“La Plata es ensayo y Berisso es novela”



Por Juan Terranova

Gabriel Bañez nació en La Plata y es autor de una docena de libros, la mayoría novelas con títulos tan sugerentes como Hacer el odio, Paredón, paredón o El curandero del cuarto oscuro. Hablar de su perfil bajo, de su ausencia del circuito de exposición cultural porteño y de su genialidad oculta ya casi es un lugar común. Sin embargo, Bañez tiene una larga vida como periodista en medios nacionales y a principios de octubre ganó el Primer Premio Internacional de Novela Letra Sur con La cisura de Rolando, que se presenta el miércoles 3 de diciembre en el Ateneo. En la ceremonia de entrega del premio que se realizó en Puerto Madryn, con mar y ballenas de fondo, contó que la novela narra la historia de un chico de diez años que pierde el habla y se queda afásico. En Cultura, su último libro, ya había tenido un protagonista disfuncional que, escindido, recorría un inspirado retrato del usual maridaje entre la esquizofrenia, los fármacos y esa conocida área burocrático-política que a falta de mejor nombre se denomina “Cultura” en ministerios, intendencias y otras dependencias públicas. Desde mediado del 2006, escribe con perspicacia sobre libros y actualidad en su blog cortey.blogspot.com. Después de comentar la vida de Benito Lynch, el caso Barreda y la contextura intelectual y urbana de La Plata, Bañez respondió estas preguntas.


¿Sos es un escritor escondido o que se esconde?

Un poco las dos cosas, creo. Tengo bastantes dificultades para relacionarme y me cuesta aún más participar socialmente de eventos, charlas, mesas redondas, o cualquiera de esos eventos. Me inhibe mucho la exposición, y pienso siempre lo mismo: “¿Qué cosa importante puedo decir?”. Analizo un poco y llego –invariable y velozmente- a la misma conclusión: “Nada”. Lo que me ha creado más de un problema. Hace unos años el editor de Octubre amarillo, las crónicas sobre el caso Barreda que fui publicando en Página/12 de La Plata, decidió publicarlas y presentarlas en la Feria del Libro porteña. Lo hizo, pero yo no asistí a la presentación de mi libro. Creo que se enojó bastante. No sé qué excusa habré puesto ese día. Lo cierto: esas cosas me dan pavura. Pero más que fobia social creo que se trata de una tara. Soy un escritor desapercibido, digamos. Pero ese lugar lo disfruto enormemente, me resta ansiedad. Que el mudito hable por mí, el libro, quiero decir.

¿Cómo se te ocurrió escribir “Cultura”?

Surgió. Uno nunca sabe, la creación es de tránsito lento. Lo que sí: más que una parodia sobre la cultura oficial, es, creo, una versión en miligramos de esa cultura. Vista desde la disociación. Dos son los Ibáñez, dos las primeras personas, nunca opuestas como Jekyll y Mr. Hyde, sino complementarias. La disociación es una hermandad gemela, dos veces la misma cosquilla.

¿En qué lector pensás cuando escribís?

En ninguno. O sí: en mi otro lector. Escribo para poder seguir leyéndome, para ver de qué trata eso.

La Plata a veces aparece en tu escritura… ¿Qué relación tenés con la ciudad?

Es una relación polémica, afectiva quiero decir. La mayoría de mis historias transcurren en La Plata porque carece de mitología. La Plata es ensayo y Berisso, digamos, es novela. La maqueta en damero que es la ciudad me permite novelar, es como un desierto de Buzzati con el cual yo puedo ir armando espejismos y personajes. Días en que la amo, días en que la aborrezco. Es como una ciudad rusa de provincia, muy bella, espaciada, grandes avenidas y edificios públicos, serios problemas de identidad.

¿Existe una teoría de la novela platense?

Ni idea. A lo mejor existía y yo la arruiné. Pero no, en serio, lo que sí ha habido –felizmente– son hitos irrenunciables, como el olvidado y enigmático Benito Lynch; expresiones aisladas y valiosas, como Falcioni, Atanasiú; intentos interesantes por referenciar la ciudad, como Pilar de Lusarreta; y luego menciones a la ciudad en novelistas de paso, pero tan trascendentes como Walsh o Puig y otros. A veces se ha dado una insinuación entre lo exótico y lo alternativo, como en Bioy, con su fotógrafo menor en tren de aventuras platenses y algún otro que ya olvido; o evocaciones de registro juvenil, caso Sabato. Mencionar a Venturini, siempre tenida por poeta, es casi obligatorio. Pero nunca o casi nunca la ciudad ha estado orgánicamente integrada a la obra narrativa, salvo casos excepcionales, aislados. Y digo felizmente porque en la narrativa no se ha dado lo que en la poesía, ese intento decadente por aborregar a los excelentes poetas que ha dado la ciudad detrás de una presunta escuela o teoría “platense”. Una gansada narcisista. Por suerte, la buena poesía joven y la no tan joven –y son muchos los nombres, de primer nivel todos– ya ha entendido ese patético proyecto de corral y se ha abierto a una voz propia, distinta, sin etiquetas o pertenencias a un clisé a todas luces adocenado. Un poeta genial y secreto, degradado por el canon provinciano, es Ramón J. Couchet. Nadie o casi nadie lo conocen, pero tiene libros tan excepcionales y malditos como Los crímenes del obispo.

Tus últimas novelas tienen un humor raro, entre la ironía y la resignación. ¿Es algo buscado o surge solo a la hora de escribir?

Es cierto, pero surge naturalmente, a pesar de. Fijate que siempre, en letanía, me repito en voz baja el mismo lugar común: el humor es un recurso de la desesperación. O sea: el desesperado debo ser yo, seguro. Quizá porque tengo una visión un tanto desencantada de las cosas. O porque miro un poco torcido, no sé… En cambio, en el fracaso, en eso sí que creo. Digamos que soy un experto en esa materia, fracasando me muevo bastante bien. El fracaso debe ser el más genuino proyecto surgido de la condición humana, le presto atención... Lo risible son los intentos por superarlo, lo risible es el fervor que la sociedad de hoy pone en su contrario, el éxito, esa palabrita de raíz global que nos indica exit, siga el cartel, la salida es por acá.


(Publicado el jueves 27 de noviembre en Crítica.)