Diario de lecturas (trece)

Por Juan Terranova

En su prólogo a la edición de bolsillo de Fiesta, Juan Villoro cita a Michael Reynolds, uno de los biógrafos de Hemingway: “Todo el mundo lo recuerda esquiando en las pistas de Suiza, pero nadie lo imagina leyendo los diecisiete volúmenes de Turguenev, que sabemos que pasaron por sus manos”. Es interesante como en esa misma reivindicación, el mito puede más. Ni siquiera señalando que Hemingway era lector, Reynolds se anima a decir que leyó, dice apenas que los libros “pasaron por sus manos”, como si fueran herramientas. De hecho, si uno se detiene a buscarlas, hay varias escenas de lectura en Hemingway. En París era una fiesta, lee el diario mientras Fitzgerald se pone histérico. Y es interesante lo que dice. En Publicado en Toronto, una antología donde podemos espiar a Hemingway antes de que sea Hemingway, se ve que ya en ese momento sabe leer, tiene humor, ligereza, potencia.

En Fiesta no hay una subestimación de la lectura, como podríamos pensar de una novela de exteriores, con noches de juerga, pesca y corridas de toros. Más bien yo diría que hay una justa valoración de la lectura en relación con el mundo. Al final del primer capítulo, Cohn le insiste a Jake con un viaje a Sudamérica. Y Hemingway escribe: “Me daba pena pero no podía hacer nada al respecto, porque siempre tropezaba con las dos ideas fijas; su locura por Sudamérica y el hecho de que no le gustaba París. La primera idea la había sacado de un libro, y supongo que la segunda provenía también de algún libro”. La postura va más allá de la ironía. No todo lo que viene de los libros es bueno. Es más, los libros te pueden afectar de forma negativa. Esa parte –en realidad toda la novela– es un antídoto perfecto para la inflamación lectora, un poco histérica, estilo Borges.

Antes, Jake le había dicho a Cohn: “Uno no puede escapar de sí mismo yéndose de aquí para allá”. Si es un consejo, y creo que lo es, no es malo. Y para seguir con Borges, el libro que empuja a Cohn a Sudamérica, el libro que “había leído y releído” es La tierra purpurea, de Hudson. La lectura que hace Hemingway del libro merece atención. En el momento en que escribe esa escena, Borges tenía alrededor de veinticinco años y Jake dice que La tierra purpurea es “un libro bastante siniestro si se lee a una edad avanzada. Relata las imaginarias y espléndidas aventuras de un perfecto caballero inglés en un interesante país romántico cuyos paisajes están muy bien descriptos. El que un hombre de treinta y cuatro años lo tome como contenido de la vida es tan peligroso como, para un hombre de la misma edad, entrar directamente en Wall Street procedente de un convento francés.” Después agrega que el libro le da “absoluta confianza” a Cohn y que eso “era todo lo que necesitaba para entrar en acción”. Creo que no hay que pasar por alto la palabra “acción” y menos que hay libros, no necesariamente malos, ahí está la trampa, de los cuales hay que desconfiar. También es interesante como hilvana Hemingway la lectura y la acción.

Más delante, en Fiesta hay otras escenas de lectura. Jake lee cuando se va de pesca y también aparece Turguenev, leído durante una borrachera, en un estado “supersensitivo, a causa de tanto Brandy”. En este sentido más que en otros, en la descripción de las condiciones materiales de lectura, en la astucia, es donde Hemingway se separa con violencia elegante del ideal universal de lectura borgeano. Y de paso, de una larga lista de escritores porteños formados en los 80 que intentaron escribir con Borges, contra Borges, a lado de Borges y no se dieron cuenta de que quizás estaban confiando demasiado en los libros equivocados. De hecho, el campo cultural argentino de hoy se define bastante por un excesivo aprecio a buenos libros que no te ayudan, que te confuden, que te desorientan. Sin mucho esfuerzo, se podría armar esa biblioteca argentina del equívoco que da vueltas, fragmentada, como un fantasma asustado.