Diario de lecturas (ocho)

Por Juan Terranova

Después de un arrebato revisionista de Borges, volvemos a Kafka. Wapner desde Israel me escribe preguntándome dónde entra él, un argentino que escribe en español rodeado de otros idiomas –todos más o menos menores– y me asegura que su centro está en Argentina, que es ahí donde quiere ser leído. No es una sola, son muchas preguntas. Y la mayoría no tienen una única respuesta.

Hoy sabemos ya que el escritor checo no fue un aturdido, que no la pasó tan mal, después de todo. Mucho menos tormentoso de lo que las lecturas superficiales de sus textos pretenden, Kafka es hoy una imagen pop, su obra se edita en formato universal y se consume como un juego, pero en su momento fue un empleado que escribía –de forma admirable, ¿cómo negarlo?– en sus ratos libres. Con el dinero que produjeron los derechos de La metamorfosis se podría construir un cohete para ir a Marte. Y sin embargo, él no vio un peso. De allí que siempre terminemos prefiriendo la felicidad de ese dramaturgo poco talentoso, anodino, que hoy desconocemos, cuyo nombre se olvidó, pero que seguramente existió y que vivió hasta los ochenta años, poniendo sus obras en Viena y Berlín, que emigró a los Estados Unidos durante la Gran Guerra y murió, rodeado de hijos y nietos, mientras escribía su último artículo para la segunda página de un periódico de New Orleáns. Repito: Su nombre se lo llevó la historia. Su felicidad no.

Por que lo de la literatura menor, al final, ¿no es una épica escondida, o el deseo reprimido de una épica? Kafka, por una literatura menor, manifiesto tardo-vanguardista, hilachas de un mundo que ya fue, es un lindo libro para pensar en qué parte de la cancha le toca jugar a uno. Pero si uno se deja captar por las valoraciones que hace, ahí no piensa nada. Deleuze impacta en París, una ciudad central, con instituciones y universidades fuertes. Y también tiene una buena recepción, epigonal, en Buenos Aires, una ciudad central pero en la periferia. Ni en París ni en Buenos Aires se hablan dialectos.

Soy primera generación de argentinos en una familia de italianos. Mis abuelos hablaban una mezcla de calabrés con español del Rio de la plata, pero mi viejo –venido a los dos años– hablaba porteño. Y no hay nada de menor en el español del Rio de la plata con respecto al castellano de Castilla. Variaciones quizás, minoridad no. Entonces yo, ¿qué tengo que hacer? ¿Retomar ese italiano imperfecto que no aprendí? (Aprendí luego, los rudimentos del italiano, pero nunca el calabrés. Y no sé hasta que punto lo hablaba mi padre aunque creo que lo comprendía bien.) Mucho menos me da para ir por los barrios interrogando coreanos, paraguayos, peruanos, taiwaneses o ucranianos, los poseedores hoy en día de una verdadera lengua menor. Mejor aceptar esa centralidad en la periferia, esa centralidad en el sur. La Patagonia como Siberia y Buenos Aires como la casa mayor de los mares australes.