca.

Patinando... y Bailando... no sólo salvaron a la televisión argentina. No sólo nos aportan un horizonte común y funcionan como cemento social en tiempos donde el Twitter, la inexistencia de la clase obrera como sujeto colectivo y el Colectivo Situaciones conspiran contra lo que algunos teóricos que en general me simpatizan llamarían la conformación de un espacio público, sino que también entretienen y chorrean aceite sobre las maquinarias del deseo que conducen las múltiples articulaciones de la política.

Hace un tiempo, había escrito algo donde intentaba poner en serie la novela colombina Sin tetas no hay paraíso, que por desgracia terminó y me dejó sólo, con el mercado financiero de las putas que representa un programa como Bailando. La idea, más o menos, era pensar la hiper-prostitución, esto es, la extrapolación contemporánea de la lógica del cabaret como espectáculo familiar, muerta la capacidad de trasgresión del sexo. Además, el oficio más viejo del mundo sería la única manera de enunciación televisiva del trabajo en tiempos de socialware y solidaridad digital.

Pero existe también otra analogía, con toda la carga que tiene esta palabrita. Sucede que en formatos con el de Patinando... se produce también una escenificación de los mecanismos democráticos. O, para decirlo de otra manera, Patinando... es la reescritura de El Orden Conservador, de Natalio Botana. Los jugadores están en la cancha.

Analogías baratas y lentejuelas frías

El jurado, donde brillan Sofovich, Polino, Flor de la V y Reina Reech, tiene profundísimas afinidades con las diversas facciones del capital (ante cualquier duda, consultar con los adolescentes alemanes que saquearon las bateas de sus libreros amigos en busca de la mejor novela de anti-autoayuda, escrita por Carlos Marx). Veamos, abusando un poco de la valiosísima paciencia de nuestros amados lectores: Sofovich, el padrino, uno de los grandes narradores de la historia nacional reciente, asume el papel de la facción financiera. Reina, puntúa, tiene la última palabra. Ordena y buitrea, sin perder la elegancia. Tiene una pata de palo: cuando se quiebra, cuando hay que cambiarla, hace crack. Marcelo paga los gastos.

Polino es el inversor extranjero, el añorado inversor foráneo que hizo perder el sueño a Frondizi y a unos cuantos otros. Viperino, su poder es el de la fiscalización histérica. Que voy, que vengo. Sus juicios se basan en una supuesta racionalidad técnica que tiene la consistencia del flan abandonado en mi heladera durante semanas. La alianza con Sofovich, en este punto, es evidente.

Flor de la V tiene el glamour y la sensualidad de nuestra fantasmática burguesía. Burguesía travesti, terrateniente e industrial, su criterio es oscilante. Hay un derrotero económico y libidinal, que va desde la Coca Sarli hasta Flor de la V. Es el derrotero que va de Armando Bo a su hijo publicista. Y que concluye en el casamiento de Flor, en su permanente búsqueda de respetabilidad. Flor se acomoda, siempre que se la respete. Que se respeten sus privilegios travestis. Recordemos que empezó como soñadora. Flor ascendió; ya no pide una parte de la torta sino que gestiona y decide.

Reina, por el contrario, es mucho más emotiva. Se cree la única moralmente habilitada para opinar, porque es la única que sabe bailar en serio. Reina asume el rol femenino y maternal de la pequeña burguesía nacional, de los pequeños ahorristas, de los pequeños comerciantes. No me toquen a mis hijos. Sus juicios se legitiman en su saber, en su trayectoria, en su estilo de vida, en su buen bailar. Pero, de manera acaso sorprendente, estos juicios son siempre morales. Ella es la que sabe, la que baila bien, los participantes son muchachos que lo intentan. Ponerse a juzgarlos seriamente sería tomarlos en serio, cuando lo que se les pide, en realidad, es mucho menos, porque juzgarlos seriamente sería cuestionar la propia identidad de Reina, su trayectoria social, los propios logros, etc. Reina les pide esfuerzo, honestidad, que sean buenas personas. Ellos, casi siempre, o mejor dicho siempre, la defraudan.

Corporación política y clientelismo glam

Es así que llegamos a los bailarines-soñadores. Nunca terminan de quedar en claro los méritos que los llevaron a estar ahí; pero esto no significa que estos méritos no existan. El efecto de estos méritos, en general, está inscripto en sus cuerpos, pero no siempre. El único requisito es que haya algún famoso o casi famoso en la pareja. La lógica, a veces, parece la del Arca de Noé: un freak de cada lugar, un muestrario de deshechos mediáticos y hermosas putas de lujo dispuestos a sacrificarse, a trabajar en serio, a ensayar, a romperse el culo dignamente para después salvarse gracias a esa cotización televisivo-financiera. Ahí está el mito de la lumpen-clase media a la que pertenezco: pegarla y salvarse. La plata dulce.

