Diario de lecturas (seis)

Por Juan Terranova

Una breve conversación por chat con un periodista platense me reenvía al Curso de literatura Europea de Nabokov. Hablamos sobre los cuestionarios que trae al final. Son las peguntas que les hacía a sus alumnos. Le dije al periodista que, en esos cuestionarios, era mucho más patente su ideología creativa. Una verdadera pedagogía del arte de la novela, sin contaminaciones del monstruo procaz de la teoría literaria.

Los ensayos, pulcros, elegantes, suaves, se dejan leer con mucho placer. Están reconstruidos a partir de apuntes y es probable que Nabokov no los hubiera dado a conocer en vida. Me salteé el de Kafka –aunque sería interesante compararlo con el libro de Deleuze y Guattari– y fui directo al de Joyce. ¿Cómo lee Nabokov el Ulises? Así: “Todo artes es en cierto modo simbólico; pero le diremos “¡Alto ahí, ladrón!”, al crítico que transforma deliberadamente el símbolo sutil del artista en rancia alegoría de pedante, las mil y una noches en asamblea de una sociedad secreta”.

La cita encierra un consejo. Siempre hay que tener a mano la frase “Alto ahí, ladrón”. Incluso para decírsela a uno mismo, en esas noches de fiebre sonámbula. Releo el párrafo dos veces y las dos veces leo mal: “Las mil y una noches en asamblea permanente”. ¿Llevo el sindicalismo en la sangre? La actividad gremial es una de esas cosas que cuando las tenés en las manos las odiás, y cuando ya no las tenés, te hacen llorar de impotencia.

Ayer en Eterna Cadencia pregunté sobre el Curso de literatura rusa, pero los amables libreros me dijeron que estaba faltando hace años. Lástima. En su lugar tuve a Silvia Iparraguirre hablando casi media hora sobre Tolstoi. Fue como ir al kinesiólogo y que te den una patada en el culo. (Esa mujer le puso a un libro El muchacho de los senos de goma. Por Dios. ¿Qué puede haber peor que querer ser políticamente correcto y que no te salga?) A la mitad de la charla, me fugué con un amigo a tomar algo al bar de enfrente. La otra vez hice algo parecido. Se está volviendo una costumbre. Ir a una mesa redonda, esperar que empiece, escaparme al bar de la esquina y volver para cuando está terminando. No es tan terrible después de todo.