El mito del capital

por Diego Vecino


En la Facultad de Sociales los troskos perdieron el centro de estudiantes en manos de una coalición difusa de independientes de izquierda entre los que cuento algunos amigos. Todos, una semana antes de la votación, me dijeron que se presentaban por puro afán constructivo. Ninguno creía que fuesen a ganar, pero menos creían que los troskos fueran a perder. El único fue Vanoli que me dijo, unos días antes, que Oktubre perdía por cómo estaban redactados los panfletos. Un adelantado a su mismísima época. Yo le dije que esta vez no iba a votar peronistas, sino a este conglomerado latinoamericanista que al final terminó ganando, pero que para mí ni en pedo. Era una cosa inexplicable el por qué: porque tenía amigos, pero más bien era como una mística.

Ayer me llegó de segunda mano que los troskos ilustrados manejan el siguiente dato: por la crisis del capitalismo, en Alemania se empezaron a agotar las ediciones de Das Kapital. El hecho de que sea verdad o mentira no es importante ni contrastable, así que lo tomamos como un hecho consumado. Ilusos, los alemanes, como los argentinos que recién empezado el kirchnerismo se pusieron a estudiar chino. El chino y El Capital comparten ambos la oscuridad, la dificultad para incorporarlos, tanto como la inutilidad a la hora de ayudar a un hombre a desenvolverse más fluidamente en cualquier coyuntura dada. Hace ya muchas semanas Beatriz Sarlo publicó en la Viva un artículo interesante donde proyectaba su imagen patética de jóven revolucionaria leyendo El Capital. Seria, grave, una luz módica de velador (que imaginé amarilla) en su cuarto, de noche, como poniendo en escena ciertos rasgos de la clandestinidad, releyendo una y otra vez las páginas para desentrañar esa maraña imposible de mercancía, plusvalor relativo, valor-trabajo y acumulación originaria, tomando apuntes en un cuadernito, cuadriculado, con la foto en tapa de un tipo esquiando.

Tengo una amiga que está haciendo un viaje alucinado por medio oriente con el novio. Leer la bitácora de viaje y ver las fotos, que van colgando en un blog, es para suicidarse. Se fueron sin un peso, recogieron kiwis en Nueva Zelanda, juntaron plata. Ahora están creo que en Tailandia o en la India, no se. Una hippeada, pero informativa: “Un dato interesante: Laos es el país más bombardeado del mundo. Durante 10 años, hasta el ’73, Estados Unidos tiró 2 millones de toneladas de bombas. Más de una bomba cada dos habitantes”.

De alguna manera, todos estos hechos, los de ahora y los de antes, adquieren sentido en algún lado, algún punto de cruce entre dos rutas, la leyenda norteamericana del diablo dispuesto a conceder una vida de excesos a cambio de la decadencia inexorable y del fracaso. “Para Sorel, las transformaciones sociales no son –afirma Laclau– procesos cuya positividad esté garantizada, sino que están penetradas por la negatividad como uno de sus desenlaces posibles; a una forma de sociedad no se opone tan sólo otra, distinta y positiva, destinada a reemplazarla, sino también una perspectiva muy diferente: la de su desintegración”. No hay proceso de identificación y unificación infraestructural; la decadencia es un destino posible. Sólo la mística nos moviliza: a distintos grados, la que genera una marca de cerveza o un libro, reproducido en la larga noche de los pueblos, como un fantasma.

Una vez observé la discusión inútil entre Horacio Tarcus y sus alumnos sobre si el marxismo es una ciencia. Los alumnos daban muchas explicaciones estúpidas de por qué sí era (tiene un objeto, tiene un método, predice el futuro; cualquier cosa), y Tarcus se divertía un poco y se exasperaba otro. ¿Por qué nadie soltaba esa ficha basura de la cientificidad? ¿Por qué Beatriz Sarlo leyó, en serio, El Capital? “Sabemos –dice Sorel– que la huelga general es, en verdad, lo que he dicho: el mito que abarca a todo el socialismo; es decir, un conjunto de imágenes capaces de evocar instintivamente todos los sentimientos que corresponden a las diferentes manifestaciones de la guerra que el socialismo lleva a cabo contra la sociedad moderna. Es en ella en donde obtenemos esa intuición del socialismo que el lenguaje no puede darnos con claridad perfecta –y la obtenemos como una totalidad, percibida de manera instantánea”. Es un buen alegato en contra de cualquier novela de Martín Kohan.