Los participantes encarnan, de este modo, a la corporación política de nuestro país. Podría hacerse un lago listado de analogías, otra vez esa palabrita. El listado iría desde la transparencia absoluta (Nina Pelosso – Nina Pelosso), pasaría por la homología estructural (La Tota Santillán – Elisa Carrió) y derraparía en un sistema de correspondencias emotivas (Matías Alé – Hermes Binner). Pero no tengo ganas. Mejor decir, por el momento, que la corporación de los prosti –freaks semifamosos es inofensiva, y que su contacto con las bases, con los que van a ver el programa, los apoyan con carteles hechos a mano y lloran si los eliminan tiene un sustento ideológico mucho menos mediado que el de los políticos con sus militantes rentados, militantes que, a menos que militen por mera tradición familiar (lo que sucede en un amplio y respetable porcentaje), en general lo hacen sin formación doctrinaria y sin anclaje institucional en los partidos, deambulando en el chiquitaje del puesto público y la pequeña rapiña, investidos de una retórica que no sólo es extemporánea sino que se hace cada menos autoconvincente a medida que su trayectoria militante se extiende en el tiempo.

El muchacho que vive conmigo me comentaba que, de acuerdo a mi lectura, en las tribunas de Patinando... se reproduce la militancia clientelar. Nada más falso. El mito del clientelismo, desarmado en el libro La política de los pobres de Javier Auyero, es una forma de impugnación moral y culpógena de ciertas zonas de la clase media hacia todo un sistema de resguardos y protecciones sostenido principal pero no únicamente por el Partido Justicialista en las zonas más pauperizadas. El término clientelismo, el choripán y el tetra brick, obturan la densidad de un tejido de alianzas, lealtades, tradiciones políticas y formas de interpelación donde el voto cristaliza repertorios de supervivencia, y donde el freno al narcotráfico no institucionalizado y por eso vandálico no es una variable menor.

Cuando los militantes apoyan a los bailarines en la tribuna de Patinando... en general se apoyan a sí mismos. No buscan abonar un trayectoria personal en el mundo del espectáculo o en la televisión; buscan la mano que muchas veces el Estado, y gracias a derrotas como la de las retenciones móviles, no puede darles. Esto no implica que el carisma no exista. El carisma, se sabe, es la afección ideológica de los cuerpos. La dominación carismática, entonces, es un plus político que se sobreañade a los criterios clientelares.

Marcelo

Recapitulando: lo que los votantes (“el público”) finalmente eligen, lo que pagan por elegir a través de sus llamados telefónicos (creo que con el llamado accedés a algún sorteo, pero no estoy seguro), es lo peor que el capital selecciona de la corporación de bailarines que supuestamente representa a dichos votantes. Por lo dicho, parece bastante obvio que el rol de Marcelo es el del actor estatal. Algún malintencionado dirá: Marcelo, el garante de los intereses de la clase dominante. Pero esa lectura, a esta altura de los acontecimientos, no parece atinada. Lo primero que hay que decir es que Marcelo no es kirchnerista. El kirchnerismo interviene, el kirchnerismo pelea, cae soberbio, pierde y vuelve a levantarse. El kirchnerismo, en última instancia, se ve compelido a negociar. Más allá de sus fallas. Marcelo, en cambio, muestra la continuación del inconsciente político neoliberal en la estructura libidinal de una comunidad. La permanencia y el sino positivo de una antigua alianza. Marcelo no negocia: ejecuta. Su actitud no es propositiva, es positiva.

Quizás Marcelo y el kirchnerismo compartan unas cuantas fallas. Quizás, también, compartan unos cuantos aciertos. Quizás haya zonas del inconsciente Tinelliano que habiten al kirchnerismo, y que sean sus principales taras a la hora de construir una hegemonía político – cultural. Adríán Suar, el eslabón perdido entre Menem y el kirchnerismo. Pero hay algo que los separa. Y eso que los separa, la simple razón por la que Marcelo nunca va a terminar de identificarse con el kirchnerismo, cuya caja de resonancias es Canal 11, es al mismo tiempo lo que dota a ambos de una innegable ambivalencia. Una ambivalencia que, en un caso, el de este gobierno, desemboca en el imaginario emotivo y económico del peronismo, y que, en el caso de Marcelo, se inscribe en el porno-postivismo que gobierna nuestras fantasías.